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Reflejos de un mundo paralelo

El primer arma homicida

El primer arma homicida

Nada más componer el título de este pots, veinte objeciones me asaltan. Nunca he estado a favor de las generalidades ni de las sentencias absolutas. Especificar que algo sea lo mejor, lo más, lo primero, conlleva conocer todo lo semejante, todo lo habido hasta el momento. El riesgo del superlativo, si no viene tildado de algún humilde condicional o apóstrofe relativo, supone un riesgo inestable para quien pronuncia la rotundidad.

Hablar del primer homicida de la historia (o su vil instrumento) quiere decir que antes no hubo ninguno, que el asesinato comenzó con ese suceso, que conocemos fehacientemente su autoría y precedencia.

Limitaré no obstante el espacio, acogiéndome a la Historia Sagrada de las religiones monoteístas, a las creencias religiosas de la creación, donde nuestros primeros padres, de los cuales partimos el resto de la humanidad, eran seres compuestos de todos sus miembros.

Acotado el terreno, es fácil dilucidar que me refiero a Caín (el primer nacido, según la crónica oficial) y el arrostramiento fatal con su hermano Abel.

Como sabemos, siguiendo las versiones hagiográficas, Abel era pastor y su hermano agricultor. Ambos elevaban preces y sacrificaban el fruto de su trabajo al Altísimo.

Mientras el humazo de la cosecha inmolada de Caín se esparcía por tierra, la fumarada del cordero del segundogénito se elevaba hasta confundirse con los cúmulos de un buen día.

El hermano mayor sintió envidia (por primera vez en la historia) y pasó lo sucedido. En palabras textuales de la Biblia (Génesis 4:8), “Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató”.

El Corán nos dice (sura V, aleya 30): “Cuéntales la historia, tal cual es, de aquellos dos hijos de Adán que presentaron sus ofrendas. La ofrenda del uno fue acep­tada, la del otro fue rechazada. Este le dijo a su hermano: Voy a matarte”.

El Libro de Enoch y otros libros sagrados y escritos cuentan simplemente que Caín asesinó a Abel. En ningún sitio se dice cómo. Es nuestro subconsciente colectivo, y las manifestaciones artísticas expresadas desde el siglo IX, concebimos una quijada de burro como arma homicida.

Se podía pensar que los cristianos de la Edad Media llegaron a esta conclusión por analogía con la historia de Sansón que se narra en el Libro de los Jueces [15, 14-17]: “Cuando estaban por llegar a Lejí, los filisteos le salieron al encuentro dando gritos de triunfo. Entonces el espíritu del Señor se apoderó de él: las cuerdas que sujetaban sus brazos fueron como hilos de lino quemados por el fuego y las ataduras se deshicieron entre sus manos. Allí mismo encontró una quijada de asno, todavía fresca, extendió su mano, la tomó y mató con ella a mil hombres. Entonces Sansón exclamó: Con la quijada de un asno hice dos pilas de cadáveres; con la quijada de un asno dejé tendidos a mil hombres. Cuando terminó de hablar, Sansón arrojó la quijada del asno”.

En 1942, el historiador lituano-estadounidense Meyer Schapiro publicó un artículo sobre esta cuestión en la revista The Art Bulletin, en el que considera que “se eligió esta arma por la concurrencia de dos motivos principales: por un lado, durante la Edad Media, los aperos de labranza solían fabricarse con los huesos de los animales muertos y, la forma de las quijadas era muy útil para ser empleada en el campo como hoz; partiendo de esta base, el pueblo llano asimiló con buena lógica que el primer asesino hubiese utilizado el mismo arma que ellos usaban en su trabajo; y, por otro lado, la mandíbula inferior de la boca siempre se ha relacionado con el concepto de la puerta del infierno, representada por un terrible ser monstruoso con las fauces abiertas, dispuestas a tragarse a los pecadores, de ahí que la quijada también llevase implícito los elementos de la bestialidad y la maldad”

Sin embargo, a lo largo de la historia (sobre todo artística y literaria), para este episodio se han recurrido a diferentes armas, palos, piedras, hoces, bastones, azadas, guadañas e incluso un tizón de las ascuas del altar donde los hermanos practicaban los sacrificios.

