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Algunas cosas y demás verdades

Soneto corto

Soneto corto

En nuestra juventud, casi al final de nuestra larga adolescencia, fuimos a leer poemas a la Casa-Museo de Federico García Lorca en Fuente Vaqueros, el pueblo de su infancia. Tras el recibimiento, con un vaso de limonada, rebosante de hierbabuena, y la visita a los fondos allí expuestos, salimos al jardín, fatigado de verde y flor, donde un pozo blanco le confería identidad.

Bajo el busto broncíneo de Miguel Hernández, erigido en el centro del centro de su principal pared, cuajada de boje, con motivo de su homenaje, nos dedicamos al impar recitado.

Mi compañero anunció un soneto, ante el silencio admirado del público breve, y leyó once versos. Tras la lectura, las objeciones no cesaron. El soneto es una combinación métrica cerrada. Proveniente de Italia, se introdujo en España en el siglo XVI, convirtiéndose en faro y guía de todo poeta que se precie hasta la fecha.

Es inamovible. Como sabemos, consta de catorce versos generalmente endecasílabos de rima consonante, distribuidos en dos cuartetos seguidos de dos tercetos. (El planteamiento de un tema se hace en los cuartetos y la resolución y conclusión en los tercetos.) Los cuartetos tienen la misma rima (ABBA, ABBA). Los tercetos suelen ordenarse CDC, DCD, aunque se admiten otras combinaciones (por ejemplo CDE, CDE).

Aunque bastante infrecuente en la literatura castellana, también existe el llamado ‘sonetillo’, que no es más corto, sino de arte menor (versos de ocho o menos sílabas), empleado en los siglos XVII y XVIII, por ejemplo por Tomás de Iriarte, o posteriormente por los poetas modernistas. Manuel Machado lo empleó con meridiana fortuna.

Leo ahora, en un cuento de Thomas Hardy, Una mujer soñadora, perteneciente a Life’s Little Ironies (1912), en la descripción de un poeta a todas luces romántico que «perpetraba sonetos en verso libre, al estilo isabelino». Lo que me hace recordar la anécdota anteriormente anotada.

Buscando su definición, empero, no encaja con el “verso libre” al que se refiere Hardy, pues el ‘soneto inglés’, llamado también ‘soneto isabelino’ por haberse originado durante el reinado de Isabel I de Inglaterra, tiene la siguiente estructura: ABAB, CDCD, EFEF, GG, esto es, se compone de tres serventesios y un pareado.

Continuando mi búsqueda, sin embargo, el poeta Edmund Spenser (1552-1599) escribió sonetos en verso blanco, es decir, prescindiendo de la rima, aunque de métrica regular, denominado en los países anglófonos spenserian sonnet (‘soneto spenseriano’).

Algunos de los más importantes sonetistas en lengua inglesa, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, han utilizado este tipo de composición, por ejemplo John Milton, William Wordsworth o Dante Gabriel Rossetti, además del mismo Thomas Hardy.

Cuando el diablo tira la toalla

Cuando el diablo tira la toalla

A lo largo de los siglos se ha concebido el mundo como un ‘valle de lágrimas’ (me acojo a la conciencia judeocristiana, pero bien podía referirme a cualquier creencia, ciega en esencia). Desde que nacemos, caminamos irremediablemente hacia la muerte, sorteando mil y una adversidades, que convierten nuestra estadía en la tierra en un infierno pasajero, si no, en el verdaderamente eterno.

Que el hombre es un lobo para el hombre, ya lo sabemos; que el infierno, son los demás, ya nos lo contaron; que los verdaderos demonios están en este mundo, lo comprobamos fehacientemente cada vez que abrimos un periódico o atendemos a las noticias.

Somos, no nos engañemos, lo mejor y lo peor de este mundo. Decía Mae West: «Como buena, soy muy buena; como mala, soy mejor». Toda la historia está llena de atrocidades. Kark Kraus escribió: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres».

Porque, visto lo visto, es difícil concebir a un ser más maligno que los conocidos a lo largo de los tiempos o en nuestra historia inmediata (según Shakespeare, «El infierno está vacío, todos los demonio están aquí»). El infierno supera posiblemente a determinados lugares de la tierra, a determinados extremos, tan sólo por su carácter perenne. Lo bueno y lo malo de esta vida es finito, acaba con la muerte.

«Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas», escribió García Márquez, en El cataclismo de Damocles.

El diablo, nos contaron, tiene cuerno, patas y rabo de macho cabrío. Nos tienta en las encrucijadas para que hagamos el mal y le vendamos nuestras almas, a veces, a cambio de baratijas. El mal existe y su personalización es el demonio, exista o no exista, esté o no esté, sea o no sea. Ya nos encargaremos nosotros de buscarlo, de conferirle identidad.

Cioran, en Breviario de podredumbre, escribe: «Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?».

En El nombre de la rosa, Umberto Eco explica: «El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede».

«Hitler era lector voraz, cuenta Fernando Báez en El bibliocausto nazi, un bibliófilo preocupado por las ediciones antiguas, por Arthur Schopenhauer, y una devoción entera por Magie: Geschichte, Theorie, Praxis (1923) de Ernst Schertel, obra en la que todavía se puede encontrar subrayado de su puño y letra la frase: “Quien no lleva dentro de sí las semillas de lo demoníaco nunca dará nacimiento a un nuevo mundo”».

Comer camello

Comer camello

“Ave que vuela va a la cazuela”, cuenta un antiguo dicho español, que se me antoja próximo a Galicia, pues Cunqueiro reconocía el poco avance de su pueblo en el arte cisoria, porque primero comían y antes de interrogar la pieza, que es como el que dispara y después pregunta.

Hay civilizaciones que saborean bocados imposibles. No sólo nuestro paladar occidental reprueba que se coma carne de perro, como los coreanos, por ejemplo; insectos variados y crujientes, como en gran parte de los pueblos orientales; o serpientes de cascabel, como en Texas; sin hablar de los sesos crudos de mono u otra suerte próxima a la antropofagia; sino que algo tan cercano como la carne de caballo es una exquisitez en Francia.

Por nuestra parte, en España se comen caracoles, dieta aberrante para muchas naciones. Eso sin contar los callos, los higadillos, la asadura o la lengua…

El camello, por no hablar del hipopótamo o del cocodrilo, también enriquece el menú de fortuna en algunos rincones. Leo recientemente un cuento de Elías Canetti, Mis encuentros con camellos, del que entresaco esta conversación surgida entre las calles de Marrakech:

«—¿Es que se come aquí mucha carne de camello? —pregunté.
»—¡Muchísima!
»—¿Sabe bien?, nunca la he comido.
»—¿Jamás ha comido carne de camello? —Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió—: ¿Nunca ha comido carne de camello?
»Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se servía otra cosa que carne de camello».

