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Fin

Amigos y seguidores. Después de más de nueve años continuados (con alguna ausencia), he decidido dejar nuevamente este blog en dique seco. Gracias por vuestra fidelidad.

Desde el cielo

Desde el cielo

II Temporada Granada en Danda, Al trasluz

Mi opinión de este espectáculo, en principio, aparece algo sesgada, pues tuve la fortuna de presenciarlo desde un lugar remoto.

Desde que retiré mi entrada y vi que se trataba de la fila seis, me dispuse a hacer un buen trabajo de observación y crítica, pero, cuando me confirmaron que era la fila seis del segundo anfiteatro, empecé a dudar de mi buen criterio.

Es verdad, en la localidad lo pone, en la esquina inferior izquierda: ‘anfiteatro II’, y debajo, entre paréntesis: ‘visibilidad reducida’. Limitada, no sólo porque unas barandillas opacaban parte del escenario, sino que, desde esa distancia y altura, los actuantes se veían como cuando mi niño juega con los Playmobil. Así, desde el cielo, me atreveré hacer balance de la obra que cierra la segunda temporada de Granada en Danza.

Tampoco el sonido estaba fino. Una considerable merma de eficacia una música que, me consta, era de sobresaliente alto, pues Lucía Guarnido se rodeó de un cuadro de especial eficacia. Al cante, dos de las mejores voces que tenemos de su generación en Granada, Sergio Gómez y Alfredo Tejada. Cantaores que se complementan y se imbrican a menudo, creando una polifonía de agradable factura. A la percusión, Miguel ‘el Cheyenne’, un gran músico, respetuoso y comprometido. Y, sobre todo, a la guitarra, Luis Mariano, maravilloso creador musical, desde hace algún tiempo, de toda función flamenca que se precie en nuestra ciudad.

Al trasluz es una obra muy personal sin ningún argumento. Es un espectáculo maduro en el que Lucía Guarnido vuelve a las tablas, desde su reciente maternidad, para expresarnos lo que lleva dentro. Al trasluz es una apuesta de continuidad, según sus palabras, después ‘de dar a luz’ y ‘cómo al trasluz, o con la luz apropiada, las cosas se ven de otra manera’.

Lucía comienza con guajiras, con abanico y gracia colonial. La guajira siempre ha acompañado a esta bailaora. Es, en cierto modo, una de sus piezas estrella, que siempre redondea y dispensa sonrisas.

Los cantaores, haciendo gala de su dominio, de sus conocimientos y sus relimas, se regodean en las interpretaciones a palo seco, y, en los interludios entre baile y baile, proponen unos cantes de labor (trilla y aceituneras) y más tarde unos pregones que acaban solapando las voces, como digo, en una coda emocionada. También expondrán, ya con el resto de músicos, unas alegrías a boca de escenario.

Guarnido, con bata de cola blanca, aborda con sentimiento unas granaínas, rematadas con fandangos del Albaycín, haciendo honor a su tierra; a lo que seguirá una creación con guitarra, del maestro Luis Mariano, y unos tangos, con mandil y flor sobre la cabeza, muy de nuestro estilo. La concepción del espacio de la bailaora y su dominio simbólico son encomiables.

La sorpresa de la noche vino de la mano de Esther Crisol, interpretando primorosamente La llorona, con aires de fiesta, ese clásico del folklore hispanoamericano, recordado en la voz de Chavela Vargas.

El espectáculo termina con la bailaora de negro, vestido que se coloca en el mismo tablao, enriqueciendo la puesta en escena, cargada de detalles, por solea y bulerías.

* Foto de Juan Antonio Cárdenas Martín©, extraída del facebook de la bailaora.

Me llamo Manuel

Me llamo Manuel

Flamenco Viene del Sur. Recital flamenco

Algún aficionado, desde las últimas butacas del teatro Alhambra, gritó en el ecuador del concierto: “Juan, canta por malagueñas”. El Pele, con el control y la parsimonia que le caracterizan respondió: “voy a cantar unas malagueñas, pero no me llamo Juan, que me llamo Manuel, como Jesús”. Y cantó por Málaga. La empezó por el Mellizo, para después proponer lo que él llamó una ‘ensalada’ donde adaptaba la malagueña a sus formas y a sus quejas, para rematar por abandolaos.

Decir que es el cantaor más en forma que tenemos es quedarse corto. El Pele es un artista con todas las facultades que se desean: voz, afinación, sentimiento, personalidad, riesgo, capacidad de improvisación… El Pele está viviendo su mejor momento; su madurez artística. Su universo es propio y lo brinda de todo corazón, con toda la entrega de que es capaz. Cada recital de Manuel Moreno es como si fuera el último.

El Pele ya ha entrado en el universo de los grandes. Es aplaudido y reconocido por todos, grandes y pequeños, ortodoxos y modernos, gitanos y payos. Verlo en directo es trascender. Muchas veces nos preguntamos por la evolución del cante flamenco y, antes de pensar en fusiones y otros inventos, simplemente tenemos que atender a este cantaor de Córdoba.

El programa de mano, como era de prever, no servía para nada. El pulso de la noche iba pautando las intervenciones y latidos de Manuel. Así comienza por una bella canción, Tengo el alma triste, cercana a la zambra caracolera; para seguir con unos aires de Arcos, dedicados a la memoria de Enrique Morente (Di, di Ana por qué bordas sábanas como el jazmín), que cantaba el lebrijano Pedro Peña, rematados por soleares, de cortos tercios, llenas de pellizco y abandonos del micrófono; constante que marcó su actuación hasta el final del espectáculo.

Continúa con unas seguiriyas por petición de sus músicos, Antonio de Patrocinio y Víctor a la guitarra y José Moreno, su hijo, a la percusión, que disfrutaban y se sorprendían como los mismos espectadores. Esta vez sentado. Aunque duró poco. El Pele es alma inquieta y no reposa ni un segundo, ya baila un poquito, ya se agarra a la silla, como Toronjo, ya se retuerce sobre sí mismo, y se arrancaría la piel si pudiera, ya juega con los rincones, ya sube las escaleras, en medio de las alegrías, hasta la fila ocho o diez, donde saluda a un aficionado antes de bajar.

En los fandangos se acuerda de su nieto; y, una de sus canciones estrella, El Alma, compuesta por su sobrino, Lin Cortés, y grabadas en el disco de éste, Gipsy Evolution (2014), la interpreta con su paisana Lucía Leyva, venida para la ocasión.

Las cantiñas, impregnadas de Córdoba, se las dedica a los guitarreros de Granada. Improvisa, recorre el escenario de esquina a esquina y, como digo, abandona la escena y sube los peldaños acordándose nuevamente del maestro Enrique, cuando adapta a Alberti (Si mi voz muriera en tierra) o sentencia: Deseando una cosa, parece un mundo...

Cuando, después de los aplausos, vuelve a las tablas, es para rematar por bulerías, dedicadas a otro de los grandes, Manuel Molina, que, decía, estaba enfermo. La fiesta es un cúmulo de invenciones al modo de Manuel, mezcladas con sus propias composiciones y un poquito por cuplé.

Todo un espectáculo. Una exhibición de maestría y poder. La mejor manera de culminar el ciclo Flamenco Viene del Sur, que este año nos ha dado grandes satisfacciones.

Soneto corto

Soneto corto

En nuestra juventud, casi al final de nuestra larga adolescencia, fuimos a leer poemas a la Casa-Museo de Federico García Lorca en Fuente Vaqueros, el pueblo de su infancia. Tras el recibimiento, con un vaso de limonada, rebosante de hierbabuena, y la visita a los fondos allí expuestos, salimos al jardín, fatigado de verde y flor, donde un pozo blanco le confería identidad.