Thomas de Quincey cuenta al respecto, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, que un autor se inclina por una horquilla, San Crisóstomo por una espada, Ireneo por una guadaña y Prudencio, poeta cristiano del siglo cuarto, por una podadera de setos (Frater, probatae sanctitatis aemulus, Germana curvo colla frangit sarculo); es decir que su hermano, celoso de su comprobada santidad, lo degüella con una podadera curva.

El padre Mersenne, erudito católico francés del siglo XVII, que estudió diversos campos de la teología, afirma en la página mil cuatrocientos treinta y uno (sic) de su comentario al Génesis, apoyándose en la autoridad de varios rabinos, que la causa de la pelea entre Caín y Abel fue una muchacha; y que, conforme a diversas versiones, Caín se valió de sus dientes (Abelem fuisse morsibus dilaceratum a Cain) para acabar con su hermano.

Muertos de Risa

Muertos de Risa

Un extremo irrisorio, cruel, infame, es morir por exceso de alegría, por infinito amor. Lo leí en Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski, puesto en los pensamientos de Dmitri: “Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entu­siasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría...? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda...”.

A veces sucede que duele el alma de ser feliz y el deseo pugna por quedarse en ese estado de por vida o que rubrique su punto final antes de abandonarla. Si ahora muriera, no pasaría nada, se instala en nuestra mente. Pero, por otro lugar, como Dimitri se cuestiona, no voy a truncar este estado de felicidad que, aunque pasajera, tiene visos o esperanza de que continúe o se repita.

Otra cosa es morir literalmente de risa, como le ocurrió a Charlie Parker, el fabuloso saxo alto neoyorquino (1920-1955), mientras veía el televisor en una habitación de hotel, creo (hay una película sobre su vida).

El adivino Calcas, que aconsejó la construcción del Caballo en la guerra de Troya. Al tiempo, mientras plantaba unas viñas en su propiedad, un vecino le pronosticó que no viviría lo suficiente como para beber el vino de aquellas uvas. Cuando el susodicho vino estuvo listo, Calcas invi­tó al agorero. Con la copa en la mano, y a punto de celebrar su victoria, el vecino repitió su premonición, lo que provocó tal ataque de risa al infortunado Calcas que, incapaz de reprimir las carcajadas, murió ahogado allí mismo.

El filosofo Quilón de Esparta (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios de Grecia, murió de alegría al ver a un hijo suyo ganar una prueba de los Juegos Olímpicos.

Cuando el pintor griego Zeuxis (siglos V-IV a.C.), terminó el retrato de una anciana, comenzó a reír de tal forma que se le rompió un vaso sanguíneo y murió por hemorragia inter­na.

El poeta cómico griego Filemón (361?-263? a.C.), considerado como el creador de la comedia de costumbres, murió al no poder reprimir la risa al ocurrírsele una broma (aunque, según otra versión tradicional, murió en el mismo teatro, al ser coronado como rey de la comedia)

Otro poeta cómico heleno, Filipides (siglo IV a.C.), murió de alegría al conocer el triunfo alcanzado por una de sus obras.

Crísifo, filó­sofo griego del siglo II a.C., murió de un acceso incontrolable de risa al presenciar cómo un burro se comía unos higos (¿?).

El escritor italiano Pietro Aretino (1492-1556), murió de un ataque de apoplejía al caer de la silla por una broma de tono picante que le había contando una de sus her­manas.

La viuda londinense, Lady Fitzherbert, asistió una noche de abril de 1782, en compañía de unos amigos, al teatro de Drury Lane a presenciar la representación de La opera del mendigo, de John Gay. Cuando Bannister, el protagonista, salió a escena vestido de la forma extravagante que exigía su papel, Lady Fitzherbert tuvo que abando­nar el teatro antes del final del segundo acto por un convulsivo ataque de risa. Día y medio después, sometida todavía a los estertores de la risa histérica, fallecía en su domicilio.

Si seguimos rebuscando, aparecerán más casos. Valga esta muestra para ilustrar tan gentil despedida de este mundo que, sin ir más lejos, se asemeja a la sonrisa del que muere congelado.

* Charlie Parker sonriendo.

El dominio del tiempo

El dominio del tiempo

Llevo dos, tres, días con la idea de un cuento que puede parecer una humorada (de hecho lo es), pero, en el fondo, redunda en uno de los temas que me obsesionan.