En varios lugares de sus escritos (Cuentos, Nicéforas y el grifo, Estética del gusto), Joan Perucho hace referencia al ‘enigmático’ Tratado de carnes de don Faustino de la Peña (1832), en el que describe el sabor y características de varios elementos cárnicos, incluyendo la ‘carne blanca’, que es el pescado, o la ‘carne humana’, de la cual, su consumo, don Faustino no es partidario. En la entrada dedicada al camello bactriano [de la tierra de Bactra: nombre con el que los griegos designaban la región correspondiente a la zona septentrional del actual Afganistán y las partes meridionales de las actuales repúblicas centroasiáticas de Uzbekistán y Tayikistán, a partir del nombre del río Bactro], distinguiéndolo del camello pardial o jirafa [camelopardal, llamaban los antiguos a la jirafa, compuesto del griego kamelos (camello) y pardalis (pantera). Varron afirma que debe su denominación a su parecido con el camello por su figura y con la pantera por sus manchas] o del dromedario, el compilador nos dice: «Esta especie es muy conocida por su cuello largo y gran corcova, la cual se compone, como en todas las demás especies que la tienen, de una sustancia grasa y carnosa. Es, entre los animales domésticos, el más antiguo que conoce el sello de la esclavitud, aguantando el hambre y la sed ocho días [Plinio, en su Historia natural, les concede la mitad de esos días]. Se cría en Egipto. Su carne vieja y trabajada presta groseros jugos para alimento. La leche de las hembras es muy salitrosa, pero aguada es buena».

Herodoto de Halicarnaso, en su obra histórica propone la carne de camello como una comida habitual en determinadas partes de África. En el primero de sus nueve libros, por ejemplo, comenta: «La gente más rica y principal puede sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores».

A estas alturas, consulto El Corán, arbitro de prohibiciones y concesiones divinas. En la Sura XXII, La peregrinación de la Meca, versículo 37, dicta: «Hemos destinado los camellos para servir en los ritos de los sacrificios; halláis también en ellos otras ventajas. Pronunciad, pues, el nombre de Dios sobre los que vais a inmolar. Deben permanecer en pie sobre tres pies, atados por el cuarto. Cuando la víctima ha caído, comed de ella y dad al que se contenta con lo que se le da, así como al que pide. Nosotros os los hemos sometido, a fin de que estéis agradecidos».

¿Crees en Dios?

¿Crees en Dios?

Una pregunta que siempre nos ha perseguido, reluciendo en determinados momentos de nuestra vida, es sobre la existencia de Dios, o más bien sobre nuestra creencia personal sobre el Altísimo, el supremo Hacedor, un ser omnisciente y omnipotente, creador de todo lo habido y por haber.

Lo más fácil es decir sí o no, que se complica cuando hay que argumentar ontológicamente dicho monosílabo, que, en ese caso, variadas veces apoyamos en citas de autoridades.

Una pintada en muro anónimo rezaba: “Dios ha muerto”, firmado Nietzsche; en un lugar inmediato ponía “Nietzsche ha muerto”, firmado Dios. Cada uno, según su creencia, considere la frase más realista.

La existencia de Dios, al menos en nuestras mentes, es necesaria. Voltaire decía: «Si Dios no existiera habría que inventarlo». Es una tranquilidad, es un consuelo, no sólo la existencia de nuestro Padre, sino su programa político, sus promesas de cielo, de vida futura y de resurrección.

Hay mucho deísta, como hay mucho ateo y mucho agnóstico. Quien cree, ve a Dios en todas partes; quien reniega, no encuentra ningún razonamiento lógico sobre su realidad; quien duda, no lo advierte, pero podría reparar en él en cualquier momento.

Bertolt Brecht, en Historias de almanaque, escribe: «Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió: “Te aconsejo que medites si tu comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si permaneciese inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la cuestión: Efectivamente, necesitarías ese dios”».

Mario Benedetti reconocía con la conciencia de la tolerancia divina: «No sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda».

Borges sí creía en Dios, pero se lo cuestionaba en cada página, como demandaba sobre el tiempo, el destino, el infinito, la muerte…

Henry Miller, visceral donde los haya, pensaba: «Si Dios no es amor, no vale la pena que exista». En uno de sus libros, lamento no recordar en cuál, apunta una oración en la que se muestra creyente de “todo lo visible e invisible”: «Creo en Dios Padre, en Jesucristo, su único Hijo, en la Santísima Virgen María, en el Espíritu Santo, en Adán Cadmio, en el cromo níquel, los óxidos y mercurocromos, en las aves acuáticas y los berros, en accesos epilépticos, en la peste bubónica, en Devachán, en las conjun­ciones planetarias, en las huellas de los pollos y en el lanzamiento de bastones, en las revoluciones, en las bancarrotas, en las guerras, terremotos, ciclones, en Kali Yuga y en el hula hula. Creo, creo. Creo porque no creer es volverse como el plomo, yacer postrado y rígido, por siempre inerte, consumirse...».

En Oficio de tinieblas 5, Camilo José Cela, con un pesimismo extremo, afirma rotundamente que «dios jamás supo que tú creías en él».

Stendhal es radical cuando afirma: «La única excusa de Dios es que no existe». En Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Woody Allen lo expresa de esa forma tan cotidiana: «No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta a ver si consigues un electricista en un fin de semana!».

Alfonso Salazar, hace tiempo, parafraseó: «Dios ahoga, pero no existe»; y no sé de quien leí recientemente que «Dios existe, pero poco».

Quizá la razón sea esa: Dios está, pero no está (que es otra forma de estar) (“Dios es el único ser cuya esencia es su existencia”); es, pero no es (que es otra forma de ser, como el desamor forma parte del amor).

Termino con un diálogo extraído de la película estadounidense La isla, de Michael Bay (2005), en la que uno de los protagonistas cuestiona: «¿Qué es dios?»; a lo que le responden con otra pregunta: «¿Alguna vez has cerrado los ojos y has pedido algo que deseabas mucho?»; un silencio afirmativo, un sí explícito, responde a esa evidencia; el mismo interrogado argumenta tajantemente: «Dios es el que te ignora».

Zapatero a tus zapatos

Zapatero a tus zapatos

Según cuentan Plinio el Viejo y Valerio Máximo, Apeles, pintor de la corte de Filipo de Macedonia y de su hijo Alejandro Magno (s. IV), exponía sus cuadros públicamente en el foro para ser admirados.

Cierto día en que el pintor había sacado a la plaza el retrato de una persona principal que acababa de concluir, un zapatero que por allí pasaba, se fijó en el cuadro y apuntó un desperfecto en las sandalias de dicho personaje.

Apeles, consciente de la autoridad del zapatero, llevó la pintura a su casa y la devolvió a examen popular habiendo atendido las objeciones del remendón.

El zapatero volvió a observar la obra expuesta una vez corregida y, envanecido por su poder, se atrevió a opinar sobre otros detalles de la tabla.

El pintor entonces, entreviendo la ligereza del solador, le amonestó con dicha frase proverbial: ‘Zapatero a tus zapatos’.

Plinio el Viejo dice en su crónica que “el zapatero no debe juzgar más arriba de las sandalias”.