Bajo el busto broncíneo de Miguel Hernández, erigido en el centro del centro de su principal pared, cuajada de boje, con motivo de su homenaje, nos dedicamos al impar recitado.

Mi compañero anunció un soneto, ante el silencio admirado del público breve, y leyó once versos. Tras la lectura, las objeciones no cesaron. El soneto es una combinación métrica cerrada. Proveniente de Italia, se introdujo en España en el siglo XVI, convirtiéndose en faro y guía de todo poeta que se precie hasta la fecha.

Es inamovible. Como sabemos, consta de catorce versos generalmente endecasílabos de rima consonante, distribuidos en dos cuartetos seguidos de dos tercetos. (El planteamiento de un tema se hace en los cuartetos y la resolución y conclusión en los tercetos.) Los cuartetos tienen la misma rima (ABBA, ABBA). Los tercetos suelen ordenarse CDC, DCD, aunque se admiten otras combinaciones (por ejemplo CDE, CDE).

Aunque bastante infrecuente en la literatura castellana, también existe el llamado ‘sonetillo’, que no es más corto, sino de arte menor (versos de ocho o menos sílabas), empleado en los siglos XVII y XVIII, por ejemplo por Tomás de Iriarte, o posteriormente por los poetas modernistas. Manuel Machado lo empleó con meridiana fortuna.

Leo ahora, en un cuento de Thomas Hardy, Una mujer soñadora, perteneciente a Life’s Little Ironies (1912), en la descripción de un poeta a todas luces romántico que «perpetraba sonetos en verso libre, al estilo isabelino». Lo que me hace recordar la anécdota anteriormente anotada.

Buscando su definición, empero, no encaja con el “verso libre” al que se refiere Hardy, pues el ‘soneto inglés’, llamado también ‘soneto isabelino’ por haberse originado durante el reinado de Isabel I de Inglaterra, tiene la siguiente estructura: ABAB, CDCD, EFEF, GG, esto es, se compone de tres serventesios y un pareado.

Continuando mi búsqueda, sin embargo, el poeta Edmund Spenser (1552-1599) escribió sonetos en verso blanco, es decir, prescindiendo de la rima, aunque de métrica regular, denominado en los países anglófonos spenserian sonnet (‘soneto spenseriano’).

Algunos de los más importantes sonetistas en lengua inglesa, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, han utilizado este tipo de composición, por ejemplo John Milton, William Wordsworth o Dante Gabriel Rossetti, además del mismo Thomas Hardy.

Cuando el diablo tira la toalla

Cuando el diablo tira la toalla

A lo largo de los siglos se ha concebido el mundo como un ‘valle de lágrimas’ (me acojo a la conciencia judeocristiana, pero bien podía referirme a cualquier creencia, ciega en esencia). Desde que nacemos, caminamos irremediablemente hacia la muerte, sorteando mil y una adversidades, que convierten nuestra estadía en la tierra en un infierno pasajero, si no, en el verdaderamente eterno.

Que el hombre es un lobo para el hombre, ya lo sabemos; que el infierno, son los demás, ya nos lo contaron; que los verdaderos demonios están en este mundo, lo comprobamos fehacientemente cada vez que abrimos un periódico o atendemos a las noticias.

Somos, no nos engañemos, lo mejor y lo peor de este mundo. Decía Mae West: «Como buena, soy muy buena; como mala, soy mejor». Toda la historia está llena de atrocidades. Kark Kraus escribió: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres».

Porque, visto lo visto, es difícil concebir a un ser más maligno que los conocidos a lo largo de los tiempos o en nuestra historia inmediata (según Shakespeare, «El infierno está vacío, todos los demonio están aquí»). El infierno supera posiblemente a determinados lugares de la tierra, a determinados extremos, tan sólo por su carácter perenne. Lo bueno y lo malo de esta vida es finito, acaba con la muerte.

«Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas», escribió García Márquez, en El cataclismo de Damocles.

El diablo, nos contaron, tiene cuerno, patas y rabo de macho cabrío. Nos tienta en las encrucijadas para que hagamos el mal y le vendamos nuestras almas, a veces, a cambio de baratijas. El mal existe y su personalización es el demonio, exista o no exista, esté o no esté, sea o no sea. Ya nos encargaremos nosotros de buscarlo, de conferirle identidad.

Cioran, en Breviario de podredumbre, escribe: «Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?».

En El nombre de la rosa, Umberto Eco explica: «El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede».

«Hitler era lector voraz, cuenta Fernando Báez en El bibliocausto nazi, un bibliófilo preocupado por las ediciones antiguas, por Arthur Schopenhauer, y una devoción entera por Magie: Geschichte, Theorie, Praxis (1923) de Ernst Schertel, obra en la que todavía se puede encontrar subrayado de su puño y letra la frase: “Quien no lleva dentro de sí las semillas de lo demoníaco nunca dará nacimiento a un nuevo mundo”».

Comer camello

Comer camello

“Ave que vuela va a la cazuela”, cuenta un antiguo dicho español, que se me antoja próximo a Galicia, pues Cunqueiro reconocía el poco avance de su pueblo en el arte cisoria, porque primero comían y antes de interrogar la pieza, que es como el que dispara y después pregunta.

Hay civilizaciones que saborean bocados imposibles. No sólo nuestro paladar occidental reprueba que se coma carne de perro, como los coreanos, por ejemplo; insectos variados y crujientes, como en gran parte de los pueblos orientales; o serpientes de cascabel, como en Texas; sin hablar de los sesos crudos de mono u otra suerte próxima a la antropofagia; sino que algo tan cercano como la carne de caballo es una exquisitez en Francia.

Por nuestra parte, en España se comen caracoles, dieta aberrante para muchas naciones. Eso sin contar los callos, los higadillos, la asadura o la lengua…

El camello, por no hablar del hipopótamo o del cocodrilo, también enriquece el menú de fortuna en algunos rincones. Leo recientemente un cuento de Elías Canetti, Mis encuentros con camellos, del que entresaco esta conversación surgida entre las calles de Marrakech:

«—¿Es que se come aquí mucha carne de camello? —pregunté.
»—¡Muchísima!
»—¿Sabe bien?, nunca la he comido.
»—¿Jamás ha comido carne de camello? —Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió—: ¿Nunca ha comido carne de camello?
»Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se servía otra cosa que carne de camello».

En varios lugares de sus escritos (Cuentos, Nicéforas y el grifo, Estética del gusto), Joan Perucho hace referencia al ‘enigmático’ Tratado de carnes de don Faustino de la Peña (1832), en el que describe el sabor y características de varios elementos cárnicos, incluyendo la ‘carne blanca’, que es el pescado, o la ‘carne humana’, de la cual, su consumo, don Faustino no es partidario. En la entrada dedicada al camello bactriano [de la tierra de Bactra: nombre con el que los griegos designaban la región correspondiente a la zona septentrional del actual Afganistán y las partes meridionales de las actuales repúblicas centroasiáticas de Uzbekistán y Tayikistán, a partir del nombre del río Bactro], distinguiéndolo del camello pardial o jirafa [camelopardal, llamaban los antiguos a la jirafa, compuesto del griego kamelos (camello) y pardalis (pantera). Varron afirma que debe su denominación a su parecido con el camello por su figura y con la pantera por sus manchas] o del dromedario, el compilador nos dice: «Esta especie es muy conocida por su cuello largo y gran corcova, la cual se compone, como en todas las demás especies que la tienen, de una sustancia grasa y carnosa. Es, entre los animales domésticos, el más antiguo que conoce el sello de la esclavitud, aguantando el hambre y la sed ocho días [Plinio, en su Historia natural, les concede la mitad de esos días]. Se cría en Egipto. Su carne vieja y trabajada presta groseros jugos para alimento. La leche de las hembras es muy salitrosa, pero aguada es buena».