Resulta que en unas excavaciones realizadas en algún punto de nuestro solar andaluz por un grupo de experto arqueólogos y su voluntario alumnado de procedencia internacional sobre poco más o menos principios de siglo, pongamos 1910, han hallado en el séptimo estrato de un asentamiento continuo, unos restos determinantes de nuestros remotos y casi míticos antepasados fenicios o tartésicos (esos que escribían sus leyes en forma rimada) o, más lejos aún, las huellas indelebles de un poblado argárico.

Pues bien, después de algunas jornadas de minuciosa introspección con las azadillas y las brochas peinando la zona acotada, entre restos de cerámica, huesos varios y puntas de flecha, uno de los concienzudos profesores de reputada fama, encuentra erosionado, pero en buenas condiciones, un boli Bic de punta fina.

(Alternativa a esta conclusión anacrónica se me ocurre el descubrimiento de un cadáver, de un esqueleto hallado en una breve necrópolis de la época en posición fetal rico en ajuares, tanto a su alrededor como en su propio cuerpo. Así es dable que llevara gargantilla dorada y brazalete bruñido, quizás un anillo en una mano, pero que, al descubrirle el brazo izquierdo, también portara en la muñeca un reloj, no necesariamente digital.)

La interpretación quizá más ‘lógica’ podría ser que alguien de nuestro tiempo se hubiera transpuesto, él o el objeto antedicho, a aquel lugar (que puede ser el mismo en que estuviera) y a esa hora.

Se podrían pensar otras soluciones, como inventos futuristas, agujeros de gusano o alucinaciones colectivas. El caso es incidir en la anacronía que la perspectiva nos brinda. (Hace sesenta años, por poner, la idea del bolígrafo no podría habérsele ocurrido a nadie.)

Esto me remite a un cuento que publiqué en la compilación En un pozo chico, llamado El último día en que fue feliz, donde in inventor llega a dominar el tiempo para regresar una y otra vez al último momento agraciado de su vida. La idea estaba bien, en su planteamiento romántico no más, pero al desarrollo, reconozco, le faltaba veracidad en su argumento. Su conclusión, sin embargo, podía ser razonable: el momento al que volvía pendularmente aquel científico era el mismo, pero el hombre regresaba cada vez un poco más viejo.

Esto me recuerda a ese relato desesperanzador del etnólogo inglés, James George Frazer (1854-1941), Vivir para siempre, del primer tomo de Balder the Beautiful (recogido por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en Antología de la literatura fantástica, de 1977), que, como es breve, reproduzco a continuación:

“Otro relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en la iglesia. Todavía está ahí, en la Iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve”.

* James George Frazer en la foto.

Willie Piazza

Willie Piazza

Tuve noticia de esta mulata de Nueva Orleáns por el cuento Jardines ocultos, que incluyó Truman Capote en su libro Música para camaleones. El periodista y escritor estadounidense recordaba a la alegre dama “vagando bajo la sombra de un parasol encarnado” y la define como “condesa Willie Piazza, propietaria de una de las más lujosas maisons de plaisir del barrio de las luces rojas [de Jackson Square, Nueva Orleáns]”.

Willie Vicente Piazza fue el fruto prohibido (nacida alrededor de 1865) del joven Vincent Piazza, hijo de inmigrantes italianos, y de Celia Caldwell, una negrita de Jackson, Mississippi.

Tras algunas vicisitudes, que no me interesan en este momento, Willie, a sus treinta años cumplidos, estableció casa de citas en el barrio de Storyville, dedicándose por entero al comercio sexual, en calidad de madame.

Como nota curiosa para la época, las mujeres que trabajaban en su burdel se conocían como octoroons, es decir, mulatas o cuarteronas con un marcado ascendente europeo y una genealogía ligeramente más blanca, que ejercían su poder erotizante para una clientela masculina exclusivamente blanca.

