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volandovengo

Han derribado la casa

Han derribado la casa

El hombre es un animal de costumbres. No tanto por el hábito como por su percepción. El hombre, por ejemplo, está familiarizado, más que por frecuentar siempre el mismo camino para llegar al lugar de siempre, porque este camino siga donde está y que sea el mismo sendero de siempre, con las mismas piedras, los mismos árboles, las mismas farolas y las mismas curvas. Que el paisaje a su alrededor sea exactamente el que siempre ha estado allí. De igual forma, pretendemos que el lugar al que vamos sea reconocible. Vamos a ver exactamente lo que pretendemos ver, lo que anhelamos encontrar. Estamos habituados a que la lluvia que caiga nos moje (sin atender a Berkeley), tengamos la costumbre de llevar paraguas o no.

Siempre salgo de mi casa y entro en la calle a la misma hora para subir al mismo autobús de todos los días, menos sábados, domingos y festivos, y que me arroje en la misma parada para caminar los mismos pasos que todos los días para que me lleven al mismo trabajo hasta que me despidan o lo pierda por cualquier otro acontecer, que viene a ser lo mismo. De lunes a viernes esa es mi rutina. Claro que hay excepciones, que se me enreden las sábanas, que me rezague en la mañana por otro motivo, que el autobús retrase su llegada por culpa de un tráfico que aumenta por la lluvia (llevemos paraguas o no), que haya retenciones o desvíos por obras y me vea obligado a apearme en la parada anterior (y no la siguiente, pues mi paradero coincide con el final del trayecto), que vaya al banco, por ejemplo, y no tenga más remedio que ladear mi camino. (Aunque siempre que voy al banco, es a la misma sucursal y consulto el mismo cajero y contemplo un poco mi aspecto, mi entrada, en la misma televisión de circuito cerrado que siempre me vigila y me devuelve insoportablemente en mi misma posición, acostumbrado a que el espejo me refleje simétrico.) O sea, que mi rutina será la habitual, pero no siempre la misma. La realidad, en cambio, lo que me rodea, lo que percibo y, en cierta manera, afirma mis costumbres, hábitos, rutinas (a veces manías), es la misma.

Después de andar unos doscientos metros de casa (vivo en las afueras), llego a la marquesina cubierta, con anuncios cambiantes, que indica que justo allí se detiene el autobús que me llevará a mi destino, a la parada de siempre, y generalmente con los mismos usuarios.

Salgo del número trece de la calle Maimónides, que es la mía (no la calle, sino la casa que se identifica con el número trece) (dicen que el trece es el número de la mala suerte, pero yo no creo en el azar, sólo en el destino, aunque sea un mal destino), y llego a la calle París, donde hay casas bajitas con un poco de terreno que siempre están de reformas y en una de ellas, cuentan, hay fantasmas (está en venta, no sé si a pesar de los espíritus o gracias a ellos). Se fueron (o huyeron) sus inquilinos de la noche a la mañana llevándose a su perro chiquito y mal encarado que me la tenía sentenciada, siempre me ladraba, me hacía cara, acompañaba mis pasos con su bocaza llena de dientes. A veces saltaba agazapado detrás de un coche y llegaba a asustarme, aunque lo esperaba por la costumbre, con un guijarro en el bolsillo o un grito en la garganta, por si acaso.

Tomo la carretera de Armilla a la izquierda, en dirección al pueblo, y, pasado el hotel Los Galanes, a unos veinte metros, me encuentro en la parada mencionada, la marquesina  de siempre, con anuncios rotativos. Allí aprovecho, si no viene el coche de inmediato, un autobús amarillo pálido que llaman tranvía y va a los pueblos, a repasar mentalmente qué ropa llevo, cómo voy vestido (casi siempre inadecuado para la estación, sobre todo si llueve, lleve o no paraguas, o para el día que se avecina), lo que llevo en la cartera, que siempre se me olvida algo, lo que tengo que hacer, que nunca me dará tiempo... Hasta que el autobús llega y me engulle con sus borborigmos y eructos.

