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volandovengo

[Castidad y amigos]

[Castidad y amigos]

Es plausible que ocurriera en la Inglaterra de Ricardo I, en la segunda mitad del siglo XII. Seguramente cuando dicho rey de corazón de león y vida legendaria, partiera a la cabeza de unos 8.000 hombres y una flota de 300 navíos hacia la III Cruzada en favor de la religión verdadera.
Acaso entre esos miles de hombres se encontrara un joven bastardo, apellidado Plantagenet, un soldado que ocultaría su nombre, un cristiano, como otros muchos, hijo del pecado de la pasión, del verdadero amor (como calificó Shakespeare a la bastardía, unos siglos más tarde y en ese mismo país). Fácilmente, este cruzado se llamaría Arthur, nombre simbólico de su estirpe, y que fuera caballero, por qué no.

Arthur nacería alrededor de 1170 en Normandía o Anjou, se casaría entre los dieciséis o diecisiete y al año siguiente se embarcaría hacia Tierra Santa a luchar contra los impíos. Su padre no lo reconocería (¡estaría bueno aceptar como suyos todos los hijos del arrebato!) y él tampoco diría nada a nadie (¡cómo reconocer su ilegitimidad!).

Poco antes de su partida acompañaría a su mujer, creíblemente Ginebra, o si no Helena, o Christina, al lecho y se despediría como un soldado de Dios, sin apenas desvestirse. El último coito hasta su vuelta.

La criada, o su solitaria madre, prepararía un baño caliente con aguas aromáticas. El último baño hasta su vuelta.

Un vistazo a su joven esposa, desnuda de cuerpo entero. Una mirada rápida y sobria, para no pecar contra la lujuria. Sería la última vez que se desnudaría íntegramente hasta su vuelta.

Un beso y un abrazo, antes de colocar ceremoniosamente el gélido cinturón de castidad, hermético estrangulador de la doncellez.

Ella se viste con ropas finas y saca el pañuelo de las despedidas más sentidas. Se parapeta al lado del caballo y se convierte en Magdalena resucitada. No sabe si llora por el marido que se va, por ella que se queda, por su juventud truncada o por que no entiende nada. El caso es que vomita lágrimas amargamente con ojos vidriosos.

El marido, en un arrebato de raciocinio, comprende que puede no volver y ha condenado a su virginal esposa al yugo perpetuo de la clausura vaginal. Arthur cae en la cuenta que ella necesitará a alguien que la cuide en su definitiva ausencia. Él recuerda que tiene un amigo, un íntimo amigo, como un hermano, que no va a la guerra porque renquea o porque no es caballero o porque es muy viejo o porque no cree en de las Cruzadas (siempre ha habido insumisos) o, simplemente, porque no queda sitio en los barcos para más valerosos. Está seguro que obra bien al dejarle la llave del cinturón ferroso de la sumisa esposa a este amigo entre los amigos, a este hermano entre los hermanos, sangre de su sangre, primus inter pares de su confianza.

Pero, a escasa media hora de su partida, asombrosamente, el caballero siente tras de sí ruido de cascos de caballos y violento polvo que se alza difuminando el horizonte. El cruzado se detiene, se vuelve, seca el sudor de su frente y observa a su amigo del alma que se acerca, el paticojo se les une, el viejo decide hacer la guerra, el hombre común descubre la Santa Causa. Con una sonrisa sir Arthur desmonta de su blanco corcel (o negro, o pinto, o pardo), se quita el yelmo y abre los brazos ante su fiel amigo convertido, quien se precipita a su abrazo y le dice sin preámbulos y un poco indignado que se ha equivocado de llave.

* Ilustración de Pablo Ruiz (exprofesa para este cuento).

2 comentarios

volandovengo -

Bienvenido, Bahu. Necesitaban estas humildes letras los comentarios de un afamado músico como vos. Visitaré tu página y dejaré de vez en vez mi huella.

Bahu -

La vin compae vieho!, (me gustaría extrenarme así en tu blog pues me parece digno de ello)... muy bonita historia graciosa a la par. Lo que pasa que algunos dirían digna de un Sevillano, yo no digo ná en! sólo decirte que ya estoy leyéndote por aquí y que insertaré un enlace desde mi humilde página. Un saludo.