A pesar de la estricta segregación racial y las críticas de los reformistas, el lupanar de Piazza, un edificio en el 317 N. en Basin Street, la calle principal de Storyville, fue prosperado dentro del distrito, hasta convertirse en uno de los lugares más conocidos y de mayor de interés.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los funcionarios federales quisieron clausurar todos los locales del distrito de Storyville (zona de prostitución tolerada) para proteger a los soldados de las infecciones venéreas, alegando además la necesidad de una limpieza racial. Piazza y otras mujeres de color (‘más de dos docenas’, comenta Alecia P. Long, de la Universidad Estatal de Louisiana) se resistieron a esta supuesta ley y presentaron una demanda, que llegó hasta la corte suprema del estado, de la que sorprendentemente salió victoriosa. Pero este triunfo duró poco. A finales de 1917, poco después de que se resolviera el caso, los funcionarios federales, por no sé qué sucias vías, obligaron a la ciudadanía a clausurar todas las casas de lenocinio.

Una de las especialidades de la mancebía de madame Piazza era el picacismo, que no es más que la ingestión de comidas aderezadas en órganos sexuales. Capote, en su texto, relata: “su casa era famosa por un exótico refresco que ofrecía: cerezas frescas hervidas en crema de leche, aderezadas con ajenjo y servidas en el interior de la vagina de una bella mulata recostada”.

Willie Piazza, con la fortuna acumulada en los tiempos de prosperidad, siguió viviendo en su propiedad Basin Street ‘de una manera tranquila, pero digna’. Compró un yate y navegó al Caribe y a otras costas. El 2 de noviembre de 1932, murió de cáncer en Nueva Orleans, ‘dejando tras de sí una finca sustancial’.

* EJ Bellocq, storyville retrato, alrededor de 1912.

El juego del cótabo

El juego del cótabo

Tras la cena, en la antigua Grecia, se pasaba al simposio (‘bebida en común’ o ‘reunión de bebedores’), lo que se conocía como el banquete propiamente.

Los invitados, engalanados y perfumados ad hoc, coronados con mirto y flores, entraban al andrón (‘sala de los hombres’), vetado a las mujeres libres, y se recostaban sobre divanes dispuestos alrededor de las paredes para conversar y exponer la cultura de cada uno, con ese punto de vanidad que tenemos los humanos, olvidándose de los asuntos serios. Era un ambiente de gozo y alegría, donde la bebida era el hilo conductor (había una máxima que rezaba “Bebe o retírate”).

Estas libaciones daban lugar a un juego llamado cótabo, que consistía, una vez acabada la jarra, darle vueltas con un dedo por el asa lanzando los restos de vino hacia un blanco fijado previamente a la vez que se pronunciaba el nombre de la persona amada.

La Wikipedia, que sabe casi todo (hasta lo incierto), lo explica así: “Tendido en el diván, apoyándose con el brazo izquierdo en un cojín, se levantaba la copa introduciendo el índice verticalmente en una de las asas. Con un leve movimiento de muñeca, se hacía volcar la copa (con la mano por encima del hombro) de manera que el vino salía disparado y se dirigía directamente hacia el blanco. Éste consistía normalmente en una tapadera de bronce que se balanceaba en precario equilibrio al extremo de una barra de bronce sobre un pedestal. El platillo plano caía movido por las gotas de vino y en su bajada tocaba un plato más grande de bronce fijado a la barra: al chocar se producía un tintineo y por lo que parece lo importante era el ruidito”.

Se cuenta que, en cierta ocasión, un ateniense, del que lamentablemente no conozco el nombre, condenado a la pena capital por el mismo procedimiento que se le brindó a Sócrates, esto es, tomándose un vaso de cicuta hasta el fondo, sin rechistar, hizo gala de su serenidad jugando con los restos del veneno al cótabo y pronunciando: “por el bello Cristias”, que era precisamente la persona que lo había sentenciado a muerte.

* Banquete griego, fresco de la Necrópolis sur de Posidonia, Campania, Italia (480 a.C).

Yvonne Vladislavich

Yvonne Vladislavich

Entre mis apuntes, aparece una curiosa anécdota que leí no hace mucho, que quisiera compartir.

En junio de 1971 o en septiembre de 1972 (las fuentes no se ponen de acuerdo), Yvonne Vladislavich y otras siete personas navegaban en un yate por el Océano Índico, frente a la costa oriental de África, cuando de repente se produjo una explosión a bordo que terminó por hundir la nave. Las olas superaban los cinco metros. Ella salió despedida o nadó en busca de ayuda, mientras el resto de la tripulación esperaba agarrada a los restos flotantes del barco (las crónicas que he encontrado —sin ninguna exhaustividad, es cierto— no dicen nada de su destino). A los pocos minutos, se vio rodeada por numerosos tiburones. Aterrorizada, flotando en el agua en espera de una muerte segura (O God, if I must die, let it be quick!), vio a tres delfines acercarse a ella. Uno de ellos nadó por debajo hasta levantarla. Ella se aferró fuerte a su cuerpo, cual Afrodita uraniana. Los otros dos nadaron en círculos a su alrededor para protegerla de los feroces escualos. Durante más de 200 millas marinas, los tres delfines no se separaron de la nadadora sudafricana hasta dejarla en una boya de la que pronto fue rescatada por un buque que por allí pasaba.