La ausencia de ombligo

La ausencia de ombligo

La existencia de ombligo es propia de animales placentarios. Todos los ombligos son redondos, escribía Álvaro de Laiglesia en los años setenta del pasado siglo. Aunque anulares, ningún ombligo es igual a otro. Si no se hubiera centrado la ciencia en la yema de los dedos, habría centrado sus esfuerzos para identificar a una persona en el centro y centro del vientre, aunque sugerente, sería harto más complicado.

El ombligo es el botón de nuestra sexualidad. Existen dos rayas en nuestro cuerpo irresistibles: la una que pasa por los muslos, una cuarta por encima de la rodilla; y la otra que recorre el abdomen recogiendo en su medio el ombligo. (Hay quien carece de ombligo, pero por cirugía o controversias al nacer, aunque la marca siempre queda.)

Las sirenas no tienen ombligo, denuncian frecuentemente naturalistas y mitógrafos. Al ser paridas demediadas en pez, como sus congéneres, carecen de cordón umbilical y por ende de venter ipsum, es decir, de ombligo, que no es más que la marca o cicatriz que deja dicho apéndice al ser retirado.

El modo de formarse esta cicatriz dio lugar en otros tiempos a tremendas controversias para saber si era racional representar con ombligo a Adán y Eva, puesto que nacieron del barro y la costilla respectivamente y no a través del parto.

Joyce lo dice claramente en el primer capítulo del Ulises (1922): “Heva, Eva desnu­da. Ella no tenía ombligo. Mirad. Vientre sin mácula, bien abombado, broquel de tensa vitela, no, grano blanquiamon­tonado naciente e inmortal, que existe desde siempre y por siempre. Entrañas de pecado”.

En 1642, sir Thomas Browne escribe en Religio medid: El hombre sin ombligo perdura en mí (The man without a Navel yet lives in me), para significar, nos aclara Borges, en Otras inquisiciones (1952), que fue concebido en pecado, por descender de Adán.

* Vientre de la modelo checa Karolina Kurkova carente de ombligo.

El autor y su obra

El autor y su obra

La intuición la tuve hace tiempo. ¿Cuál es el momento sublime en que un artista confiere a su obra, ya sea el lienzo, la piedra, el escenario o el papel y la pluma, el marchamo de obra de arte? ¿No es el arte en sí un solo cosmos y el artista su brazo ejecutor? ¿Existe una obra de arte genérica y todas las demás son interpretaciones o participaciones de ese todo, entroncando directamente con las enseñanzas platónicas?

Cuando se comete una supuesta injusticia sobre alguien y, actualmente, el grito manifiesto de los que hacen causa moral, es clamar que todos somos ese alguien que ha sufrido tal abominable atentado. Es una idea. Es un deseo empático con el sufrimiento de la víctima. Un Fuenteovejuna contra la opresión.

No sé quien escribió, quizá Bioy Casares, que cuando un hombre copula son todos los hombres que están copulando. Al igual que cuando dos hombres rezan, Dios está en medio de ellos. O, cuando uno muere, todo ha muerto.

Whitman escribió tan sólo una obra en su vida, Hojas de hierba. Un poemario que alimentaba sin césar. El Canto a mí mismo que compuso un día y no le abandonó hasta la noche. Más cercano es el poeta Juan de Loxa, cuando emprende el libreto de coplas flamencas …Y lo que quea por cantar, en el que manifiesta (en su prólogo de 1981): “a medida que vayan saliendo otras coplas, se irán añadiendo a sucesivas ediciones, si las hubiere, siempre bajo el mismo título”.

Más de un escritor ha reconocido que en el Quijote está todo, que, después de la obra de Cervantes, no se ha escrito nada nuevo. Yo diría incluso, remedando a algunos pensadores contemporáneos, que todo lo que se ha escrito tras el Quijote es continuación de este, o está de alguna manera endeudado con el Libro de los libros.

Borges nos recuerda en Otras Inquisiciones (1952) que Paul Valéry, hacia 1938, escribió: “La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esta historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”. Emerson, continua el argentino, en 1844, en el pueblo de Concord, anotó: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente”. “Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe” (A Defense of Poetry, 1821).

* Portada de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de 1605.

El necesario olvido

El necesario olvido

Borges, en Otras inquisiciones, afirma que “sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido”. Por mi parte, estoy para que me metan en el cajón de los objetos perdidos.

El olvido es una táctica —involuntaria tal vez— de supervivencia. Estudiaba yo, en mis primeros cursos de filosofía, que existen tres clases de olvido: por interferencia, por desuso y por voluntad.

La cabeza es un rimero de recuerdos. Los datos se acumulan. Unas vivencias van enterrando a otras si no las refrescamos. La nueva luz oculta la luz anterior. (A veces aparecen sin pensar.)

Pero cuando deseamos olvidar… ¡Qué infierno se vuelve cuando un mal sueño regresa continuamente como el oleaje espumado en la orilla caliente!

El recuerdo puede dormir en nuestro interior, por voluntad, como decimos, o por negación. Cerramos los ojos a nuestro pasado, a nuestro dolor, a veces en contra nuestra. El psicoanálisis lo rescata e intenta que nos enfrentemos a él. Somos víctimas de nuestro pasado.

Cuando el olvido es involuntario, se convierte en una limitación. Hay gente propensa a olvidar —la memoria de pez, comúnmente llamada—, como hay quien memoriza todo. Ireneo —nos recuerda Borges, en Ficciones empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez.

Truman Capote, nos confiesa (A sangre fría, 1966), era capaz de recordar hasta un 94 por ciento de lo que había escuchado o había leído.

Luis Cernuda, en cambio, decía que sólo recordaba olvidos. Afirmación que podría hacer yo mismo. Y, cuando se recuerda —o se olvida— con cierto cariño, damos paso a la nostalgia, que para Luis Alberto de Cuenca no es otra cosa que “el dolor muy maquillado”; y, para Tolstoy, “es el deseo de los deseos”.

De nuevo nos refiere Borges (Otras inquisiciones), que Swift había dicho a Young (el de los Night Thoughts), en 1717: “Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa”.

Dios no juega a los dados

Dios no juega a los dados

Hace tiempo, a punto de saltar de la adolescencia a otra edad que aún no soy consciente de haber alcanzado, concebí la necesaria pluralidad divina o, dicho de otra forma, quise dar en mi magín un espaldarazo a las religiones politeístas, pues pensaba que si dios es dios, es uno y es muchos a la vez (no sólo uno y trino). Dios es todo y es nada; es omnisciente y omnipotente y todo lo contrario, es uno y es muchos, como digo, si no, no sería Dios.

Dios tiene muchas caras. Es el único ser cuya esencia es su existencia. Hesiodo lo califica como el ‘acumulador de nubes’. Nunca juega a los dados, como diría Einstein, nada en él es fortuito. (Aunque quien no juega a los dados es el demonio.) “Un Dios no escribe novelas”, afirmará por su parte Ernesto Sabato en Abaddón el exterminador (difícil autobiografía de 1974).