Herodoto de Halicarnaso, en su obra histórica propone la carne de camello como una comida habitual en determinadas partes de África. En el primero de sus nueve libros, por ejemplo, comenta: «La gente más rica y principal puede sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores».

A estas alturas, consulto El Corán, arbitro de prohibiciones y concesiones divinas. En la Sura XXII, La peregrinación de la Meca, versículo 37, dicta: «Hemos destinado los camellos para servir en los ritos de los sacrificios; halláis también en ellos otras ventajas. Pronunciad, pues, el nombre de Dios sobre los que vais a inmolar. Deben permanecer en pie sobre tres pies, atados por el cuarto. Cuando la víctima ha caído, comed de ella y dad al que se contenta con lo que se le da, así como al que pide. Nosotros os los hemos sometido, a fin de que estéis agradecidos».

La sombra alargada

La sombra alargada

Alegoría flamenca, De la raíz al aire

Desde una involuntaria perspectiva acuñada por el vértigo de los días, le dedico unas palabras al concierto debut que nos brindó Álvaro Pérez ‘el Martinete’ hace más de una semana, en concreto el 16 del presente en el teatro Isabel la Católica. A pesar de la distancia e interferencia, una sonanta bien templada se impone en el recuerdo. La limpieza aguda y añeja, la exactitud en el dígito y una madurez sorprendente en un músico tan joven son monedas habituales en su entrega.

Dejadme, sin embargo, que lo prefiera en solitario (granaína, rondeña o vals) o con el ligero aire de un compás o breve instrumento que con la orquestación que se rodeó que a veces abigarraba el discurso por el excesivo e innecesario hórror vacui.

Una segunda guitarra, Rafael Soler, le confiere una réplica precisa que le ayuda a mantener el equilibrio; y un calor que se cuaja en el zapateado de Esteban de Sanlúcar arropado por su maestro Miguel Ochando.

Los violines, David Gómez y Ángel Bocanegra, añaden el punto vanguardista que se debe tener, así como el impecable bajo de Julián Heredia, lleno de compás y flamencura.

Las voces son necesarias, aunque ni Alicia Morales (que sobresale en la vidalita) ni Jaime ‘el Parrón’, como artista invitado en lo más jondo, estuvieron totalmente acertados.

La percusión (Antonio Gómez) se impuso a veces sin razón. Pilar Fajardo, al baile, ya en sombra ya visible, rubricaba bellos momentos.

Completa la noche, intercalándose con lo ya mencionado, unos tangos del Sacromonte y una zambra, reivindicando su origen granadino; unas malagueñas y verdiales, que se asoman a la ciudad vecina; y unas bulerías que ponen el punto y final a una noche, que nos asegura la largura de su guitarra, que, como la sombra de Miguel Delibes, también es de ciprés.

Lo que permanece

Lo que permanece

Flamenco Viene del Sur. Caprichos del tiempo

Salvador Dalí dijo: ‘La moda es lo que pasa de moda’. Isabel Bayón huye de lo novedoso, de la corriente, para quedarse con lo imperecedero, con el sentir que deja huella, con un baile que se ha aferrado a su epidermis tan fuerte como su identidad. Y es que Isabel está atravesando un momento de plena madurez artística, de seguridad y convencimiento. Tiene una forma pausada y concisa. Prefiere la permanencia a la espectacularidad.

Caprichos del tiempo obtuvo el Premio de la Crítica en el Festival de Jerez de 2013 y se presentó con meridiano éxito en la pasada Bienal de Flamenco de Sevilla. El lunes de esta semana lo pudimos ver en el teatro Alhambra de Granada con igual recompensa, tanto para la bailaora y sus acompañantes, como para el público aficionado. Ya que, desde su primera obra personal, La mujer y el pelele, pasando por su penúltima propuesta, En la Horma de sus zapatos, se la recibe con agrado y seguridad.

Al preguntarle por su cuadro de músicos en una entrevista, en días pasados, que le hice para la radio (La Voz de Granada), con verdadera emoción respondió que era un gusto rodearse de primeras figuras, David Lagos y Miguel Ángel Soto ‘Londro’ al cante; Jesús Torres y Juan Requena a la guitarra; y José Carrasco a la percusión. Y es verdad que componen un cuadro excepcional, cada uno con sus logros individuales y su trayectoria.

La obra da comienzo con sonidos de reloj, grillos y campanas que nos muestran a una bailaora descalza, como reflexionando, hasta desembocar en una silla, donde se coloca los tacones y se acuerda de Mario Maya en sus formas, mientras los dos cantaores le hacen compás por fiesta, hasta que, puesta en pie, propone un zapateo a distinta velocidad e intención, ilustrando la malagueña de Chacón con la que empezó un verdadero homenaje a la ciudad costera, a sus montes y sus verdiales.

La farruca tuvo una generosa introducción de guitarra, en la que la sevillana, con sombrero cordobés, se muestra comedida y variable. David Lagos, reciente Lámpara Minera, le pondrá voz a un comienzo añejo, con sabor a Sabicas, para pasar, con los melismas del ‘Londro’, a un concepto contemporáneo a gran velocidad.

Recordando a Paco de Lucía se arrostran las guajiras, que son largas, con abanico y agradecido juego de caderas, la sensualidad y flirteo con sus músicos, incluyendo, como otras veces el beso a Jesús Torres en los labios.

En off seguidamente suena la voz de Vallejo, acompañado por Montoya y Antonio el bailarín, proyectado al pie del tajo de Ronda. Isabel bailaba por seguiriyas, que canta el ‘Londro’ y un inmenso David Lagos cuajado de gusto. Isabel remedó el martinete de Antonio en Ronda la vieja, con los cinco músicos rodeándola y haciendo compás.

Acaba la función con el mismo tic-tac de un comienzo que nos retrotrae a Isabel niña proyectada, hace 35 años, bailando con bata de cola rosa, con todo  el arte y la madurez que se puede tener a esa edad. Isabel, la de ahora, se mira en ese espejo del pasado y borda unas cantiñas de antología.

Bastantes minutos de aplausos arrancaron un simpático final de fiestas por bulerías, donde todos al unísono se dieron su pataílla.

* Foto de Alejandro Espadero©, tomada del programa.

Veinte años de recuerdos

Veinte años de recuerdos

20 años de Ballet Flamenco de Andalucía. Imágenes

Cuando se asiste a una obra rodada, se corre el riesgo de abrazar ideas preconcebidas. Imágenes celebra los veinte años de Ballet Flamenco de Andalucía. Se estrenó en la Bienal Flamenco de Sevilla y visitó el Festival de Jerez. Las opiniones, como es natural, se han multiplicado y la crítica pesa. Que si es repetitivo, que si se abusa de la propuesta coral, que si roza la frialdad, que si hay un exceso de taconeo, que si se extralimitan los tiempos, etc.

Yo romperé una lanza a favor del Ballet Flamenco y de su directora, Rafaela Carrasco. Puede que a lo largo de la función las dudas antes mencionadas sean razonables. Pero la elección de los momentos, el espíritu y la calidad de los participantes, el concepto minimalista de su directora y la proyección de futuro, creo que son gratas razones para apoyar su propuesta.

Rafaela Carrasco por suerte ha vivido estos veinte años de la compañía, en el cuerpo de baile, como repetidora y ahora en el pescante de la diligencia. Ella misma ha elegido las piezas, de modo muy personal, y les ha dado un carácter más novedoso, sin olvidar el origen y a sus creadores, los cinco directores que le precedieron, haciendo de la obra un todo armónico y con sentimiento.