Recuerda al dios Dionisos (o Cupido), a menudo representado cabalgando a lomos de un delfín.

La mitología griega cuenta —resumiendo— que estos animales, antes de ser delfines, eran hombres, unos piratas que intentaban vender a Dionisos como esclavo. El dios, como castigo, los convirtió en dichos cetáceos, condenados a rescatar marineros en dificultades en el océano.

Hay también un bello mito que cuenta que, muerto Aquiles, fue arrojado sobre una pira flotante a las azules aguas egeas frente a Ilión y sus soldados mirmidones corrieron tras él con las armas desenvainadas y sus cuerpos desnudos dispuestos a ahogarse. Poseidón, apenado por el gesto valiente de amor abnegado, quiso transformarlos en peces espada.

* Cupido montado sobre un delfín, Casa de Anfitrite. Túnez.

Ispahán

Ispahán

Persia, fantástica tierra de apariciones y milagros antes de convertirse en oscuridad inestable de Irán, plagada de leyendas y cuento sin fin, donde el genio es tan habitual como la alfombra volante y el castillo, el dragón o la dama encantada, con sus largas trenzas doradas, corren de boca en boca por los contadores de historias que se reunían a la caída del sol en las plazas.

Releo en estos días algunos cuentos de todas las latitudes que me siguen maravillando. Los compilo en mi cabeza con un nexo común y pienso que una literatura oral estableció el suceso en los distintos pueblos y algún escribiente, tan luego, lo redactó.

Pienso también que hay puntos de luz, rincones del espacio, donde es dable que intervenga lo extraordinario con fehaciente credibilidad.

Uno de estos resguardos se ubica en Ispahán (Isfahán o Isfaján), la perla de Persia, la tercera ciudad más grande del ancho Irán.

Remito a los breves lectores de este blog un par de pequeños cuentos que se localizan en ese enclave, donde todo es posible por gracia de los noventa y nueve nombres del antiguo Allah.

La primera de estas historias, curiosamente, no se aleja de nosotros en el tiempo en demasía. Pertenece a Le Gran Ecart, traducido al español como La gran separación, escrito por el polifacético francés Jean Cocteau en 1923.

El gesto de la muerte dice así:

«Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

—Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.»

La segunda historia la recoge Jorge Luis Borges en una especie de apéndice llamado Etcétera de su Historia Universal de la infamia (1935), que después también formaría parte de Cuentos breves y extraordinarios (1955), del mismo Borges y Bioy Casares, y aún en la Antología de la literatura fantástica, a la que se unió a estos dos argentinos Silvina Ocampo, que vio la luz en 1977.

Borges asegura que esta fantasía fue contada por Sherezade al infortunado sultán de Shahriar la noche 351, pero, reviso algunas versiones de Las mil y una noches, y el texto que acude es diferente.

En cualquier caso, reproduzco a continuación la deliciosa Historia de los dos que soñaron, puesta en boca del historiador arábigo El Ixaquí:

«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: ’Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla’. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: ’¿Quién eres y cuál es tu patria?’ El otro declaró: ’Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí’. El capitán le preguntó: ’¿Qué te trajo a Persia?’ El otro optó por la verdad y le dijo: ’Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.’

»Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: ’Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.’

“El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»

* El sultán conmuta la pena a Sherezade.

Santa Wilgeforte

Santa Wilgeforte

Hace un tiempo, el 21 de febrero de 2013, traté sobre El bozo femenino. En dicho artículo ponía de prototipo de mujer bella con ligera sombra capilar sobre el labio superior a Frida Kahlo, esa visceral artista mexicana que arrostró una vida tan tumultuosa. También mencionaba los gustos decimonónicos con que Flaubert tildaba a las heroínas de sus obras. Terminaba con algunos deslices andalusíes, reflejados en poemas y memorias.

