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El preciosismo de Rocío Molina

El preciosismo de Rocío Molina

No cabe duda que el baile flamenco está cambiando. No es que se separe de la ortodoxia y del canon prefijado desde que una soleá levantara a una flamenca de su asiento y le llevara a alzar las manos. Es más bien la evolución lógica de este arte. Es la consecución necesaria para que el flamenco siga vivo y no sea una pieza intocable de museo. Al igual que el vino ya no es “lo que da la tierra”, sino que precisa una elaboración, el arte flamenco debe dejar de ser exclusivamente “lo que da la tierra” y debe convertirse en una disciplina de trabajo y estudio, de conocimiento y verdad, para que no nos sigan dando “flamenco de garrafón”.

En esta línea apuntada, por suerte, un nutrido grupo de artistas jóvenes han arrimado el hombro y nos ofrecen un baile más reposado, más simbólico e intelectual. Como decía Mario Maya, el baile no debe ser fuerza bruta. El baile flamenco no es puro arrebato. Debe de salir de dentro, pero expandirse como el aceite y comulgar con la realidad, saber de la existencia de otras artes y beber de todas las fuentes a su alcance.

Rocío Molina, nacida en Málaga en 1984 (obligado es hacer referencia a su juventud) encaja en el perfil de la nueva bailaora, convirtiéndose en intérprete y modelo, en tranquilo manantial y en río que se desborda. Su baile es un verdadero deleite, pañuelo de encaje, figura de Sèvres. Es eternamente femenina, de elegante braceo y exactitud en los pies. Se refleja en el pasado para, con conocimiento, alzar la cabeza y mirar al porvenir.

Su actuación toda es un cuento en forma de romance, donde ella es la princesa, el hada y el dragón. Érase una vez, en un lugar cercano, unas tonás en compás de seguiriyas que la bella bailaba como los ángeles y a los espectadores se les cortaba el aliento. Con una elegante bata de cola negra y una trenza oriental que despejaba su blanca cara de porcelana fina, Rocío tensa todo el cuerpo y gira sobre sí misma, haciendo bailar cada músculo de su ser. El romance continúa después de la primera entrega de Antonio Campos en forma de granaína. Antonio es un cantaor festero que, como Camarón, en vez de adaptarse al cante, adapta el cante a su persona. Así, aligera la media granadina filtrándola con fandangos de Frasquito, con ritmo de tangos. Más tarde hará soleá por bulerías, una gran muestra de vocación y poderío. La segunda entrega de la bailaora malagueña, como digo, es un romance por bulerías, en la que encierra algunos compases del popular “¡Anda jaleo!”. Es su pieza más simbólica y arriesgada. Con una vestimenta de camisa blanca, pantalón a media pierna y pañuelo al cinto, se asemeja al pescador típico de su tierra. Es un baile muy marinero, con sabor a espuma fresca y a sal. Es largamente aplaudida en sus silencios, con lo que se ve obligada a continuar su trabajo, pareciendo así que bailara los aplausos.

Continúa el cuento con unas alegrías exquisitas donde, sorprendentemente, la única critica que se le podría achacar a Rocío Molina, que es la falta de expresividad en el rostro, la supera con creces y deja relucir sus emociones y la sonrisa necesaria para este baile de fiesta.

Como fin de actos, termina el cuento como empezó, con un martinete en forma de bis semi improvisado, cerrando así un espectáculo redondo. Convenciéndonos, no sólo de que es una de las bailaoras del momento, sino que se encuentra en el buen camino.

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