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Escala evolutiva

Escala evolutiva

Os expondré mi teoría, dijo el conferenciante una vez que los micrófonos dejaron de hacer ruiditos. Os expondré mi teoría, repitió como si fuera su mismo eco empujado por lo desacostumbrado de su voz amplificada. Carraspeó para aclarar la voz y se acomodó en el asiento encajándose los lentes para lejos. Después de echar un rápido vistazo a sus notas, alzó la voz diciendo, más bien advirtiendo, que no pensaba hablar de la evolución como tal ni defender ninguna de las teorías impuestas y largamente aceptadas o discutidas sobre el origen de las especies, sus transformaciones y su adaptabilidad al medio. Mi intención, continuó después de algunas toses del respetable, es comentar el alejamiento impuesto siglo tras siglo entre el hombre y la mujer. Siendo de una misma especie, estamos alejados más de lo que se podría llegar a pensar. Si el hombre como especie genérica proviene del mono, no cabe duda de que en toda la familia simiesca, si se me permite el término, existe una gradación evidente. Hablaremos tan sólo de las familias más cercanas a los homínidos: orangután, gorila y chimpancé, para finalmente desembocar en el hombre. No cabe duda que todos estamos emparentados. Después de largas transformaciones, de largas mutaciones que parten de los lemures, los primates se dividieron en monos con cola y sin ella, de los que provienen los tres simios referidos y evidentemente el hombre. Mientras el orangután sigue siendo un ser primitivo, hermanado con los macacos inferiores, en proporción, a años luz del gorila que, aunque igualmente primitivo, se acerca al chimpancé y éste al hombre, la distancia existente entre el gorila y el chimpancé es más larga que la del chimpancé al hombre. No quiero detenerme en datos concretos ni en detalles que tan sólo enturbiarían el objeto de esta disertación. Sólo quiero que se queden con ese dato. En este momento el conferenciante instintivamente tomó un sorbo de agua pidiendo perdón y continuó con su argumento. Así el hombre se encuentra evolutivamente más cercano al chimpancé que éste al gorila. Pues allá, sin más circunloquios, expondré directamente lo que vengo a decir. Mientras en otras especies el macho y la hembra están totalmente relacionados como si fueran uno, evolutivamente hablando, en la especie humana existe una diferencia sutil, que puede llegar a ser abismal. Podría decir, sin temor a equivocarme, que el hombre está más cercano al chimpancé que a la mujer. Otro incómodo murmullo se extendió por la sala. Era inaudito que un señor bajo con bigote y pelo tieso, que no se había dignado a quitarse el sombrero, arremetiera de ese modo contra sus congéneres. Dónde vamos a llegar. El mundo está lleno de esquiroles. Si somos los hombres los que atacamos a los hombres mejor que rompamos la baraja. Esto es el fin. Es indignante, decían. El ponente guardaba silencio, sin inmutarse. Esperaba a que el murmullo cesase. No tenía prisa. Observaba impasible como algunos hombres se levantaban de sus asientos y abandonaban la sala elevando las manos indignados. Cuando el silencio volvió a reinar y la sala, algo más vacía, retornaba a prestarle atención, retomó la palabra. La mujer está un punto por encima en la escala evolutiva que el hombre. Por educación, continuó el del sombrero, desde que el ser humano hizo acto de presencia en la tierra, el hombre se ha anquilosado, se ha acomodado en una vida “regalada”. Como ser dominante, como macho alfa, se ha impuesto tradicionalmente desde el principio de los tiempos a la hembra, a la que ha relegado a un estado de semiesclavitud, a una servidumbre incondicional. Y lo que tiene más gracia... ¡por gracia divina! Nuevamente algunas palabras de indignación se elevaron en el habitáculo junto a algunas risas solapadas. El conferenciante seguía esperando el silencio, impasible, sin alterarse, sin apenas moverse de su escaño. La mujer se ha visto obligada a defenderse, a luchar por fuera y por dentro para protegerse. Se ha visto obligada a desarrollar unos mecanismos de defensa a todas luces fuera de la condición humana. Con esto quiero decir que el hombre no ha tenido necesidad de “defenderse” contra el otro sexo, que como todos sabemos siempre ha figurado por debajo, en un segundo plano, discriminado y ampliamente abusado. La mujer como tal, en el día de hoy, en que las cosas teóricamente están más fáciles, en que se supone que la igualdad real es más nítida, aunque todos sabemos la verdad respecto a todo esto, tiene muchas más posibilidades de adaptación al medio, de superación de escollos. Mientras el hombre, acostumbrado a la sopa boba y a las zapatillas bajo la butaca mientras lee el periódico o ve el televisor, se relaja en su status, la mujer se ha hecho a una vida de lucha continúa y de adaptación al varón que por suerte o por desgracia le ha tocado a su lado, aunque posiblemente no seamos conscientes de tal desajuste. La hembra humana conlleva en sus genes una capacidad de adaptabilidad muy superior al macho de su especie. A veces, no nos