No aludí, en ese post (aunque sí en otros), a la tendencia al vello en el cuerpo de la mismísima reina de Saba, que Salomón dulcemente advirtió en sus reales piernas mientras atravesaba un salón de suelo espejado.

Es nuestra cultura la que nos impone al hombre peludo (ya no tanto) y a la mujer lampiña. Es nuestro canon de belleza quien nos hace rechazar el bozo femenino o el vello axilar.

La tradición medieval, adora en Beauvais, la efigie de santa Librada o santa Wilgeforte a quien, en palabras de Mujica Láinez, el Cielo le concedió el prodigio de que le creciera una barba patriarcal para rehuir las acechanzas de un fogoso pretendiente.

Algunos especialistas dicen que lo que padecía Wilgeforte era anorexia nerviosa. Wilgeforte se privó del alimento en un intento de renunciar a su feminidad haciendo fracasar los planes matrimoniales de su padre que quiso casarla contra su voluntad. A raíz de su renuncia, no sólo le salió barba y bigote, sino vello por todo el cuerpo, haciendo que su pretendiente rompiera el compromiso pactado. En represalia, su progenitor la hizo crucificar.

Santa Librada o santa Wilgeforte es patrona de las mujeres mal casadas.

* Mural de Santa Wilgefortis en Weissenburg, Baviera, fines del siglo XIV.

La decapitación de los jefes

La decapitación de los jefes

El Dalai Lama nace cuando muere el Dalai Lama.

En la segunda mitad de los años ochenta, un pueblecito de la Alpujarra granadina se puso de moda. No fue por un asesinato, como suele suceder, sino porque allí nació Osel, reencarnación del lama Yeshe, que entregó su cuerpo mortal en el Tíbet. Ahora, el pequeño budista, tiene casi treinta años y ha decidido renunciar al monacato y crear una familia. Pero eso es otra historia.

Entre los pueblos primitivos, según nos cuenta Robert Graves en La Diosa Blanca, era habitual el asesinato ritual de los reyes remedando en cierta forma a los ciclos de la naturaleza, el sol sustituye a la luna en el firmamento, un año desplaza al anterior, las semillas mueren para que florezcan las plantas cada primavera, etc.

“En todo caso, dice Graves, el mito de Cronos es ambivalente: recuerda el reemplazo y el asesinato ritual, tanto en el culto del roble como en el de la cebada, del rey sagrado al término de su período de reinado…”. Y más adelante, con motivo de la muerte de Hércules, también dirá: “A él le sucede a su vez el Hércules del Año Nuevo, una reencarnación del hombre asesinado, que le decapita y, aparentemente, come su cabeza. Este sacrificio eucarístico alternado hacía continua la majestad real y cada rey era por turno el dios Sol amado por la diosa Luna reinante”, asociando este ‘sacrificio’ a la misa cristiana, a la muerte y resurrección del salvador.

Más tarde, esta muerte ritual se suavizó, llegando a ser tan sólo una parodia, un simulacro de este asesinato y, quizá, de la misma antropofagia.

Entre los visigodos, que reinaron en España por unos siglos, justo antes de la entrada de los árabes, el rey cortaba la mano derecha a sus enemigos inmediatos que quisieran arrebatarle el poder, todo un símbolo que le imposibilitaría reinar. Así Recaredo, a finales del siglo VI, cortó la derecha al rebelde Segga, que se hizo fuerte en Emérita queriendo proponerse monarca alternativo, antes de desterrarlo a África

En estos días, leyendo a Italo Calvino, me encuentro con el cuento La decapitación de los jefes. En nota a pie de página, el mismo autor italiano, nacido en Cuba, explica: “Las páginas que siguen son esbozos de capítulos de un libro que proyecto desde hace tiempo, y que quisiera proponer un nuevo modelo de sociedad, es decir, un sistema político basado en la matanza ritual de toda la clase dirigente a intervalos de tiempo regulares”.

Calvino afirma que la aniquilación regular de los poderosos: “Es la única doctrina que cuando haya conquistado el poder no podrá ser corrompida por el poder (…). Nuestra doctrina sólo puede escribirse con el tajo de una hoja afilada sobre la persona física de nuestros amados dirigentes”.