Dios no escribe ficción, o sea. Nunca descansa y cuenta sus pasos. En las noches de luna llena canta sus hazañas para sí como individuo y como pluralidad. Pero, en la mesa de camilla, no quiere estar solo. Homero, en el capítulo octavo de la Odisea, llega a decir: “Los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar”.

Recuerdo un breve cuento de Khalil Gibrá, llamado Sobre las gradas del templo (El loco, 1918), que dice así: “Ayer tarde, en las gradas del templo vi a una mujer sentada entre dos hombres. Una de sus mejillas estaba pálida, y la otra, sonrojada”.

En una reconstrucción de este cuento, podríamos cambiar a la ‘mujer’ por ‘Dios’. Quedaría como: “Dios sentado entre dos hombres…”, o, para mayor abundamiento, “entre un hombre y sí mismo…”. Es decir, entre las contradicciones del día a día, marcando sus diferencias. Una de cal y otra de tierra inculta.

La soledad del creador es peligrosa. La soledad es adictiva y produce compulsivas obsesiones. Se dice que “cuando el diablo está aburrido mata moscas con el rabo”. Emil Cioran escribe en el Breviario de los vencidos (1993): “Dios, como no tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y enojo, deja yermos los jardines del hombre”.

Mujica Lainez, en El Escarabajo (1982), escribe: “En mi modesta opinión, cuantos más dioses se reconozcan y adopten, mejor andará el mundo, tan necesitado de especialistas sobrenaturales que se ocupen de la multiplicidad de sus problemas”; aunque Saramago, volviendo a la idea de la existencia, hace un planteamiento ateísta en El factor Dios (2001): “Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado”.

Todo es fe, desde luego. Fe, esperanza y, por qué no, caridad consigo mismo, que no es nada más que miedo al punto final de nuestras vidas, enamoradas o no, pero polvo al fin y al cabo.

En caso de duda sin embargo, recurramos nuevamente a Abaddón el exterminador, de Ernesto Sabato, cuando exclama que “Dios tiene teléfono! 80-3001. Llamar en caso de urgencia”.

* Giulio Romano, The Gods of Olympus.

Vidas acotadas

Vidas acotadas

Este blog, volandovengo llamado, se difumina cada vez más en el cosmos del ciberespacio. La información nos satura, las propuestas se solapan. ¡Lo que no esta en la red no existe! No podemos abarcar ni en siete vidas el bombardeo en constante crecimiento en las redes sociales, los blogs o las páginas web que llaman a nuestra puerta internáutica.

Cuatro me leen (por decir un número) por, como refiero, al ruido informático, al interés de otras direcciones, a la necesidad de que nos vean, más que ver nosotros, al descuido de mi cuaderno (mea culpa) en beneficio de promocionar mi novela de papel.

Quiero, sin embargo, romper este monográfico silencio con un tema que siempre me ha rondado por la cabeza y nunca le he puesto nombre. Es la idea de la vida acotada, que podría entroncar muy bien con el jardín borgiano de caminos que se bifurcan o con, quedándonos el punto abstraído, el yo soy yo y mis circunstancias, que preconizaba Ortega.

Quiero decir que somos lo que somos, lo que nos ha tocado (por nacimiento, por entorno, por desarrollo vital…) y por lo que hemos ido eligiendo (por simpatía o interés, más o menos puntuales; pero también por los trenes que hemos cogido o los que hemos perdido o hemos dejado pasar…).

Siempre hay asignaturas que ni nos van ni nos vienen, pero hay otras pendientes, las que nos hubiera gustado asir con todas nuestras fuerzas y complementar así nuestro conocimiento, habilidad, ocio-negocio o amor. Nuestra vida está acotada por deseo, pero también, sobre todo, por impotencia.

Quiero poner un ejemplo. Si pudiera, si me hubiera preocupado, si las cosas hubieran venido de otra forma, me gustaría saber de pájaros o de cine; aunque de ninguna manera, por más facilidades que hubiera tenido, quisiera entender de fútbol o de televisión.

Veo a gente alrededor y quisiera ser como ella. No, mejor, pienso si estuviera en las circunstancias de esa mujer, de ese músico, de ese niño prodigio, de ese anciano longevo, de ese pobre moribundo, de ese feliz bohemio… Y pienso que somos muchos, que la vida es corta o es larga según el día, que el mundo es muy grande, y el universo más todavía, que no somos nadie, que no somos nada, que lo único seguro, aparte de la muerte, es nuestra vida acotada.

La aventura

La aventura

Se me antoja en estos momentos una reflexión y una actitud. La actitud pasa por mirar al frente, no volver la vista. Para atrás, como últimamente se comenta demasiado, ni para tomar impulso. La actitud es saltar al vacío (no tiene que ser de cabeza o ‘a púa’, como dicen en Almería), simplemente saltar sin atender a la caída, sin saber a ciencia cierta si hay una red o un estanque que muellemente amortigüe la llegada.

La reflexión radica tan sólo en la cortedad de la vida para avanzar por un camino finito, que se acaba con la muerte; es crecer hacia una meta, hacia un norte, que no es un punto, sino una dirección, y no adocenarnos con los brazos caídos y la mente plana. Más bien elegir sabiamente, o hacer sabia nuestra decisión en el eterno sendero borgiano. No hacer lo que queramos, sino querer lo que hacemos.

Chesterton decía que la aventura puede ser loca, el aventurero no. Años más tarde, parafraseando locamente esta idea, llegue a escribir que el piano puede ser de cola, el pianista no.

Poéticamente, y extendiendo idealmente esta supuesta postura, Shakespeare diría en La violación de Lucrecia: “No es un cazador aquel que tiende su arco / para herir fuera de estación a una pobre gama”.

El finito infinito o viceversa

El finito infinito o viceversa

Imaginemos un cuaderno en el que hemos anotado en su primera página la palabra ‘infinito’ e incluso en su portada esas mismas letras. Tendríamos un cuaderno infinito. Pero, ¿y si pasamos las hojas? El papel está en blanco, a no ser que rellenemos todos los espacios con ‘infinito’. Así, puede que esa libreta fuera infinita hasta que se acabara. Ergo tendría fin. Podíamos entonces numerar sus páginas. En la primera, nada vez abrir el cuaderno, pondríamos el número uno (1). En la siguiente, detrás de esta primera, que quedaría a la izquierda, apuntaríamos un dos (2). Su paralela, a la derecha, la tildaríamos con el tres (3). Y en su reverso pondríamos el cuatro (4) o unos discretos puntos suspensivos (…), para, en la última página, colocar debajo, en pequeñito, como en el resto del cuaderno, el número ‘ene’ (n), un número indeterminado, que nos da nuevamente la idea de infinitud.

El mundo, es más, el universo termina donde acaba nuestra capacidad para imaginar su extensión. El infinito, la eternidad, se encuentran en nuestra mente. Cuando morimos, se ha acabado la vida, pero la vida sigue.