Descubrimos así, no sólo la trayectoria del ballet en cada uno de sus montajes, sino que entrevemos, de manera más o menos acertada, el camino que ha decidido proseguir, el de la experimentación, el de la vanguardia, el de la sorpresa.

Imágenes fue galardonada en la última Bienal de Sevilla con el 'Giraldillo al Mejor Espectáculo', en la que hay que destacar la parquedad en los colores, tan sólo negro y blanco, maculados de vez en vez con detalles en rojo (unos tacones, una faja, un mantón o un vestido); la obra coral y las pinceladas individuales, la imbricación de cada uno de los temas y ese continuo dejar las puertas abiertas tanto a lo que vino como a lo que ha de venir.

Comienza la noche evocando a Mario Maya, Del Maestro (1994), y su tremendo juego de banquetas con fondo de martinetes. En la oscuridad (dedicado a María Pagés, 1997) deslumbran los solistas Ana Morales y David Coria, que se alumbran con farolillos por romances mientras una nube púrpura cruza la luna.

En Leyenda (dedicado a José Antonio Ruiz, 2002), Rafaela evoca a Carmen Amaya con una bata de cola blanca de varios metros (terminará colgada al fondo del escenario, como homenaje perpetuo), atravesando el escenario, con un baile parsimonioso, para adentro, mientras, enorme, Antonio Campos canta a capela unos tientos. Antonio es un cantaor de oficio, que se toma en serio su profesión y se autoexige constantemente.

También es preciso destacar la gran aportación del segundo cantaor, Gabriel de la Tomasa, y de los guitarristas Jesús Torres y Juan Antonio Suárez ‘Cano’.

El Viaje al Sur, de Cristina Hoyos (2005), cargado de maletas, se convierte en Mirando al Sur, donde el solista Hugo López, individual o en conjunto, redondea la pieza.

El espectáculo termina con Las cuatro esquinas que remeda el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Rubén Olmo (2013), donde por romeras y cañas se impone, quizás demasiado, el mantón. Final que rubrica con esbeltez Rafaela Carrasco poniendo un punto seguido a su labor y mostrando el buen pulso de su ballet.

* Foto tomada de la web de la Junta de Andalucía.

Una labor necesaria

Una labor necesaria

Granada en Danza. II Temporada. No pausa

Hay días que me propongo disfrutar sin mayor trascendencia y acudo a los espectáculos ligero de equipaje y con los sentidos vírgenes. Hay días que mi papel de crítico pasa a un segundo plano y me abandono en la propuesta, en aprehender más que analizar. Hay días que, a conciencia, me olvido el bolígrafo en la casa y la maleta abierta.

El viernes fue uno de estos días. Quise absorber las propuestas de Daniel Doña con la inocencia con la que se desnuda un niño, pues no tengo obligación de nada. El poso de la función quedaría en el archivo de mi memoria. Pero la profesión va por dentro y no me resisto a tomar nota mental de mis impresiones y a plasmarlas en este blog para dejar constancia.

Por eso, por la ausencia de propósito, no podré hacer una disección minuciosa, como acostumbro, sino dar una panorámica, una visión general de su latido.

No es la primera vez que veía a Daniel y sus propuestas dancísticas. La última de ellas en este mismo ciclo, acompañando a Teresa Nieto, el 6 de febrero. Pero es ahora cuando lo vemos de protagonista, de gobernador de su propia compañía (María Alonso, Cristina Gómez y Cristián Martín) y de coreógrafo avezado.

La danza española (como la escuela bolera) se ha convertido en un arte marginal dentro de las propuestas escénicas de nuestro país. Unas manifestaciones que otrora han gozado de una imprescindible presencia en nuestros escenarios, ahora se encuentran poco menos que ninguneadas (como el arte en general, como la cultura, pero más extremo si cabe); ausente de programación y de circuitos. Las señas de identidad de una España que se desmorona, precisamente son esas: el flamenco, la danza española, la copla y la escuela bolera. No sabemos que la expresión artística más completa que existe es la danza, el ballet, la compañía de un coreógrafo, de unos bailarines.

Impresiona en primer lugar —me conmueve sobremanera— la exactitud en los movimientos de los cuatro bailarines que desarrollan la obra; la verticalidad y elegancia de la que gozan; el sentido del equilibrio, tanto personal (aún más difícil en un escenario de tipo italiano, como es el del teatro Isabel la Católica, ligeramente volcado hacia el público), como de conjunto, en contraposición a la simetría, que a veces también impone su dominio; la concepción del espacio, donde la escena cobra vida y el vacío es un recuerdo.

Porque en No pausa (estreno absoluto) se impone el movimiento sin roce, la búsqueda continua de esa energía que permite avanzar sin descanso. Lo demás es belleza.

Desde la primera pieza, con música española en off, donde se muestra todo el cuadro de baile, sentimos esas sensaciones, reconocemos algo muy nuestro, de esa delicadeza que comienza en el dieciocho y termina en los últimos segundos, como pudimos comprobar en la deslumbrante creación contemporánea que expusieron Daniel Doña y Cristián Martín en el ecuador del espectáculo. Este último, sin embargo, no sedujo como se esperaba en los cantes de levante, que danzó con una de las bailarinas.

La guitarra de Francisco Vinuesa fue precisa, pero el cantaor, lamentablemente, hacía agua, lo que se evidenció sobre todo en la petenera. Más tarde, en cambio, pudo demostrar sus dotes (potencia de voz y dominio, sobre todo en los altos) en los cantes de labor.

Siguieron deslumbrando, ya individualmente, por parejas o por grupos, con castañuelas y platillos, en los abandolaos, en la zambra y zorongo, coreografiada por el estupendo bailaor Marco Flores, y con los verdiales, y su serie de instantáneas, que pusieron el punto final a una noche necesaria.

¿Crees en Dios?

¿Crees en Dios?

Una pregunta que siempre nos ha perseguido, reluciendo en determinados momentos de nuestra vida, es sobre la existencia de Dios, o más bien sobre nuestra creencia personal sobre el Altísimo, el supremo Hacedor, un ser omnisciente y omnipotente, creador de todo lo habido y por haber.

Lo más fácil es decir sí o no, que se complica cuando hay que argumentar ontológicamente dicho monosílabo, que, en ese caso, variadas veces apoyamos en citas de autoridades.

Una pintada en muro anónimo rezaba: “Dios ha muerto”, firmado Nietzsche; en un lugar inmediato ponía “Nietzsche ha muerto”, firmado Dios. Cada uno, según su creencia, considere la frase más realista.

La existencia de Dios, al menos en nuestras mentes, es necesaria. Voltaire decía: «Si Dios no existiera habría que inventarlo». Es una tranquilidad, es un consuelo, no sólo la existencia de nuestro Padre, sino su programa político, sus promesas de cielo, de vida futura y de resurrección.

Hay mucho deísta, como hay mucho ateo y mucho agnóstico. Quien cree, ve a Dios en todas partes; quien reniega, no encuentra ningún razonamiento lógico sobre su realidad; quien duda, no lo advierte, pero podría reparar en él en cualquier momento.

Bertolt Brecht, en Historias de almanaque, escribe: «Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió: “Te aconsejo que medites si tu comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si permaneciese inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la cuestión: Efectivamente, necesitarías ese dios”».

Mario Benedetti reconocía con la conciencia de la tolerancia divina: «No sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda».