No tan extremo (ya dijimos que con los tiempos todo se va dulcificando) me recuerda a la democracia ateniense, cuando, una vez al año, si una asamblea ordinaria así lo decidía, se votaba el ostracismo (que viene de ostraca, que viene de ostra), es decir, se condenaba a una persona al destierro preventivo durante un periodo de diez años. El elegido solía ser algún personaje popular susceptible de conjurar o convertirse en tirano, pues el desterrado no había cometido delito alguno. Así, fue desterrado, por ejemplo, Jantipo, el padre de Pericles.

A este respecto Plutarco cuenta la anécdota del "insigne magistrado" Arístides, llamado el justo, pues cuando se dirigía a la Asamblea se encontró a un campesino analfabeto que seguía su mismo destino. El rústico le pidió un favor a este antiguo general de los enfrentamientos púnicos. Extrajo de su jubón un tejuelo en blanco y dijo que escribiera en él a quien pensaba votar para el exilio. Con mucho gusto, Arístides se dispuso a apuntar. El joven agricultor dictó su mismo nombre. Arístides, sin identificarse, preguntó qué tenía en contra de ese hombre. "Nada en absoluto, contestó, ni siquiera lo conozco, pero estoy harto de escuchar que todo el mundo lo llama el justo". Arístides sin más escribió en la piedra su propio nombre y se lo devolvió al campesino.

Cuando acabó la Asamblea, efectivamente, Aristides tuvo diez días para despedirse de sus seres queridos, para pasar después diez años fuera de su patria. Antes de irse, cuenta Plutarco, alzó sus manos y rogó a los dioses que los atenienses no sufrieran ningún peligro que les hiciera recordar el nombre de Arístides.

* Arístides el justo, camino del ágora.

La Orden de la Jarretera

La Orden de la Jarretera

Un fausto día de 1348, según Polidoro Virgilio, el rey Eduardo III de Inglaterra bailaba embelesado con la condesa Alicia de Salisbury, con la que se rumoreaba que mantenía un idilio. A la joven dama, entre los apasionados compases del saltarello, le resbaló panto­rrilla abajo una liga de color índigo del muy noble muslo izquierdo, a lo que el rey graciosamente inclinándose la recogió al punto y se la colocó en su propia pierna ante el estupor de la corte; nunca monarca alguno se había inclinado por cuestión tan mundana, y menos estando su honor el tela la juicio.

Otros dicen que con quien bailaba el rey en dicha fiesta, ofrecida posiblemente en el Palacio Eltham, era Juana de Kent, igualmente sorteada entre sus amantes, quien luego se convertiría en la primera Princesa de Gales. Incluso hay quien afirma que la dama en cuestión tampoco era Juana de Kent, sino su suegra hasta ese momento, Catherine Montacute, condesa de Salisbury (¿sería quizá la misma Alicia?). La leyenda no está clara. Parece que un incendio intervino en la tiniebla.

El caso es que para desmentir las murmuraciones de avie­sos cortesanos y manifestar la pureza de sus intenciones, Eduardo III se apresuro a darle dignidad al suceso fundando in situ la Orden de Garter o Jarretière (palabra francesa que en español quiere decir precisamente ‘liga’, ‘garrotera’ o ‘jarretera’), dándole por divisa la aludida prenda femenina (que los ordenados han de llevar bien visible en su pernil izquierdo) y por motto la frase Honni soit qui mal y pense, es decir, “Vergüenza de aquél que de esto piense mal”. Lema que figu­ra igualmente como en el escudo de Inglaterra.

(Aunque siempre hay alternativas y se comenta que tal frase fue pronunciada por el rey en la batalla de Crecy (1346), cuando hizo atar la jarretera a una lanza a guisa de insignia.)

La historia, por otro lado, parece haber tenido su origen en Francia con el propósito de desacreditar a su país vecino, aludiendo que la orden de caballería más prestigiosa y antigua del Reino Unido hubiera tenido un comienzo tan frívolo.

También cuentan que el rey Eduardo III, con la formación de la Orden, había intentado retomar el espíritu de la Mesa Redonda conformándola por caballeros que habían servido a Inglaterra durante la Guerra de los Cien Años contra Francia. De hecho el monarca ya disfrutaba junto a su corte de festivales que evocaban los tiempos del Rey Arturo, con torneos de justa incluidos.