Subo los tres escalones que me separan del conductor, saludo y pago con el dinero que ya tengo fraccionado de antemano en la mano (curiosa relación), casi siempre exacto, no soporto las vueltas, la excesiva calderilla que estos trabajadores se empeñan en colocarte. Quizá lo hagan adrede para que la próxima vez pagues el importe exacto. Por eso lo hago, por eso siempre me empeño en conseguir el importe exacto, para que el conductor del autobús no me castigue con lastre en exceso.

Por mi parada pasan hasta tres autobuses válidos, o sea, tres autobuses que paran allí y me llevan a mi destino. Son los de los pueblos cercanos: Armilla, Churriana y Las Gabias, que tienen que atravesar esa carretera de atascos míticos, de retenciones alarmantes.

Pero mi intención, la finalidad de este relato, no es continuar viaje, sino quedarme en la marquesina de propaganda móvil comentando la novedad, como quien espera al número equivocado, como quien ha perdido el tren, como quien llora en el mar.

A escasos metros de la zona de nadie, habilitada como parada del autobús, con un banco utilitario, una cubierta traslúcida y un mapa en la espalda, se encuentra una casa, mejor dicho, había una casa. Una casa cuadrada y grande que, sin llegar a ser caserón, se asomaba a la carretera y tapaba toda la visibilidad, tanto del conductor que llega como del usuario que espera al otro lado. Dicen que era fea. Por eso la han derribado. No porque fuera fea, sino porque quitaba toda perspectiva. Quizá porque estaba muy salida al asfalto.

Su muro era un extraño arcén elevado. Era la única edificación que sobresalía en una calzada con su poquito de acera.

Quizá, lo más seguro, su derribo fuera para ensanchar el pavimento. Quién sabe. El tiempo lo dirá. Si todo fuera tan simple como eso.

Antes, recuerdo, había árboles en esa carretera. Árboles enormes, de copa redonda. Nunca he sabido el nombre de los árboles pero son fáciles de distinguir, al menos su forma. De lo que sí estoy seguro es que eran grandes y de que había bastantes, por toda la carretera, a unos veinte o treinta metros, posiblemente cincuenta, unos de otros, las mediciones nunca han sido mi fuerte. En otoño se doraban y en invierno se desnudaban. Sus troncos, gruesos, serios, contundentes, presentaban una franja blanca a media altura que servía para señalizar el camino, para reflejar el faro de los coches por la noche. Ya no queda casi ninguno, los fueron arrancando todos, desaparecieron como la casa cuadrada que han derribado, como la casa blanca y grande que sería de la misma época y pisaba la calzada.

La curiosidad de esa casa, por lo que me llamaba la atención, por lo que canto su ausencia, es porque tenía un palomar casi derruido en su azotea, un palomar vacío que no contenía aves ni contendría pues estaba abierto. Pobre prisión sin muros ni cadenas.

Las palomas habrían volado hace tiempo. Ahora era el refugio o la vivienda o el aliviadero de un perro negro de raza confusa, pero joven y más grande que pequeño, que todas las mañanas se asomaba para aullar. Sustituía al quiquiriquí del gallo, pero una hora más tarde y sin cresta.

Todas las mañanas, entre mi rutina, buscaba con la mirada al perro negro que aullaba a los coches o a la luna que se fue. Era parte de mi mañana. Sobre las ocho, sin falta, un perro cantaba en la azotea de la casa grande.

Han derribado la casa y ya no hay perro. Han derribado la casa y mis mañanas están más solas. El camino ha cambiado. Las sensaciones son diferentes. Puede que hoy llueva y no me moje.

3 comentarios

volandovengo -

Es emocionante que mis cuentos lleguen a los demás. Gracias, Jess.

jess -

Me ha encantado Jorge ;)

n0n0 -

ah pillín!! hoy has echado el chubasquero ;-)