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La señora de Ibáñez

La señora de Ibáñez

La señora de Ibáñez esperaba a que su marido, el señor Ibáñez, se fuera a trabajar para, ella, sacarse un sobresueldo ejerciendo de cantonera en una calle próxima a su casa, pues el señor Ibáñez tenía un empleo fijo en el que echaba las horas que echaba, o sea, el señor Ibáñez era conductor en las líneas de autobuses urbanos que, a pesar de no tener un recorrido muy tedioso, que se limitaba a transitar por las calles céntricas de la ciudad y no por los barrios conflictivos, como alguno de sus compañeros, estaba asaz fatigado de coche, de ciudad y de gente, pues bien mirado ser conductor de autobús urbano es un trabajo cansino y, aunque le gustara el volante, eso en realidad no era conducir, cada quinientos metros o así había una parada, gente arriba, gente abajo, preguntas, protestas, incomprensiones… un martirio, por eso, antes de incorporarse al trabajo, visitaba alguna de las pajilleras que se apostaban al otro lado de la ciudad, donde la empresa tenía los hangares que resguardaban la flota de autobuses y religiosamente todas las mañanas aliviaba su libido acumulada en la entrepierna durante una noche abnegada, a resultas que con su mujer, la señora de Ibáñez, hacía tiempo que no practicaba el amor como al principio, porque al principio sí, varias veces al día incluso, cuando el tiempo lo permitía, se entiende, pero al cabo de unos años, que el señor Ibáñez no sabría precisar, se acabaron las relaciones maritales y aún todo contacto físico, pues por más de tres años estuvieron intentando los señores de Ibáñez tener descendencia, pero nunca les favoreció la fortuna, pues a la mala suerte y no a otras causas achacaban su esterilidad compartida, hasta que un buen día se dieron por vencidos, tiraron la toalla como quien dice, y no sólo no yacían para procrear sino que no entremezclaban sus cuerpos ni para aliviarse un poquito, como si se tuvieran un ancestral rencor solapado, que suponía la única tirantez, porque por lo demás se llevaban bien, era, lo que se puede decir, un matrimonio bien avenido, menos en el sexo, como estamos comentando, lo que erosionaba el comportamiento de ambos conyugues, ella, como ya se ha dicho, hacía la calle cerca de su casa, para incluso atraer a los clientes a su mismo tálamo, él, como también sabemos, buscaba la compañía y el calor puntual de las putas urbanas, pero ninguno de los dos conocía esta secreta actividad del compañero, puesto que la señora de Ibáñez lo creía subido al autobús en una jornada aburrida e interminable, dando vueltas y más vueltas por la ciudad, recogiendo y entregando a gente anónima en sus respectivas paradas y aguantando, según él le dijo, a usuarios caprichosos o amargados, con ganas de complicarle la vida a los demás, mientras él la pensaba en su hogar, como buen ama de casa, realizando sus labores propias o viendo algún serial televisivo o saliendo a desayunar con sus amigas, y las compras que hacía y los caprichos que se daba los achacaba a lo buena administradora que era, a su ahorro de hormiguita y a su manera de estirar el dinero viendo la oferta allá donde saltara y aprovechando la ganga como si la hubieran propuesto para ella, creando así entre los dos de la ignorancia un grado extremo de la felicidad, hasta que un día que se hizo tarde por trasnochar la noche anterior, por ejemplo, o porque el despertador no sonó a su hora, vete tú a saber, aunque no tiene importancia ninguna en esta historia, el señor Ibáñez decidió visitar a las rameras próximas a su casa para llegar al trabajo con la tarea hecha, de modo que se despidió de su mujer y despacio fue recorriendo la avenida como un sabueso, mientras la señora de Ibáñez, a la que también se le hizo tarde para ocupar su puesto, se vistió rápidamente como solía, o se desvistió lo habitual, para correr por un atajo en busca del primer cliente que cubriera un supuesto cupo diario que se habría fijado, aunque llegara más acalorada que de costumbre o un poco más alterada, que no era su costumbre, y pararse en la esquina para insinuarse al paseante que precisamente venía buscándola a ella o a otra parecida haciéndose como la encontradiza pero que en realidad ella era la buscona, aunque esperara más o menos rato al final llegaría, y llegó, pero quien llegó fue el señor Ibáñez que se sorprendió de verla en ese lugar y en ese estado, al igual que ella, la señora de Ibáñez, se asombró de verlo a él en ese lugar y en ese estado y cómo los dos andaban buscando con un hambre inusual que ninguno supo disimular, ella componiéndose se mordió el labio, como cuando estaba nerviosa, hablando de rebajas y él, mirando al suelo como avergonzado, que lo habían llamado para que se incorporara al trabajo una hora más tarde, sabiendo los dos que estaban mintiéndose y que su oficio y rutina eran los que sospechaban y se dejaba ver a primera vista que, entre tartamudeos e incomodidades, se propusieron tomar un café, pero, pensándolo mejor, fueron a casa para hacer lo que hubieran hecho si no se hubiesen encontrado, con un resultado más que satisfactorio y con deseos de continuidad, hasta que ya se puede decir que la relación de los señores de Ibáñez es perfecta, sobre todo en lo referente al sexo.

3 comentarios

Alberto Granados -

No te alegres especialmente: suelo leer lo que escribes. A veces, a diario, en el repaso de arriba abjo de mi lista de blogs y a veces, por el sistema de claicata, dejándome algunos para un después que a veces no llega nunca. Pero te leo, Jorge. No te quepa duda.

AG

volandovengo -

Me alegra que lo hayas leído, Alberto. Me gusta el comentario atento de un avezado narrador.

Alberto Granados -

Pobres señores Ibáñez, tan reales, tan desolados, tan auténticos. La vida suele no ser lo que parece.

AG