engañemos, no ha sido siempre así; el varón ha sido compañero real y la pareja ha caminado al unísono. Casos ha habido, pero son los menos. Lo que almacenamos todos en nuestras cabezas son ejemplos de abusos, de compra-venta de mujeres casaderas o de niñas sin madurar, de discriminación, de desamparo... Poco a poco la sala se iba quedando más vacía, algunas mujeres seguían con expectación el resultado de aquella conferencia, que para muchos hombres era solamente un ataque directo a su condición masculina. Desde luego algunas mujeres también se había marchado por su cuenta (sabemos que el machismo más radical se encuentra en la cabeza de algunas hembras) y otras, sin más remedio, habían abandonado intimidadas por sus maridos o acompañantes. El ponente prosiguió, tenía que acabar su alegato, aunque fuera la última conferencia que dictara en aquel círculo varonil, en aquel club al que invitaron como antropólogo y sociólogo progresista, pero sobre todo por ser un hombre íntegro con ideas claras sobre la posición de cada género. Los organizadores esperaban que hablara de la evolución de las especies, de las nuevas corrientes darwinistas, que tan de moda se estaban poniendo, en las que el doctor invitado era una completa eminencia y en las que intervenía con tanta determinación el factor suerte. Pero trasponer la conferencia a un problema de género estaba de más. Este señor no sólo dejaría de hablar en aquel recinto sino que probablemente se le sancionaría, quizá se le abriera un expediente. Ésa es la razón de tanta violencia, de tanto desencuentro, de tanta inoperancia, prosiguió como si nada. El hombre tradicionalmente depende de una mujer, ya sea su madre, su mujer o su hija. El hombre, que se cree autosuficiente, el centro del universo, en realidad está desprotegido, desnudo ante el devenir de los días. “No es bueno que el hombre esté solo”, comentan. Porque no puede, porque no sabe, porque se pierde. La mujer es distinta. El hombre necesita compañía. Pero una compañía sumisa, una compañera completa y total, que le saque las castañas del fuego, que se las pele, sin preguntar si se quema los dedos, e incluso que se las mastique. Hay sociedades donde esta violencia no es tan evidente, simplemente porque la mujer continúa observando el rol primitivo. La mujer pertenece al varón. Camina unos pasos por detrás u oculta su rostro y su cuerpo hacia otras miradas. Es mía y como tal dispongo de ti, de tu vida y de tu tiempo. Soy el elegido, el favorito de Dios. Tú sólo eres mi costilla, mi camarera, mi enfermera y mi puta. Hasta los organizadores habían abandonado el salón. Hablarían con él. Digo que si hablarían. Le leerían las cuarenta. Eso pasa por traer a un conferenciante desconocido. Eso ocurre por fiarse de las referencias. En diez minutos tendría que acabar no obstante. Pedirían perdón públicamente. Era intolerable. El problema actual no es de la mujer, dijo elevando sensiblemente la voz, sino del hombre que no ha sabido adaptarse a la nueva realidad. La mujer empieza a ser independiente, asume un papel preponderante, siempre reservado al género masculino, lo que el hombre no llega a encajar de ninguna las maneras, no lo entiende, no lo traga. Ya no está en un segundo plano sino que comparte (o arrebata) el primero, con todos los derechos. Ella tiene su vida, su mundo, su trabajo. Piensa por ella misma, sin filtros ni clichés. Tiene sus argumentos, su manera de ver el paso de los años. Se siente responsable, protagonista de su vida, de su historia y del mundo que le rodea. El hombre lo único que mantiene es su fuerza bruta, su alma concupiscente, su instinto atávico y una educación hegemónica. Una mujer a su lado que piense por sí misma, que reivindique sus derechos, que se sienta igual, aún sabiéndose superior, es algo que escapa a sus entendederas (a algunos no les cabe entre cuerno y cuerno). El varón llega a cegarse, a cerrar el puño contra ella, a llegar incluso a la sangre de la que fue su compañera, madre de sus hijos e incondicional enamorada. Alguna chica en la tercera fila estaba a punto de aplaudir cuando el conferenciante se puso en pie, se quitó la chaqueta y el sombrero, dobló sus gafas encima del cartapacio y se desprendió del bigote, desenfundó su cabeza y se soltó el pelo, un pelo rojizo y ondulado que le caía ambos lados de los hombros y se detenía en los pechos alzados. El, ella. Quien hablaba era mujer. No se sabe de dónde salió, si era profesora o no, socióloga, antropóloga o entendida en la materia. Lo que sí era cierto es que dio una lección tan temida como necesaria. Hundió tanto el dedo en la llaga de muchos varones que llegó a escocer. La chica de la tercera fila, con aspecto perfectamente desaliñado, fue la primera que se levantó y comenzó a aplaudir. Pronto le hicieron eco algunas más y también algunos hombres, más de los que cabría esperar. La ponente cogió sus papeles, dio las gracias a los presentes y esperó tranquilamente la segura sanción de los organizadores que, como convencidos varones, andaban más cerca del animal.

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