Borges sí creía en Dios, pero se lo cuestionaba en cada página, como demandaba sobre el tiempo, el destino, el infinito, la muerte…

Henry Miller, visceral donde los haya, pensaba: «Si Dios no es amor, no vale la pena que exista». En uno de sus libros, lamento no recordar en cuál, apunta una oración en la que se muestra creyente de “todo lo visible e invisible”: «Creo en Dios Padre, en Jesucristo, su único Hijo, en la Santísima Virgen María, en el Espíritu Santo, en Adán Cadmio, en el cromo níquel, los óxidos y mercurocromos, en las aves acuáticas y los berros, en accesos epilépticos, en la peste bubónica, en Devachán, en las conjun­ciones planetarias, en las huellas de los pollos y en el lanzamiento de bastones, en las revoluciones, en las bancarrotas, en las guerras, terremotos, ciclones, en Kali Yuga y en el hula hula. Creo, creo. Creo porque no creer es volverse como el plomo, yacer postrado y rígido, por siempre inerte, consumirse...».

En Oficio de tinieblas 5, Camilo José Cela, con un pesimismo extremo, afirma rotundamente que «dios jamás supo que tú creías en él».

Stendhal es radical cuando afirma: «La única excusa de Dios es que no existe». En Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Woody Allen lo expresa de esa forma tan cotidiana: «No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta a ver si consigues un electricista en un fin de semana!».

Alfonso Salazar, hace tiempo, parafraseó: «Dios ahoga, pero no existe»; y no sé de quien leí recientemente que «Dios existe, pero poco».

Quizá la razón sea esa: Dios está, pero no está (que es otra forma de estar) (“Dios es el único ser cuya esencia es su existencia”); es, pero no es (que es otra forma de ser, como el desamor forma parte del amor).

Termino con un diálogo extraído de la película estadounidense La isla, de Michael Bay (2005), en la que uno de los protagonistas cuestiona: «¿Qué es dios?»; a lo que le responden con otra pregunta: «¿Alguna vez has cerrado los ojos y has pedido algo que deseabas mucho?»; un silencio afirmativo, un sí explícito, responde a esa evidencia; el mismo interrogado argumenta tajantemente: «Dios es el que te ignora».

El primer arma homicida

El primer arma homicida

Nada más componer el título de este pots, veinte objeciones me asaltan. Nunca he estado a favor de las generalidades ni de las sentencias absolutas. Especificar que algo sea lo mejor, lo más, lo primero, conlleva conocer todo lo semejante, todo lo habido hasta el momento. El riesgo del superlativo, si no viene tildado de algún humilde condicional o apóstrofe relativo, supone un riesgo inestable para quien pronuncia la rotundidad.

Hablar del primer homicida de la historia (o su vil instrumento) quiere decir que antes no hubo ninguno, que el asesinato comenzó con ese suceso, que conocemos fehacientemente su autoría y precedencia.

Limitaré no obstante el espacio, acogiéndome a la Historia Sagrada de las religiones monoteístas, a las creencias religiosas de la creación, donde nuestros primeros padres, de los cuales partimos el resto de la humanidad, eran seres compuestos de todos sus miembros.

Acotado el terreno, es fácil dilucidar que me refiero a Caín (el primer nacido, según la crónica oficial) y el arrostramiento fatal con su hermano Abel.

Como sabemos, siguiendo las versiones hagiográficas, Abel era pastor y su hermano agricultor. Ambos elevaban preces y sacrificaban el fruto de su trabajo al Altísimo.

Mientras el humazo de la cosecha inmolada de Caín se esparcía por tierra, la fumarada del cordero del segundogénito se elevaba hasta confundirse con los cúmulos de un buen día.

El hermano mayor sintió envidia (por primera vez en la historia) y pasó lo sucedido. En palabras textuales de la Biblia (Génesis 4:8), “Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató”.

El Corán nos dice (sura V, aleya 30): “Cuéntales la historia, tal cual es, de aquellos dos hijos de Adán que presentaron sus ofrendas. La ofrenda del uno fue acep­tada, la del otro fue rechazada. Este le dijo a su hermano: Voy a matarte”.

El Libro de Enoch y otros libros sagrados y escritos cuentan simplemente que Caín asesinó a Abel. En ningún sitio se dice cómo. Es nuestro subconsciente colectivo, y las manifestaciones artísticas expresadas desde el siglo IX, concebimos una quijada de burro como arma homicida.

Se podía pensar que los cristianos de la Edad Media llegaron a esta conclusión por analogía con la historia de Sansón que se narra en el Libro de los Jueces [15, 14-17]: “Cuando estaban por llegar a Lejí, los filisteos le salieron al encuentro dando gritos de triunfo. Entonces el espíritu del Señor se apoderó de él: las cuerdas que sujetaban sus brazos fueron como hilos de lino quemados por el fuego y las ataduras se deshicieron entre sus manos. Allí mismo encontró una quijada de asno, todavía fresca, extendió su mano, la tomó y mató con ella a mil hombres. Entonces Sansón exclamó: Con la quijada de un asno hice dos pilas de cadáveres; con la quijada de un asno dejé tendidos a mil hombres. Cuando terminó de hablar, Sansón arrojó la quijada del asno”.

En 1942, el historiador lituano-estadounidense Meyer Schapiro publicó un artículo sobre esta cuestión en la revista The Art Bulletin, en el que considera que “se eligió esta arma por la concurrencia de dos motivos principales: por un lado, durante la Edad Media, los aperos de labranza solían fabricarse con los huesos de los animales muertos y, la forma de las quijadas era muy útil para ser empleada en el campo como hoz; partiendo de esta base, el pueblo llano asimiló con buena lógica que el primer asesino hubiese utilizado el mismo arma que ellos usaban en su trabajo; y, por otro lado, la mandíbula inferior de la boca siempre se ha relacionado con el concepto de la puerta del infierno, representada por un terrible ser monstruoso con las fauces abiertas, dispuestas a tragarse a los pecadores, de ahí que la quijada también llevase implícito los elementos de la bestialidad y la maldad”

Sin embargo, a lo largo de la historia (sobre todo artística y literaria), para este episodio se han recurrido a diferentes armas, palos, piedras, hoces, bastones, azadas, guadañas e incluso un tizón de las ascuas del altar donde los hermanos practicaban los sacrificios.

Thomas de Quincey cuenta al respecto, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, que un autor se inclina por una horquilla, San Crisóstomo por una espada, Ireneo por una guadaña y Prudencio, poeta cristiano del siglo cuarto, por una podadera de setos (Frater, probatae sanctitatis aemulus, Germana curvo colla frangit sarculo); es decir que su hermano, celoso de su comprobada santidad, lo degüella con una podadera curva.

El padre Mersenne, erudito católico francés del siglo XVII, que estudió diversos campos de la teología, afirma en la página mil cuatrocientos treinta y uno (sic) de su comentario al Génesis, apoyándose en la autoridad de varios rabinos, que la causa de la pelea entre Caín y Abel fue una muchacha; y que, conforme a diversas versiones, Caín se valió de sus dientes (Abelem fuisse morsibus dilaceratum a Cain) para acabar con su hermano.

Zapatero a tus zapatos

Zapatero a tus zapatos

Según cuentan Plinio el Viejo y Valerio Máximo, Apeles, pintor de la corte de Filipo de Macedonia y de su hijo Alejandro Magno (s. IV), exponía sus cuadros públicamente en el foro para ser admirados.

Cierto día en que el pintor había sacado a la plaza el retrato de una persona principal que acababa de concluir, un zapatero que por allí pasaba, se fijó en el cuadro y apuntó un desperfecto en las sandalias de dicho personaje.

Apeles, consciente de la autoridad del zapatero, llevó la pintura a su casa y la devolvió a examen popular habiendo atendido las objeciones del remendón.

