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Me llamo Manuel

Me llamo Manuel

Flamenco Viene del Sur. Recital flamenco

Algún aficionado, desde las últimas butacas del teatro Alhambra, gritó en el ecuador del concierto: “Juan, canta por malagueñas”. El Pele, con el control y la parsimonia que le caracterizan respondió: “voy a cantar unas malagueñas, pero no me llamo Juan, que me llamo Manuel, como Jesús”. Y cantó por Málaga. La empezó por el Mellizo, para después proponer lo que él llamó una ‘ensalada’ donde adaptaba la malagueña a sus formas y a sus quejas, para rematar por abandolaos.

Decir que es el cantaor más en forma que tenemos es quedarse corto. El Pele es un artista con todas las facultades que se desean: voz, afinación, sentimiento, personalidad, riesgo, capacidad de improvisación… El Pele está viviendo su mejor momento; su madurez artística. Su universo es propio y lo brinda de todo corazón, con toda la entrega de que es capaz. Cada recital de Manuel Moreno es como si fuera el último.

El Pele ya ha entrado en el universo de los grandes. Es aplaudido y reconocido por todos, grandes y pequeños, ortodoxos y modernos, gitanos y payos. Verlo en directo es trascender. Muchas veces nos preguntamos por la evolución del cante flamenco y, antes de pensar en fusiones y otros inventos, simplemente tenemos que atender a este cantaor de Córdoba.

El programa de mano, como era de prever, no servía para nada. El pulso de la noche iba pautando las intervenciones y latidos de Manuel. Así comienza por una bella canción, Tengo el alma triste, cercana a la zambra caracolera; para seguir con unos aires de Arcos, dedicados a la memoria de Enrique Morente (Di, di Ana por qué bordas sábanas como el jazmín), que cantaba el lebrijano Pedro Peña, rematados por soleares, de cortos tercios, llenas de pellizco y abandonos del micrófono; constante que marcó su actuación hasta el final del espectáculo.

Continúa con unas seguiriyas por petición de sus músicos, Antonio de Patrocinio y Víctor a la guitarra y José Moreno, su hijo, a la percusión, que disfrutaban y se sorprendían como los mismos espectadores. Esta vez sentado. Aunque duró poco. El Pele es alma inquieta y no reposa ni un segundo, ya baila un poquito, ya se agarra a la silla, como Toronjo, ya se retuerce sobre sí mismo, y se arrancaría la piel si pudiera, ya juega con los rincones, ya sube las escaleras, en medio de las alegrías, hasta la fila ocho o diez, donde saluda a un aficionado antes de bajar.

En los fandangos se acuerda de su nieto; y, una de sus canciones estrella, El Alma, compuesta por su sobrino, Lin Cortés, y grabadas en el disco de éste, Gipsy Evolution (2014), la interpreta con su paisana Lucía Leyva, venida para la ocasión.

Las cantiñas, impregnadas de Córdoba, se las dedica a los guitarreros de Granada. Improvisa, recorre el escenario de esquina a esquina y, como digo, abandona la escena y sube los peldaños acordándose nuevamente del maestro Enrique, cuando adapta a Alberti (Si mi voz muriera en tierra) o sentencia: Deseando una cosa, parece un mundo...

Cuando, después de los aplausos, vuelve a las tablas, es para rematar por bulerías, dedicadas a otro de los grandes, Manuel Molina, que, decía, estaba enfermo. La fiesta es un cúmulo de invenciones al modo de Manuel, mezcladas con sus propias composiciones y un poquito por cuplé.

Todo un espectáculo. Una exhibición de maestría y poder. La mejor manera de culminar el ciclo Flamenco Viene del Sur, que este año nos ha dado grandes satisfacciones.

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