Escribí un poema un día (mediocre, como suelen ser mis poemas) de un soldado en plena campaña, sufriendo penalidades y cometiendo atrocidades, rogando para que acabará pronto la contienda. De pronto, una ráfaga le abre el pecho y le siega la vida. En ese momento, para él, la guerra ha terminado.

Borges, siguiendo una idea de Aristóteles o de Plínio o no sé exactamente, decía que los animales son inmortales puesto que no tienen noción de la muerte.

Igualmente, cuándo somos niños, adolescentes, jóvenes, somos temerarios pues creemos en una relativa eternidad. Vemos el fin tan lejano que podemos jugar en la cuerda floja, en el filo de la navaja. Es la ruleta rusa que, a medida que crecemos, aloja más balas en su cargador.

La eternidad es relativa. Nicolás de Cusa decía que toda recta era el arco de un círculo infinito. El mundo comienza cuando venimos a él. Hay quien piensa que no hay pasado, que no existe tampoco el futuro. Simplemente el hoy es real, lo que estamos viviendo que, cada segundo que pasa, deja de existir. Zenón de Elea afirmaba que el espacio y el tiempo eran técnicamente imposibles, y lo demostraba con la paradoja de Aquiles y la tortuga. Pensemos, para que pase media hora tiene que pasar la mitad, o sea, un cuarto, y, para que pase este cuarto, es necesario antes haber vivido la mitad, y antes la mitad de ésta. Así, hasta infinitas mitades, lo cual es imposible.

Somos finitos como Dios. Dios existe desde que creemos en él y muere con nosotros. Aunque ha sido desde siempre, y siempre será. Vive en otras personas. Pero al igual que Borges y que Plínio y que Zenón y todos los que se han ido.

Uno de los deseos de la humanidad ha sido tener vida eterna. La Fuente de la Eterna Juventud mana en diferentes lugares, hasta en el infierno. Comúnmente aceptada es que se encuentra en la Florida, junto al río Macaco, pero nadie ha dado con ella. Seguirá siendo un mito, como la piedra filosofal, como el holandés errante, como las minas del rey Salomón… Pero no perdamos las esperanzas que, en cambio, éstas sí son eternas.

Relativity, M.C. Escher.

Huella dadaísta

Huella dadaísta

Guillermo era dadaísta, como yo en aquellos tiempos. Barajamos todas las corrientes de principios de siglo, cuando nos metimos de lleno en su estudio, y optamos por este absurdo revolucionario. La idea de ser irracionales era más una intención que una realidad. Escribimos manifiestos, alguno de ellos en papel rosa, pero me temo que sus anunciados se acercaban más a las filas de Breton que a las de Tzara. Por mucho que nos empeñásemos, nuestras creaciones gozaban más de un espíritu surrealista que dadá, y si analizamos, era el existencialismo (Kafka, Sastre, Camus, Unamuno).

Quisimos ponerle nombre a nuestro grupo, de exclusivamente dos personas. Para ello, escribimos cientos de posibles títulos en papeles recortados que quisimos tirar al aire y que, una nínfula (Nabokov) escogida al azar, atrapara alguno de ellos antes de caer al suelo. Así nos llamaríamos, como dictara el azahar. Nunca, sin embargo, llevamos a cabo esta acción que en cierta manera nos hermanaba con el movimiento padre, creado en Francia, a partir de escoger una palabra cualquiera en el diccionario. Salió dadá, como digo, que no es más que el balbuceo de un niño que aún no articula palabras (un bebé francés, se entiende).

Puede que mis extremos superaran la mente ordenada de Guillermo, pero de vez en vez aportaba alguna genialidad, como cuando me sorprendió con un cuaderno que lo principiaba un pequeño poema en su carátula y las tantas páginas que lo conformaban estaban repletas de posibles títulos que podían encabezar esa composición.

Era un mundo interno y privado que hacía las delicias de nuestros recreos y momentos de asueto, mientras paseábamos por las calles sacándole punta a todo lo que se nos cruzaba por el camino.

En una tienda, de esas de barrio en que se vende prácticamente de todo (antes de que estuvieran de moda los ‘todo a cien’), vimos en el escaparate un libro. Por más que indagamos a través del vidrio, el establecimiento no poseía más volúmenes para vender que ese ejemplar de la vida de Víctor Jara, recuerdo, llamado Un canto truncado, escrito por su viuda Joan Jara. Pensábamos que, al entrar en la tienda para adquirir la biografía, no había que especificar nada, simplemente decir: ¿me da el libro?, puesto que sólo vendía ese ejemplar de esa rareza.

La ocurrencia nos duró un tiempo, como expresión hilarante. Hasta que, sin saber cómo, se disolvió nuestra ‘sociedad’ de ideas vanguardistas. Cada uno por su lado seguiría metiéndole los dedos a la palabra.

* Marcel Duchamp, Mona Lisa con bigotes, 1919

El proceso de una idea

El proceso de una idea

Aún recuerdo cuando el profesor de lengua del último curso, esforzándose para encontrar frases dificultosas para analizar, nos sorprendió con una cita de El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite, que yo ya había leído entre mis autores seleccionados de posguerra.

El texto se las veía entre sujetos, complementos y demás significantes, pero también con su significado. “Me quedo callada, qué difícil es contar todo esto sin hablar del prodigio principal, de que ella, después de muerta, sigue volando conmigo de la mano, es un poco espeluznante”.

Las palabras de Martín Gaite, que ahora casi recuerdo (aunque copio exactas del mismo libro), dormían en mi memoria como una concesión fantástica a la novela hiperrealista de aquella época, que, en cierta manera, entroncaba en mi imaginario privado con el realismo mágico de la novela sudamericana que en esos días me estaba desbordando.

Al tiempo, ya en este siglo, con la gran narradora acumulando polvo entre los autores de juventud, escribí un cuento breve, que quise incluir en la compilación En un pozo chico publicado en digital por la editorial TransBooks en 2013.

El relato se titula Lo que nos preocupa, y dice así: “No nos preocupa que el abuelo Francisco, con el tiempo, haya decidido salir todas las tardes en contra de sus hábitos. No nos preocupa que se tome una copa de aguardiente en un café del centro mientras compone poemas como un jovenzuelo. No nos preocupa que una vez por semana, el día del espectador, se asome a la pantalla de un cine tras guardar una cola indecorosa. Lo que nos preocupa es que el abuelo Francisco es abstemio y lleva dos años enterrado”.

Hoy leo, en El Crach-Up, de Francis Scott Fitzgerald, el siguiente texto, publicado en 1940 por su editor, poco después de su desaparición: “De vuelta a la sala de estar, reanudó su paseo; estaba paseando inconscientemente con su padre, el juez, muerto hacía ya treinta años; estaba paseando arriba y abajo por la habitación a su padre muerto”.

