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Una labor necesaria

Una labor necesaria

Granada en Danza. II Temporada. No pausa

Hay días que me propongo disfrutar sin mayor trascendencia y acudo a los espectáculos ligero de equipaje y con los sentidos vírgenes. Hay días que mi papel de crítico pasa a un segundo plano y me abandono en la propuesta, en aprehender más que analizar. Hay días que, a conciencia, me olvido el bolígrafo en la casa y la maleta abierta.

El viernes fue uno de estos días. Quise absorber las propuestas de Daniel Doña con la inocencia con la que se desnuda un niño, pues no tengo obligación de nada. El poso de la función quedaría en el archivo de mi memoria. Pero la profesión va por dentro y no me resisto a tomar nota mental de mis impresiones y a plasmarlas en este blog para dejar constancia.

Por eso, por la ausencia de propósito, no podré hacer una disección minuciosa, como acostumbro, sino dar una panorámica, una visión general de su latido.

No es la primera vez que veía a Daniel y sus propuestas dancísticas. La última de ellas en este mismo ciclo, acompañando a Teresa Nieto, el 6 de febrero. Pero es ahora cuando lo vemos de protagonista, de gobernador de su propia compañía (María Alonso, Cristina Gómez y Cristián Martín) y de coreógrafo avezado.

La danza española (como la escuela bolera) se ha convertido en un arte marginal dentro de las propuestas escénicas de nuestro país. Unas manifestaciones que otrora han gozado de una imprescindible presencia en nuestros escenarios, ahora se encuentran poco menos que ninguneadas (como el arte en general, como la cultura, pero más extremo si cabe); ausente de programación y de circuitos. Las señas de identidad de una España que se desmorona, precisamente son esas: el flamenco, la danza española, la copla y la escuela bolera. No sabemos que la expresión artística más completa que existe es la danza, el ballet, la compañía de un coreógrafo, de unos bailarines.

Impresiona en primer lugar —me conmueve sobremanera— la exactitud en los movimientos de los cuatro bailarines que desarrollan la obra; la verticalidad y elegancia de la que gozan; el sentido del equilibrio, tanto personal (aún más difícil en un escenario de tipo italiano, como es el del teatro Isabel la Católica, ligeramente volcado hacia el público), como de conjunto, en contraposición a la simetría, que a veces también impone su dominio; la concepción del espacio, donde la escena cobra vida y el vacío es un recuerdo.

Porque en No pausa (estreno absoluto) se impone el movimiento sin roce, la búsqueda continua de esa energía que permite avanzar sin descanso. Lo demás es belleza.

Desde la primera pieza, con música española en off, donde se muestra todo el cuadro de baile, sentimos esas sensaciones, reconocemos algo muy nuestro, de esa delicadeza que comienza en el dieciocho y termina en los últimos segundos, como pudimos comprobar en la deslumbrante creación contemporánea que expusieron Daniel Doña y Cristián Martín en el ecuador del espectáculo. Este último, sin embargo, no sedujo como se esperaba en los cantes de levante, que danzó con una de las bailarinas.

La guitarra de Francisco Vinuesa fue precisa, pero el cantaor, lamentablemente, hacía agua, lo que se evidenció sobre todo en la petenera. Más tarde, en cambio, pudo demostrar sus dotes (potencia de voz y dominio, sobre todo en los altos) en los cantes de labor.

Siguieron deslumbrando, ya individualmente, por parejas o por grupos, con castañuelas y platillos, en los abandolaos, en la zambra y zorongo, coreografiada por el estupendo bailaor Marco Flores, y con los verdiales, y su serie de instantáneas, que pusieron el punto final a una noche necesaria.

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