El poeta que escribió un sólo verso
“Yo aprendí a amar con un cielo de borreguitos”, escribió sin más y se tumbó a la sombra de un cerezo en primavera. Reflexionó sobre lo anotado y entrevió el alcance de este verso, el acierto de su significado, la redondez del sentimiento; una declaración de principios, una manifestación de sentimientos tan íntimos que se ruborizan en alguna esquina del corazón. Representaba toda una época. Exponía un ideal. Era su primer amor, amor de juventud, amor inocente, donde un beso es el mejor regalo, donde una brizna de hierba, un ocaso, un río... dejan de ser simplemente pasto verde, final de un día o agua corriente, y cobran su valor romántico, que no es otra cosa que una identidad propia, una razón de ser, de existir en un momento único, irrepetible, feliz.
Se arrellanó algo más bajo el frutal y, en silencio, mirando hacia arriba, repitió: “Yo aprendí a amar con un cielo de borreguitos”. Verso que dejaba constancia también de la primavera de su amor. Es Amor quien asalta en esa época, quien lanza su saeta emponzoñada de cariño. Es inútil la resistencia. Como mucho, se aprieta el corazón para que no salte, para que sus latidos no delaten la jalea.
¡Hacer el amor por primera vez bajo un cielo aborregado! Ya está todo, para qué más explicaciones. Pensó, la verdad, en continuar, pero cómo alcanzar la sublimidad de ese primer verso en los postreros. No quería que su obra fuera como la de otros muchos que se dicen poetas (sobre todo aquí, en provincias); no deseaba tener un gran verso que justificara un poema, que a su vez le diera sentido a un libro, que elevara una obra por encima de la mediocridad y, por ende, que consagrara a un poeta. No, su verso quedaría huérfano, sería único en un poema; él sólo conformaría un pequeño libro de poesías, es decir, un poeta con un solo libro, un libro con un solo verso. Así, todo en singular, lo breve si bueno... La parquedad, lo necesario, y no lo superfluo, el relleno y lo marginal, lo contingente.
Hasta, posiblemente, tendría el mismo título. El mismo verso ilustraría la portada y la portadilla como anticipo íntegro del contenido de la obra, como adelanto fidedigno de lo que el lector de poesía (generalmente, el mismo escribidor de poesía) se va a encontrar dentro, sin ningún misterio ni información falaz o ausente del contenido del libelo.
Pasó un gorrión y con él, por unos segundos, volaron sus ensoñaciones, digamos que simplemente se evadieron un instante. Tuvo, lo que se suele llamar, un lapsus. Pero una pequeña piedra sobre la hierba, una guijarro debajo suya, al pie del cerezo, le hizo regresar a su obra cumbre. Se podría retirar como Juan Rulfo, que fue y será grande con una novelita y un librito de cuentos en su haber. Aunque éste fuera narrador, en esencia eran semejantes, él escribió, él dijo a través de su pluma lo que quería decir, ni más ni menos. Sí, murió joven, pero tuvo tiempo de regalar al mundo algo más de su magia, y, sin embargo, no lo hizo. No quiso hacerlo porque no hacía falta. No paría literatura como las conejas crían conejitos. No jugaba, como otros provincianos, al oportunismo, a vivir de las rentas, a dar gato por liebre.
Escribir es una necesidad vital, es un quemar las naves, que, una vez calcinadas, ya no queda nada que incinerar. Tienes una espina y la sacas y les dices a todos: ésta era mi espina, y punto. Y nada más. Si con el tiempo se te clava otra púa, es dable que, al igual que la anterior, la extraigas de tu cuerpo y digas era así de grande o así de pequeña, pero basta de regodearte en la herida. Dicen algunos: tenía clavado un pincho, ahora tengo una herida, más tarde tendré una cicatriz o el recuerdo de ese dolor punzante. Es decir: espina, herida, cicatriz. Ya son tres excusas para decir lo mismo. Es el perro que cambia de collar, supone llover sobre mojado, o rizando el rizo, llover sobre la lluvia.
Él no. Él daría solamente lo imprescindible, lo evidente. Más o menos reconocible, le daba igual. Eso era superfluo. Él ofrecía todo lo que tenía en ese momento, que era un verso, que era una declaración. Él simplemente diría, afirmaría, gritaría: “Yo aprendí a amar con un cielo de borreguitos”. Es, salvando distancias, como decir “La noche está estrellada y tiritan azules los astros a lo lejos”. Aunque Pablo no se quedó sólo en esos dos versos, continuó el poema, que hacía el número veinte de una gran obra. Aunque se podía haber quedado ahí, con eso era suficiente, pero el poeta chileno tendría más necesidad de contar, de escribir, de confesar, su espina sería grande.
Lo firmaría. Eso sí, pondría su nombre bajo el verso. Se confesaría autor de haber escrito una sola obra de un sólo verso. Le diría a los lectores, a los estudiosos: yo fui quien aprendió a amar con un cielo de algodón. ¿Y? Y nada más. Es todo lo que quería decir y así lo dije.
La noche iba tendiendo sus redes sobre el cerezo, sobre el poeta de un sólo verso, sobre la hierba que lo soportaba. La noche caía al igual que sus párpados. La noche oscurecía su visión lo mismo que su vista ocultaba el cielo. La noche y el poeta soñaban. La noche soñó estrellas, el poeta soñó un verso, soñó un universo, una gran biblioteca monotemática, la biblioteca de Babel que anunciara Borges con un sólo volumen, con un sólo autor, con un sólo verso. Todo un mundo que dijera simplemente: “Yo aprendí a amar con un cielo de borreguitos”.
* Este cuento está fechado en junio de 1994.
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