La Nobilísima Orden de la Jarretera impresionó a Joanot Martorell de tal modo que inspiró algunos pasajes de su Tirant lo Blanch, al que hace caballero de esta Orden.

Perucho nos cuenta, según la tesis mantenida por Watson en Murder and Fashion by Dr. Watson (Sir Arthur Conan Doyle), que la liga de la condesa Alicia de Salisbury, depositada en el British Museum, fue robada y demostrado con su hallazgo por Sherlock Holmes la autenticidad el origen de la Orden de la Ja­rretera.

El poeta catalán refiere: “Holmes buscó y rebuscó la pista de la liga robada, via­jando constantemente por Europa y Asia, frecuentando los más dispares lugares, desde hoteles de gran lujo a cafetines infectos y desagradables. Vistió una escafandra autónoma de su invención y descendió a las profundida­des del Támesis, donde, por cierto, descubrió una de las múltiples guaridas del tristemente célebre Fu-Manchú; pero no interesándole, en aquel momento, el bandido oriental, ya que su meta era la liga, salió nuevamente a la superficie, oleosa y nauseabunda, del río, continuando sus investigaciones en París. Por fin, en un piso de la rue de Saint-Honoré, recargado de cortinajes de terciopelo carmesí, halló Holmes la codiciada liga, que estaba siendo contemplada lujuriosamente su enemigo mortal, el infame Mortimer. A punto estuvo de perder la vida nuestro detective, pues Mortimer, al verse sorprendido con las manos en la masa, intentó estrangularlo con la liga, pro­duciéndose un horrible forcejeo. No obstante, con la inter­vención de Watson (que salió de detrás de un armario apuntando con un revólver al malvado) todo acabó felizmente y la íntima prenda de Alicia de Salisbury fue devuelta con todos los honores al British Museum. Holmes publicó después un celebrado folleto que incrementó su gloriosa reputación de detective, ganándose además la de erudito en el ramo, difícil y prolijo, de la modistería in­terior”.

Protector eterno de los eunucos

Protector eterno de los eunucos

El tercer emperador de la dinastía Ming, Yung-Lo, que lo fue durante los años 1402 y 1424, pasaba por tan buen amante como por celoso acérrimo. Poseía un harén con setenta y tres concubinas al que nadie podía tener acceso con fines lúbricos, so pena capital. En cierta ocasión tuvo que ausentarse por largo tiempo de la ‘Ciudad Prohibida’ de Beijing, para lo cual dejó a cargo y protección del gran harén a un hombre de confianza, el general Kang Ping.

Dicho oficial, temiendo que sus rivales en el palacio pudieran acusarlo de irregularidades sexuales con una concubina imperial y conociendo el carácter paranoico e irascible del emperador, tuvo la idea de castrarse e introducir su pene y sus testículos embolsados en las alforjas del emperador antes de su partida.

Como predijo el general, a la vuelta del emperador fue acusado de no haber respetado sus votos de mantenerse alejado de sus mujeres. Kang Ping, tranquilamente, pidió que trajeran la silla de montar del emperador, extrayendo la bolsa con sus genitales ennegrecidos, demostrando que su acusación era infundada. 

El emperador, conmovido por el gesto de su consejero, le nombró inmediatamente jefe de sus eunucos, una poderosa posición política dentro del palacio, y le obsequió con múltiples regalos.

Tras la muerte de Kang Ping, entorno a 1410, Yung-Lo levantó en su honor un templo, en unos terrenos en las afueras de Beijing, que fueron destinados a cementerio de eunucos, nombrándole ‘protector eterno de los eunucos’.

Consecuentemente, el General Kang ping, es más conocido por su acto de auto-castración, como muestra de lealtad a su emperador, que por su trayectoria en la corte imperial.

En 1530 el templo fue ampliado y rebautizado como ‘Sala Ancestral de los Valientes, Exaltados y Leales’ (Hugo Baozhong Si). En el siglo XX el templo y los terrenos estaban todavía en uso por los eunucos. En 1950, el ‘Templo de los Eunucos’ pasó a llamarse ‘Cementerio Municipal de Beijing para los revolucionarios’ y en 1970 pasó a llamarse de nuevo Babaoshan ‘Cementerio Nacional para los revolucionarios’, nombre que lleva hoy en día.

* General dinastia Ming.