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Las razones del viajero

Las razones del viajero

Recuerdo que, en El turista accidental, Anne Tyler daba unas recomendaciones para salir de viaje (más conseguidas en la película que en el libro). Entre estas, se encontraba el consejo de sacar un libro de grandes dimensiones al acomodarse en el avión, por ejemplo, para evitar que el compañero de asiento intentara mantener una conversación.

Hay sin embargo quien pretende descubrir en el mismo viajero, en los mismos argonautas que con él comparten la aventura, el primer descubrimiento de su odisea. A veces el roce, aunque sea fugaz, nos sorprende.

Quiero referirme al viajero solitario y no al turista o visitante que, en grupo organizado con un plan previsto de antemano, se embarca hacia tierras más o menos desconocidas.

El viajero es un descubridor. Es un bohemio horaciano. El viajero es el que compra sólo billete de ida, el que no sabe si regresará ni adónde le guiarán sus pasos. Suele viajar ligero de equipaje, aunque tampoco —por libre ideal— deja mucho en su lugar de origen.

“En realidad, el viajero no debe tener meta alguna. En ese caso, será el viajero perfecto” dirá Gao Xingjian, en La Montaña del Alma.

Cavafis deja claro en su poema Ítaca, basado en la aventura de Ulises, que lo importante no es el regreso, no es la isla que se anhela, sino los hitos de la travesía. Aunque sin meta, advertirá, no existe la ruta (Sin ella no habrías emprendido el camino).

Por su parte, Julio Ramón Ribeyro, en un cuento Doblaje, nos contradice: “Partir es una gran cosa, pero lo maravilloso es regresar”.

Para Ryszard Kapuscinski el viaje es permanente y en Viajes con Herodoto nos asegura: “Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino”.

Algunos están en contra de la movilidad. Apartarse de la casa, de la urbe o de la seguridad del paisaje conocido es poco menos que innecesario, si no abominable. Hubo escritores de aventuras y exotismos que nunca abandonaron las paredes de su casa. Uno de los personajes de la deliciosa novela rompecabezas de Agustín Fernández Mayo Nocilla Dream, así lo entiende: “Ernesto nunca quiso hacer ese viaje. Ella se empeñó. En primer lugar no quería porque consideraba que viajar es un atraso desde que ya todo está descubierto, y que no tiene sentido andar por ahí emulando a los exploradores del 19. En segundo lugar porque Internet, la literatura, el cine y la televisión es la forma contemporánea del viaje, más evolucionada que el viaje físico, reservado éste para mentes simples que si no tocan la materia con sus manos son incapaces de sentir cosa alguna”.

Quiero acabar con un poema de mi paisano, Luis García Montero, que abre el libro Habitaciones separadas, de quien he tomado prestado el título de este post, que viene a decir lo que digo:

Las razones del viajero

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

* Autorretrato, Eduardo Úrculo, 1993.

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