Entre el blanco y el negro

Entre el blanco y el negro

Aristóteles decía que en el término medio se encuentra la virtud. La ausencia de color o la suma de todos los colores es el blanco y el negro. La luz y la oscuridad respectivamente. La muerte. Pero, en algunos mundos, el luto se representa con el blanco (en África u Oriente, China, Japón e India) y, en otros, con el negro (en Occidente). Como luna y sol, varón y hembra indistintamente, según qué sociedad. (Antaño en Europa la muerte y el luto también se asociaba con el blanco.)

El blanco destaca el contorno y hace resaltar los otros colores. Simboliza la pureza de corazón, la honestidad, la inocencia y la sinceridad. Las novias, en el mundo occidental, van de blanco (por qué los novios van de negro no lo sabemos), igual que quienes reciben el bautismo y la primera comunión.

Los romanos atesoraban piedras blancas en los días fastos, que, en contra de los nefastos, eran días dichosos y alegres.

En muchas culturas el blanco simboliza lo absoluto. Es el color más asociado con todo lo sagrado; los animales para el sacrificio solían ser blancos. Para los indios americanos representaba el espíritu. Adoraban un bisonte blanco y respetaban un caballo también níveo. Como se respetaba a Moby Dick, la ballena blanca (un cachalote de nueve metros, como la serpiente Kaa, de El libro de las tierras vírgenes, de Kipling, una boa de nueve metros). Los druidas celtas llevan túnicas blancas. En la Iglesia católica rige el blanco para sus celebraciones.

Los budistas lo relacionan con la flor de loto, símbolo de la luz y la pureza, y con el conocimiento o “iluminación”. En el sufismo representa la sabiduría. También se cree que los espíritus y los fantasmas son blancos, ya que es un color que no oculta nada.

El blanco también significa limpieza y sanidad, como vemos en los hospitales que, continuando la tradición árabe, son casas asépticas de salud e higiene públicas.

Una bandera blanca señala la paz. El uso de la bandera blanca como símbolo de rendición se remonta al primer siglo de nuestra era en la antigua China. Su empleo se consagró en la Convención de Ginebra. Su uso fraudulento es considerado un crimen de guerra. Sin embargo, en Gran Bretaña —y el antiguo Imperio Británico—, una pluma blanca simboliza cobardía, pues los gallos de pelea con plumas blancas en la cola eran malos luchadores.

La azucena y el lirio, consideradas flores de la Virgen, son símbolos de pureza. El arcángel Gabriel suele aparecer llevando una azucena en el momento de anunciarle a María que va a dar a luz al hijo de Dios. En la religión cristiana, el blanco se asocia con el sacerdocio. La Casa Blanca irradia justicia.

Por el contrario, el negro simboliza el mal (los poderes ‘oscuros’, la ‘magia negra’) y la clandestinidad. También representa el averno, con sus asociaciones de pena, desgracia y muerte. Como decimos, en el mundo occidental, el negro es el color de la muerte, del luto y de las tinieblas.

La reina Victoria de Inglaterra vistió de negro durante los cuarenta años de su viudez. Implantó la moda de la joyería de azabache, una piedra semipreciosa de color negro, como complemento del luto, pensando que ponerse joyas de colores brillantes sería una falta de respeto.

En el hinduismo, Kali, la terrible diosa hindú de la destrucción es negra. En China, el negro representa el norte y el invierno.

En astrología el negro representa a Saturno, que debe su nombre al dios romano (Crono, en griego), asociado con el tiempo, la vejez y la muerte; como durante siglos en Europa lo personificó el cuervo.

Pero, por otra parte, el negro representa la elegancia, la parquedad y la moralidad (en algunas órdenes religiosas, las sotanas de curas y monjas son de color negro).

Entre blanco y negro está el gris, con sus cientos de matices. Encarna el equilibrio entre estos dos colores, entre estos dos extremos. Por eso es el color de la mediación. En el cristianismo, el color gris representa la inmortalidad del alma. Aunque en general se asocia con la melancolía y la depresión. Las cosas que no se pueden determinar se consideran grises. El gris es símbolo de la penumbra, del anonimato y de la incertidumbre. El gris, me temo, no tiene fuerza propia, sino que resalta los colores con los que combina.

Las razones del viajero

Las razones del viajero

Recuerdo que, en El turista accidental, Anne Tyler daba unas recomendaciones para salir de viaje (más conseguidas en la película que en el libro). Entre estas, se encontraba el consejo de sacar un libro de grandes dimensiones al acomodarse en el avión, por ejemplo, para evitar que el compañero de asiento intentara mantener una conversación.

Hay sin embargo quien pretende descubrir en el mismo viajero, en los mismos argonautas que con él comparten la aventura, el primer descubrimiento de su odisea. A veces el roce, aunque sea fugaz, nos sorprende.

Quiero referirme al viajero solitario y no al turista o visitante que, en grupo organizado con un plan previsto de antemano, se embarca hacia tierras más o menos desconocidas.

El viajero es un descubridor. Es un bohemio horaciano. El viajero es el que compra sólo billete de ida, el que no sabe si regresará ni adónde le guiarán sus pasos. Suele viajar ligero de equipaje, aunque tampoco —por libre ideal— deja mucho en su lugar de origen.

“En realidad, el viajero no debe tener meta alguna. En ese caso, será el viajero perfecto” dirá Gao Xingjian, en La Montaña del Alma.

Cavafis deja claro en su poema Ítaca, basado en la aventura de Ulises, que lo importante no es el regreso, no es la isla que se anhela, sino los hitos de la travesía. Aunque sin meta, advertirá, no existe la ruta (Sin ella no habrías emprendido el camino).

Por su parte, Julio Ramón Ribeyro, en un cuento Doblaje, nos contradice: “Partir es una gran cosa, pero lo maravilloso es regresar”.

Para Ryszard Kapuscinski el viaje es permanente y en Viajes con Herodoto nos asegura: “Al fin y al cabo, el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino”.

Algunos están en contra de la movilidad. Apartarse de la casa, de la urbe o de la seguridad del paisaje conocido es poco menos que innecesario, si no abominable. Hubo escritores de aventuras y exotismos que nunca abandonaron las paredes de su casa. Uno de los personajes de la deliciosa novela rompecabezas de Agustín Fernández Mayo Nocilla Dream, así lo entiende: “Ernesto nunca quiso hacer ese viaje. Ella se empeñó. En primer lugar no quería porque consideraba que viajar es un atraso desde que ya todo está descubierto, y que no tiene sentido andar por ahí emulando a los exploradores del 19. En segundo lugar porque Internet, la literatura, el cine y la televisión es la forma contemporánea del viaje, más evolucionada que el viaje físico, reservado éste para mentes simples que si no tocan la materia con sus manos son incapaces de sentir cosa alguna”.

Quiero acabar con un poema de mi paisano, Luis García Montero, que abre el libro Habitaciones separadas, de quien he tomado prestado el título de este post, que viene a decir lo que digo:

Las razones del viajero

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

* Autorretrato, Eduardo Úrculo, 1993.