El zapatero volvió a observar la obra expuesta una vez corregida y, envanecido por su poder, se atrevió a opinar sobre otros detalles de la tabla.

El pintor entonces, entreviendo la ligereza del solador, le amonestó con dicha frase proverbial: ‘Zapatero a tus zapatos’.

Plinio el Viejo dice en su crónica que “el zapatero no debe juzgar más arriba de las sandalias”.

Ha pasado un ángel

Ha pasado un ángel

El milagro es levantarse cada día en un canto perdido en el desierto. Andaba de explorador. Coincidí en un sueño con una chica de pelo rojo y rostro velado. Sin apenas hablar, nos adentramos en la floresta sobre el bamboleo de un paquidermo cansado. Los sonidos de la selva agudizaban el silencio, la soledad. No supe cómo, después de fatigar intrincados caminos que aparecían a nuestro paso, como quien escarba en gelatina, nuestro elefante se trocó en dromedario que alimentaba la fila interminable de una caravana de beduinos. El sol caía generosamente relajado en ese infinito de arena. El lomo de la bestia precedente identificaba nuestro camino.

Ya, por la noche, con un descenso abismal de la temperatura, en una carpa de índigos velos nos hablaron del ángel. Cayó de puños en una alquería, cuyo nombre se perdió en la tiniebla de los tiempos. Su destino era alimentar las huestes calcinantes del erebo, pero se topó con la herida de este mundo y, hecho carne, habitó entre nosotros, condenados a vagar en la rutina de un desierto sin sentido. Borges interpretó que el mejor laberinto no contaba con paredes ni galerías. El simple vacío, el silencio intemporal, monótono, era el dédalo más profundo.

Quizá fuera la condena del ángel, quizá fuera su bendición postrera poner fin a las brasas y a la arena infinita alentando el último paso con un hálito de sombra, con una gota de agua, con verdor entre las dunas. Más que alígero era palmera, era pozo, era el oasis milagroso.

Quien nos hablaba parecía no tener cuerpo, como tampoco tenía rostro mi compañera. Era sólo un turbante azul arrollando un hueco negro que consumía el espacio, empero con ojos de fuego, fijos en nuestra imagen.

Era premonitorio el anuncio del ángel. Si queríamos abandonar ese desierto —si queríamos despertar—, había que encontrar al ser alado. Sentí anhelante a mi amiga, que quizás me tomara de la mano. ¿Sería yo un ser sin facciones, como ella era para mí?

Cuando abandonamos la tienda, la nada reinaba afuera. El viento había borrado todo signo de vida. Ni gentes ni animales ni objetos. Ni rastro de la caravana que habitamos.

Un rumiante echado en tierra, tal vez el nuestro, con los ojos ocultos y la cabeza gacha, superaba las batidas del viento. Montamos a horcajadas, uno detrás de otro, y nos adentramos en la noche fría, sin huella ni destino. Las túnicas y pañuelos, que servían tanto para la sombra como para la luz, se sucedían con pasmosa velocidad. Atravesamos dunas sin fin hacia un horizonte que jamás alcanzamos.

Una fortuita tormenta de arena nos avanzó hasta un caravasar donde unos chiquillos pizmientos jugaban en una poza. Mi compañera desapareció, aunque dejó el recuerdo evanescente de su pelo rojo a juego con sus labios.

Algunas cabañas de adobe y palma se arracimaban al lado del hontanar, bajo las datileras altas. Más alejadas, unas ruinas denunciaban viviendas de tiempos mejores. Columnas truncadas y arcos sin fundamento, de piedra y poro, salpicaban un suelo comido por la arena. Mis pasos buscaron la sombra de un dintel. No más sacarme las botas de caña advertí a un anciano a mi costado que reposaba sus años. Se llevó la derecha al pecho en señal de saludo y volvió a recostarse bajo las dovelas leprosas. Me acerqué. No tenía edad. Su cara era como un tubérculo seco enmarcado por una barba cana. Le interrogué de inmediato por el ángel.

—Ya no vive —dijo sin apenas mover los labios.

Creía que era un rumor, pensaba mientras me acuclillaba a su lado enjugándome el sudor con un pañuelo blanco. Si lo conocía, pregunté. Si lo había visto. Si era verdad lo que contaban, que podía purificar las ánimas y liberarnos de este sueño de arena, seguí anhelando.

—Eso dicen —respondió.

Era parco. Tendría que desmenuzar mi interrogatorio. Pero, antes de volver a abrir la boca, el anciano, mascando la nada, retomó nuevamente la palabra.

—Vivió en esta alquería —dijo incorporándose breve—. El desierto comenzó a acabar con su presencia. El verde y el agua se extendieron. Era la esperanza. El hombre del laberinto hallaba la salida. Crecieron los palacios y los templos, las plazas y los barrios y con ellos los artesanos, los comerciantes y los reyes con sus riquezas y sus ejércitos. El primero de los reyes logró capturar al espíritu celeste y encadenarlo a su lado. Se erigió en dador de vida y de muerte. Hasta que el ángel no quiso ser ángel, abandonó su luz y su condición, se fracturó las alas. Fue condenado a grilletes de por vida. La desaparición de su esencia, empero, conllevó el reino aniquilado. Se retiraron las aguas y la arena engulló la piedra y el vegetal.

¿Y el ángel?, fue pregunta obligada que se atoró en mi garganta, cuando el hombre, incorporado fatigosamente, se adentró en las ruinas donde una mano de sombra envolvió su cuerpo. Dos protuberancias blancas, sangrantes, se dibujaban en las rasgaduras de su espalda.

* Ruinas cristianas en el oasis de El-Kharga

Al principio fue la luz

Al principio fue la luz

Flamenco Viene del Sur. P’atrás

La historia del flamenco es ancha, más por sus lagunas que por sus certezas. Las hipótesis se suceden y las luces siempre están veladas. Sin embargo, reconocemos pilares inamovibles, señas de identidad generalmente admitidas. Existe un origen remoto que, como el norte, no es un punto, sino una dirección. Y a esa dirección apuntan los estudiosos y amantes de este arte.

Los flamencos a veces, cada vez más, no son meros intérpretes. Bucean en la historia del flamenco, en los cantes y grabaciones antiguas, en los nombres y sus logros, en los orígenes y en los rincones.

Conociendo estos andamios, no se canta mejor, no se toca mejor, no se baila mejor; pero se canta, se toca y se baila con más fundamento, con la seguridad de un terreno firme y la dignidad de quien camina en dirección a ese norte.

Ana Calí, bailaora granadina, curtida por los años y el oficio, consciente de está búsqueda, nos propone en esta nueva entrega de Flamenco Viene del Sur P’atrás, una mirada, retrotrayéndose desde mitad del siglo pasado hasta el más remoto pre-flamenco, yendo un poco más allá del mero espectáculo. (La primera función en este ciclo fue hace un par de años con De cobre y lunares, donde desgranaba el más añejo baile granadino.)

En 1942, cuando empieza nuestro periplo, Ana y los suyos se trasladan a Nueva York, donde Carmen Amaya les brinda unos cantes de levante. ¿Puede que la granadina, en esta primera pieza, estuviera algo nerviosa? No así su cuadro, rotundo y seguro, donde una guitarra (Alfredo Mesa) se impone como imprevisible partenaire de limpieza y precisión, y unos cantaores (Sergio Gómez ‘El Colorao’ y Alfredo Tejada), posiblemente de lo mejorcito de esta tierra, le infunden conocimiento y seguridad.