En el laberinto

En el laberinto

Siempre me han atraído los laberintos, esos pasillos, que pueden ser eternos, en los que su entrada está clara, pero su regreso es incierto. Puede ser un símil de la vida, o de la mente, del pensamiento de algunas personas que ni creen en las ciencias exactas, en el pensamiento lógico, en el camino recto.

El objeto del laberinto es perderse, no encontrar la salida, como en el regreso a Ítaca, dilucidado por Cavafis, lo importante es el camino, la odisea, no el arribo a las playas bondadosas donde un sabio porquero nos guíe a los brazos de Penélope.

En los jardines románticos del Renacimiento, se componían intrincadas calles de setos y arbustos, de confusión e intimidad, para favorecer la intriga de amor que quizá un billete pícaro ha despertado.

Dédalo construyó un laberinto en Creta para encerrar al Minotauro y ofrecerle presas humanas sin temor a que todo lo asolase, hasta que un héroe de la península le dio muerte y encontró la salida gracias al hilo de Ariadna.

En este mismo laberinto quedó encerrado su constructor, por satisfacer los deseos de su reina a espaldas del rey Minos. Ícaro, el hijo de Dédalo, penó con él hasta que encontró la liberación en forma de plumas y cera. La libertad acercó su vuelo al sol, que derritió sus alas. Donde cayó surgió una isla que los tiempos conocen como Icaria, al sur de Turquía.

Para Borges el laberinto (o dédalo, en honor al mito) es muy recurrente como idea del tiempo que nos marca, del infinito inabarcable, de los sueños incontrolados, del libre albedrío en el jardín donde los caminos no hacen más que bifurcarse.

La esencia del laberinto, sin embargo, reside en tu propio interior. Los primeros que imaginaron el concepto de laberinto fueron los antiguos mesopotámicos, a través de las tripas de los animales o de los intestinos a los seres humanos, que solían arrancarles para predecir el futuro. Después aparecerá en el arte egipcio, hindú, celta y de los pueblos del Mediterráneo.

Así la forma del laberinto remite a las entrañas, que, a su vez, se corresponden con el laberinto exterior. En El libro ilustrado de signos y símbolos se dice que “algunos laberintos poseen un claro sendero que conduce hacia el centro donde está la verdad: otros resultan más complicados y enigmáticos, pues el camino se divide constantemente. Este tipo de laberintos suele aparecer en sueños y representa la indecisión. Más difícil que entrar, resulta salir, por lo que sólo los sabios pueden encontrar el camino para atravesarlo”.

También tienen un componente místico. Los laberintos representaban el viaje de la oscuridad a la luz o la sabiduría secreta descubierta tras la superación de una prueba, atrapaban a los malos espíritus

Carl Gustav Jung, en El hombre y sus símbolos, dice que “en todas las culturas, el laberinto tiene el significado de una representación intrincada y confusa del mundo de la consciencia matriarcal; sólo pueden atravesarlo quienes están dispuestos a una iniciación especial en el misterioso mundo del inconsciente colectivo”.

En El Lenguaje sagrado de los símbolos, Jesús Callejo explica: “El laberinto clásico suele tener tres o siete círculos, en todo caso un número impar. Es más que probable que ciertos templos iniciáticos se construyeran de este modo por razones que sólo conocían los sumos sacerdotes, pero que sin duda tendría que ver con la búsqueda espiritual, con la muerte y el renacimiento, sorteado el adepto o neófito diferentes pruebas en el camino. El más conocido es el que está situado en el suelo de la catedral de Chartres, en París, un circuito de once vueltas que conduce siempre hacia el centro. Hasta se creía que habían sido diseñados para que los demonios entrasen en él, se perdiesen en sus vericuetos y nunca más pudieran salir”.

Según Waldemar Fenn, “ciertas representaciones de laberintos circulares o elípticos, de grabados prehistóricos, como los de Peña de Mogor, en Pontevedra, han sido interpretadas como diagramas del cielo, es decir, como imágenes del movimiento de los astros”.

* Baccio Baldini, Teseo y Ariadna al lado del laberinto de Creta, 1460-1470.

El diablo en este mundo

El diablo en este mundo

Repito por enésima vez que para Torrente Ballester el infierno somos nosotros mismos y, para Sartre son los demás (según Sabato, en Abaddón el exterminador, "la mirada de los otros"). Sea de una forma u otra, el diablo se encuentra en este mundo y habita entre nosotros, si es que creemos en él, si es que existe. Aunque si el mal se halla, su manifestación es el maligno.

Puede ser real o intangible, pero, al igual que vemos la obra de un dios figurado en las cosas bellas, también podemos distinguir la mano del diablo en las manifestaciones aviesas.

Fernando Báez, en El bibliocausto nazi (2002), nos explica que “Hitler era lector voraz, un bibliófilo preocupado por las ediciones antiguas, por Arthur Schopenhauer, y una devoción entera por Magie: Geschichte, Theorie, Praxis (1923) de Ernst Schertel, obra en la que todavía se puede encontrar subrayado de su puño y letra la frase: Quien no lleva dentro de sí las semillas de lo demoníaco nunca dará nacimiento a un nuevo mundo”.

¿Será el diablo una creación del hombre como cantaba Jethro Tull en Aqualung?, aunque ya lo apuntaba Fiodor Dostoyevski, en una supuesta conversación entre uno de los protagonistas de Los hermanos Karamazov (1880) con el ángel caído: “Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza”; a lo que el demonio le responde: “¿Como a Dios?”.

“El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede”, poetiza Umberto Eco en El nombre de la rosa.

El diablo somos nosotros, como nosotros somos los dioses. “Es arduo discernir, en este feo planeta, escribe Mujica Láinez en El Laberinto, dónde asoma el ala el ángel y dónde vibra del diablo la cola”. “El infierno está vacío, todos los demonio están aquí” nos gritaba Shakespeare a la sazón.

Para Kark Kraus “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”. Antonio Machado, en Juan de Mairena, piensa que siempre podría ser peor “Que nuestro mundo no es el peor de los mundos posibles, lo demuestra también el que apenas si hay cosa que no pensemos como esencialmente empeorable”.

Algunos filósofos griegos opinaban que cada hombre tenía un demonio familiar, un demonio particular, que representada su individualidad moral, y por tanto se admitía que los locos, los histéricos, los furiosos estaban poseídos por espíritus malignos que los agitaban, espíritus completamente diferentes a los que guiaban a los hombres como Sócrates, Platón o Pitágoras. Los locos eran así llamados energúmenos, o sea, endemoniados. Lo mismo ocurrió en Roma, donde estas desviaciones fueron consideradas como enfermedades sagradas.

En El diablo es España, Flores Arroyuelo explica que “el nombre ‘manía’ dado por los griegos a los locos y furiosos derivaba de la raíz ‘man’, ‘men’ que significaba ‘alma de muerto’ y que en la lengua latina reaparece con la forma de ‘manes’, y es que para los latinos los locos estaban poseídos por la diosa Manía, madre de los lares y de los manes”.