De la Gran Manzana descienden, en 1898, al Puerto de la Havana (sic), en Cuba, en donde interpretan unas guajiras, mientras dan el salto a la Península para proponernos unos Juguetillos por cantiñas en las costas de Cádiz (El Puerto y Sanlúcar). Reconocemos ya a una bailaora segura e integral, en la que destacan su limpieza de pies, su juego de cintura y su apego a la tradición.

Los acordes en off de la soleá de Matías Jorge de Rubio, de 1860 (quizás la soleá más antigua grabada), estrenada por el almeriense Julián Arcas en 1867, reciben a Alfredo Mesa en el centro del escenario para interpretarla, en un solo de guitarra memorable, aunque sea un remedo de la misma pieza grabada po Javier Conde hace unos años.

Madrid-Cádiz- Granada es un viaje obligado a principios del siglo XIX, donde el Polo Tobalo toma protagonismo en las voces exactas de los dos cantaores haciendo los ayes al unísono, antes de participarnos, hacia 1835, unas Playeras, o plañideras, que son la puerta de entrada de las seguiriyas.

La Zarabanda, el Romance y la Arbolá son sólo bellas pinceladas al baile de esencia que nos preparan para el final, La Gitanilla, basada en la obra cervantina de 1605, que llega con el pregón de Macandé y el romance del Negro del Puerto.

Una gran obra que irá creciendo con el tiempo; una buena propuesta la de Ana y los suyos, que nos aparta un poco más ese velo ancestral con que cubrimos el flamenco y nos muestra que al principio fue la luz.

La ausencia de ombligo

La ausencia de ombligo

La existencia de ombligo es propia de animales placentarios. Todos los ombligos son redondos, escribía Álvaro de Laiglesia en los años setenta del pasado siglo. Aunque anulares, ningún ombligo es igual a otro. Si no se hubiera centrado la ciencia en la yema de los dedos, habría centrado sus esfuerzos para identificar a una persona en el centro y centro del vientre, aunque sugerente, sería harto más complicado.

El ombligo es el botón de nuestra sexualidad. Existen dos rayas en nuestro cuerpo irresistibles: la una que pasa por los muslos, una cuarta por encima de la rodilla; y la otra que recorre el abdomen recogiendo en su medio el ombligo. (Hay quien carece de ombligo, pero por cirugía o controversias al nacer, aunque la marca siempre queda.)

Las sirenas no tienen ombligo, denuncian frecuentemente naturalistas y mitógrafos. Al ser paridas demediadas en pez, como sus congéneres, carecen de cordón umbilical y por ende de venter ipsum, es decir, de ombligo, que no es más que la marca o cicatriz que deja dicho apéndice al ser retirado.

El modo de formarse esta cicatriz dio lugar en otros tiempos a tremendas controversias para saber si era racional representar con ombligo a Adán y Eva, puesto que nacieron del barro y la costilla respectivamente y no a través del parto.

Joyce lo dice claramente en el primer capítulo del Ulises (1922): “Heva, Eva desnu­da. Ella no tenía ombligo. Mirad. Vientre sin mácula, bien abombado, broquel de tensa vitela, no, grano blanquiamon­tonado naciente e inmortal, que existe desde siempre y por siempre. Entrañas de pecado”.

En 1642, sir Thomas Browne escribe en Religio medid: El hombre sin ombligo perdura en mí (The man without a Navel yet lives in me), para significar, nos aclara Borges, en Otras inquisiciones (1952), que fue concebido en pecado, por descender de Adán.

* Vientre de la modelo checa Karolina Kurkova carente de ombligo.

Con el alma en las manos

Con el alma en las manos

Presentación del disco Sentimiento de Miguel Soler

Hay quien se desnuda en público sin ser un exhibicionista. Hay quien cuenta sus verdades con el alma en las manos. El tiempo, entonces, no sigue siendo como hasta ahora; cuenta con un nuevo desgarro que quizá nos identifica y, en todo caso, nos remueve el corazón.

Sentimiento, el disco que presentó Miguel Soler el viernes, en el teatro de Isidoro Maíquez, no esconde nada; es, como anuncia, puro sentimiento; representa un puñado de amor sincero que desborda su voz y se expanden desde su piano a través de las yemas de sus dedos.

María Martín Romero, Coordinadora Provincial del Área de la Mujer de Izquierda Unida, fue la encargada de abrir la noche, presentando al artista y leyendo unas palabras que, para la ocasión, compuso la poeta Mercedes Elorza, haciendo alusión a la ‘verdad’ del cantor (el grito herido si herida estalla / y el vuelo ensimismado de su canto) y la reciprocidad con quien lo escucha.

Ocho temas propios, interpretados a piano y voz, abren el disco e inauguran la noche. Ocho verdades tan sencillas como la luna, tan profundas como la luna. Sólo los títulos de este racimo de cantes, Abrázame, Seguramente Samantha, Llora la aurora, Sin nada a cambio, Cambio, Sinceramente, Las musas del verso, La luz de Nuria y La fuente del corazón, manifiestan la intimidad del trabajo.

Lo demás es gozo. Gozo de ver a un hombre sensible trasmitiendo su anhelo, gozo de escuchar un piano acertado que vibra con sus manos, gozo de melodías intemporales, gozo de una voz potente y dulce, franca y flamenca en los quejíos, en los silencios y en el espíritu que trasciende.

La segunda parte está dedicada a canciones prestadas. Al igual que dona sus palabras, se apodera de los decires de otros autores, que son también sentimiento y los hace suyos, alargando los tercios, ralentizando el tempo, recreándose en la coda final repetida hasta las lágrimas; acompañadas por las guitarras precisas y eminentemente flamencas de Miguel Ángel Corral y de su hermano Rafael Soler, que fueron en sí mismas otro espectáculo, otra pasión.

A capela comenzó este tiempo con El breve espacio en que no estás, de Pablo Milanés, que inauguró una nueva vuelta de tuerca en la velada.

Para el Romance de Curro El Palmo, de J. Manuel Serrat, requiere la compañía de Juan Trova, su primer invitado. ¡Estremecedora!

Siguen Las simples cosas, de Armando Tejada y César Isella, y Contigo aprendí, de Armando Manzanero, con Ángela Muro, su segunda invitada, que interviene también en el disco, con un feeling especial.

Con Veinte años, de Guillermina Armburu y algunas composiciones de trabajos anteriores, se anuncia el final, que llega de la mano de Federico García Lorca y El pequeño vals vienés, musicado por Leonard Cohen y aflamencado por Enrique Morente.

Unos cuantos fandangos de Huelva, de libre interpretación, y otro de sus temas tradicionales, sirvieron de bises para cerrar una noche cargada de sensaciones.

El latido del mundo

El latido del mundo

XX Aniversario Amigos OCG

Lo primero fue la percusión. Cuando Dios, al séptimo día, vio que todo lo que había hecho era bueno, oyó tambores.

No es difícil concebir a nuestros ‘primeros padres’, ya sea la edénica pareja hagiográfica o el resultado evolutivo celular, entrechocando las palmas o dos piedras o dos palos entre sí, marcando alguna constante rítmica, remedando el sonido del agua de lluvia que se filtraba por los entresijos de una cueva, la resaca de las olas del mar bravío, el bramido solapado de los animales en época de apareamiento, el trino de las diferentes aves o el mismo tan tan de sus corazones.

Los primeros instrumentos musicales —pues a estos compases ya se les puede llamar música—, aparte de la voz, son las partes percusivas de nuestro propio cuerpo, las manos y los muslos, el pecho y los pies. Aunque también se experimentan otros sonidos con el tronco hueco de un árbol o con los huesos pelados de algún rumiante.