El infierno está en este mundo. En El cataclismo de Damocles (1986), García Márquez cuenta que “un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas”.

Otra vez la crítica

Otra vez la crítica

Alguien, en el teatro, en la localidad inmediata a mi izquierda, me espetó que tan sólo la palabra crítico tiene una connotación negativa. Pensé unos segundos y le di la razón, argumentando que mejor llamarnos cronistas, articulistas, narradores. Y me dispuse a seguir viendo la obra que ya empezaba.

Analizando no obstante el pequeño diálogo pensé —pienso— que no hay que temerle a una palabra, que identifica con exactitud su significado, con otros sucedáneos, difíciles sinónimos o alegorías popularmente más amables.

Henry Miller, en Trópico de cáncer, venía a decir que hay que llamar a las cosas por su nombre, que “el estiércol es estiércol y los ángeles son ángeles”. El Diccionario de la Real Academia define la crítica como “examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc.”, y en esas estamos.

Un mero observador sólo podría trasladar, lo más fidedignamente posible, lo que está viendo, para que los demás se hagan una idea exacta de lo mismo. Sería como un historiador objetivo que da testimonio de lo que, aunque desde su perspectiva, contempla sin hacer ningún juicio de valor. Su carisma estribaría en su neutralidad y en el sentido fotográfico de sus precisiones.

El crítico, en cambio (por mucho que nos duela la palabra) da un veredicto; evalúa y valora la obra en sí intentando, por una parte, influir en el lector, y por otra, establecer una escala de efectividad, en gran parte acreditada por sus conocimientos, por su claridad y por su experiencia. La obra se cotiza así por comparación del resto de productos que con ella se asemejan. Viendo la proyección del arte concreto a través de los años, apreciando su estado actual y previendo su futuro inmediato, su trayectoria, una función, un recital o un cuadro, se sitúan por sí mismos en la gradación aludida.

Podemos equivocarnos en nuestras apreciaciones. Nadie posee la verdad. La crítica no es una ciencia exacta. Por otra parte hay quien no se moja por respeto, por miedo a la crítica de sus críticas, a las represalias, o por temor a equivocarse. Hay quien, por norma, todo lo tasa sobrevalorado; y hay quien lo entierra en un pozo nauseabundo que a nadie beneficia.

Nos podemos encontrar de todo, como en la viña del Señor. “Tanto la más alta como la más baja forma de crítica, escribía Machado en su Juan de Mairena, son una forma de autobiografía. Los que dan un significado feo a las cosas bellas son personas defectuosas. Los que dan un significado bello a las cosas bellas tienen una personalidad cultivada. Para ellos hay esperanza”.

La crítica debe ser constructiva, sea positiva o detractora. Debe aleccionar como un corazón, como la mano de un familiar. La crítica en sí también debe ser bella. Bella en sus palabras, en sus ideas, en sus conceptos y en los posibles consejos que de ella se derivan.

Tenemos que tener en cuenta que no tratamos de una puesta de sol, lejana, ajena e inmutable. Hablamos de personas con un trabajo detrás, con unos sentimientos y con mucho en juego. Nos dirigimos a ellos con respeto, alabando lo bueno y solapando la errata. Pero también nos dirigimos a un público que ve y que también evalúa por su cuenta lo que han visto y demandan objetividad, sinceridad y en parte reforzar las conclusiones que ellos han apreciado o no les encajan.

Hay artistas que no leen lo que se escribe de ellos, aun sabiendo que les beneficiaría para su carrera. Tomar buena nota de las críticas, sean del signo que sean, multiplica la corrección de su obra, lo que se ha de potenciar, lo que se ha de observar y lo que interesa enmendar para futuras puestas en escena.

Sin lugar a dudas, el crítico tiene mala prensa. Se le teme y se le odia a partes iguales. Muchos piensan que es un músico, un pintor o un poeta frustrado. Ya decía Giovanni Guareschi, escritor italiano de principios de siglo: “Un critico es como un gallo que cacarea mientras otros po­nen”. O Lawrence Durrell, novelista británico: “Un crítico es una lombriz de cebo en el hígado de la literatura”.

Alguien, sin embargo, como santo Tomás, debe evidenciar lo evidente. 

* Juan de Mairena frente a su autor.

Poetas versus narradores

Poetas versus narradores

El 10 de mayo de este año jugué conscientemente el segundo partido de fútbol de mi vida. Quiero decir que, desde que dejé los estudios primarios, no he tocado un balón ni por suerte. De hecho, le tengo cierta aversión a ese deporte alienante y a todo lo que le rodea. También confieso sobremanera mis limitaciones para el juego.

Se presenta éste como un divertimento donde jugamos poetas contra narradores. Gente de letras que, se supone, estamos alejados del sudor de la camiseta. Digo ‘se supone’ porque la mayoría, si no todos, son futboleros, consumen fútbol televisado o escrito o lo han practicado de forma más o menos habitual (lo que me orilla casi definitivamente).

Mi actuación, como no podía ser de otra manera, fue desastrosa, aunque, a la larga, cargada de comicidad y compromiso. En su conjunto, contemplé con más tristeza que temor, que fácilmente puede ser un paralelismo de mi vida toda, un arrostramiento claro en mi valle de lágrimas.

Sin orden determinado expondré las características principales que observo y padezco.

En principio, la apariencia puede dar el pego —quizá demasiado delgado pero puede que en forma—, aunque en general ni profeso ni convenzo. La equipación no estaba mal, pero el pantalón era prestado (el año anterior jugué con un bañador liso) y las zapatillas, del todo inapropiadas, son las habituales de cordones que tengo para salir a la calle; entré y salí con ellas.

Confieso, por otro lado —o principalmente— un desconocimiento completo de las reglas del juego, así como de las estrategias y otras cuestiones futbolísticas. Me siento inseguro y lo digo. Hasta el árbitro se ve obligado a darme alguna recomendación o consejo.

No suelo tocar la pelota. Al principio puedo dar confianza, me toman en cuenta y hasta me combinan el balón, pero después, contemplando mis limitaciones, no me lo pasa nadie. Si por casualidad lo toco, no sé lo que hacer, lo pierdo en seguida. Veo pasar el balón por mi lado o entre las piernas como algo ajeno. Cuando viene con fuerza me aparto. Pierdo todas las oportunidades.

Desde que empieza el partido ya tengo ganas de que se acabe. Me muevo poco, me canso mucho y normalmente me hago daño de alguna forma (aún se resiente un talón).

Pienso que soy perjudicial para el equipo al que pertenezco y, para los otros, una ventaja. Los contrarios saben que soy inofensivo, por muy bien colocado que esté, como una piedra en mitad del campo que a veces, sólo a veces, estorba, pero se le puede esquivar fácilmente.

Durante el partido hago pasar un buen rato a los espectadores, lo que es de agradecer, y enervo a mis compañeros, lo que es de sancionar. Sin embargo, para la ducha y la cerveza de después, doy la talla sin discusión.

* ¡Ahí está el tío!