El martes pasado, en el Teatro Alhambra, pudimos ver al dúo Mintaka, compuesto por Noelia Arco y Jaime Esteve, para celebrar el XX Aniversario de los Amigos de la Orquesta Ciudad de Granada, con su obra Orígenes.

Según programa, “Orígenes parte de la sencilla desnudez de las manos para hacer un recorrido trascendental, que se va sofisticando en el uso de maderas, pieles, semillas y metales”.

No es mi especialidad hablar de música clásica contemporánea, pero sí hablar de sensaciones, calidad y espectáculo. Y, en este caso, me alucinó la propuesta de elegancia, coordinación y muestra efectiva en cada una de sus propuestas.

En la primera entrega, los dos protagonistas actuaron sobre sendas mesas de madera amplificadas, de un metro cuadrado, más o menos —que, al preguntar, parece que se llama ‘cajón’—, donde percutían, al unísono o imbricadamente, logrando una suerte de mística hipnótica muy especial. La puesta en escena, sus movimientos lentos, sincrónicos, y sobre todo el juego de sombras sobre la tapa fue espectacular.

De ahí pasaron al sonido más convencional de los xilófonos, vibráfonos y marimbas, ya en conjunto ya individualmente.

Aunque, para mí, el momento más fascinante fue el solo de maracas que, a la manera brasileña, interpretó Noelia, con su poquito de coreografía, y sacándole un partido al par de semilleros francamente ilimitado.

Termina la noche con otra muestra en conjunto, donde ella maneja un juego de gong y él un conjunto de tambores, como si fuera una enorme batería en la que los metales están a un lado y las cajas al otro, al compás de una bengala.

Todo esto ilustrado con una escena cuidada, con velitas en el suelo, creando un arbitrario camino al más allá; con imágenes proyectadas en el fondo; y con “sonidos electrónicos que se adentran en el rito antropológico para acabar en una reflexión sobre el fuego, la tierra y la teoría del caos. Y una vez más volver a los Orígenes”.

El autor y su obra

El autor y su obra

La intuición la tuve hace tiempo. ¿Cuál es el momento sublime en que un artista confiere a su obra, ya sea el lienzo, la piedra, el escenario o el papel y la pluma, el marchamo de obra de arte? ¿No es el arte en sí un solo cosmos y el artista su brazo ejecutor? ¿Existe una obra de arte genérica y todas las demás son interpretaciones o participaciones de ese todo, entroncando directamente con las enseñanzas platónicas?

Cuando se comete una supuesta injusticia sobre alguien y, actualmente, el grito manifiesto de los que hacen causa moral, es clamar que todos somos ese alguien que ha sufrido tal abominable atentado. Es una idea. Es un deseo empático con el sufrimiento de la víctima. Un Fuenteovejuna contra la opresión.

No sé quien escribió, quizá Bioy Casares, que cuando un hombre copula son todos los hombres que están copulando. Al igual que cuando dos hombres rezan, Dios está en medio de ellos. O, cuando uno muere, todo ha muerto.

Whitman escribió tan sólo una obra en su vida, Hojas de hierba. Un poemario que alimentaba sin césar. El Canto a mí mismo que compuso un día y no le abandonó hasta la noche. Más cercano es el poeta Juan de Loxa, cuando emprende el libreto de coplas flamencas …Y lo que quea por cantar, en el que manifiesta (en su prólogo de 1981): “a medida que vayan saliendo otras coplas, se irán añadiendo a sucesivas ediciones, si las hubiere, siempre bajo el mismo título”.

Más de un escritor ha reconocido que en el Quijote está todo, que, después de la obra de Cervantes, no se ha escrito nada nuevo. Yo diría incluso, remedando a algunos pensadores contemporáneos, que todo lo que se ha escrito tras el Quijote es continuación de este, o está de alguna manera endeudado con el Libro de los libros.

Borges nos recuerda en Otras Inquisiciones (1952) que Paul Valéry, hacia 1938, escribió: “La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esta historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”. Emerson, continua el argentino, en 1844, en el pueblo de Concord, anotó: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente”. “Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe” (A Defense of Poetry, 1821).

* Portada de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de 1605.

Otro camino, la misma posada

Otro camino, la misma posada

Flamenco Viene del Sur. Por qué cantamos

Rocío Márquez presentó su espectáculo, Por qué cantamos, en el teatro Alhambra, en el ecuador del ciclo Flamenco Viene del Sur. Ella misma se responde en el programa de mano: “Cantamos desde el respeto a la tradición y desde la necesidad de hacerla nuestra. Desde la poesía y para sus autores; desde sus autores para la poesía. Cantamos por y para Mario Benedetti, William Shakespeare, Jorge Manrique, Daniel Olmos, Teresa de Jesús y Juan Ramón Jiménez. Cantamos por y para todas estas razones. Porque es nuestra manera de comunicarnos con el mundo; para que este no se nos escape”. Esas inquietudes nos las quiso traspasar el lunes a todos sus fieles y a los no tan fieles.

Rocío tiene un destino que es la búsqueda. Rocío ha cogido el camino nada fácil de los creadores en el flamenco, de los que miran más allá desde el respeto a la tradición. Rocío es vanguardista sin abandonar ese poso de conocimiento y ortodoxia que ya dejó sentado en sus primeros trabajos discográficos, en sus cientos de recitales y en esa Lámpara Minera que le alumbra desde 2008.

La primera lanza que rompe es a favor de las letras. ¡Hay tanto escrito de belleza sin par! Rebusca en los libros y los autores que de una forma u otra llegan a su cabecera e impregna con ellos su música, que tampoco es convencional. Dándole una vuelta de tuerca a las formas clásicas, experimenta algo nuevo. Es morentiana en su apuesta.

El recital comienza con una granaína invertida con textos de Benedetti. Se trata de una granaína donde la voz hace las veces de la guitarra y viceversa. Pieza interesante, que pronto se convierte en la Jotilla de Aroche y en una suerte de fandangos, que llama de infancia, donde hace un recorrido por los pueblos de su tierra onubense.

Para los tangos se acuerda de Morente y adapta letras de Shakespeare, santa Teresa de Jesús y otros. Su voz es dulce y laína, con una potencia lírica muy agradecida. A su lado, un gran cuadro la arropa. El granadino Miguel Ángel Cortés, a la guitarra, es un derroche de efectividad e inventiva; Agustín Diassera, necesario en una percusión que recoge el latido de la noche; y ‘Los Mellis’ a los coros y palmas, no sólo dimensionan el conjunto sino que lo espolvorean de calidez.

Uno de los momentos que me entusiasmó fue cuando interpretaron Otra Rosa, hermana pequeña de las alegrías, con letra de Juan Ramón Jiménez y un glorioso estribillo coreado.

Trajo a García Lora con la milonga y a Daniel Olmos, un poeta amigo, con Chocolate con pan, antes de embarcarse en las creaciones de Pepe Marchena. El Romance a Córdoba es un decir de mucha dificultad, donde el recitado y la copla se dan la mano en un continuo esfuerzo de habla y canturreo. Rocío sale triunfante de este reto, aunque, quien se acuerda de Marchena, puede poner alguna objeción. Mi ole vaya por delante.

Acercándonos al final, el versátil Niño de Elche sube al escenario, planteándonos con la artista una Performance polifónica a capela de bastantes quilates, siendo lo más extremista e incomprendido de la noche, en el que recita, sobre efectos sonoros repetidos, grabados en directo, el Salmo 21 del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.

La seguiriya ¿Por qué cantamos?, con textos de Benedetti cierra la noche y un círculo cuanto menos interesante que empezó a trazar al comienzo de la velada.

Un par de fandangos naturales, como bis, rubrican otra entrega sobresaliente del flamenco sureño.