Reseña de Antonio Altrán en el Heraldo de Henares (28-02-15)
Al final del epílogo de este Septimio de Iliberis, justo bajo el « Vale» —si, en efecto, ese «vale» con que se despachaban los libros antiguamente—, consta un lugar y una fecha: «En Granada, corriendo el día 19 de marzo de 2013». En las páginas de crédito consta el año de edición: «octubre de 2014», es decir, más de un año después.
Ignoro las circunstancias exactas en que se produjo la edición de esta novela, pero no me cuesta mucho imaginar al autor recibiendo la negativa continua de las editoriales a las que enviase el manuscrito a lo largo de este periodo.
«Raro para una novela histórica» quizás fuese la palabra más usada a la hora de que se lo devolviesen; «no se lee de un tirón», que al parecer, esto del tirón, es el valor literario más usado hoy en día. Al final, el libro ha visto la luz en una editorial pequeña —y quizás a expensas, en todo o en parte, del autor.
Eso que se pierden las editoriales por las que pasara el manuscrito.
Porque Septimio de Iliberis no se lee de un tirón, en efecto, pero no porque la prosa sea densa y enmarañada, sino porque invita a detenerse innumerables veces; no es la prosa funcional a la que nos tienen acostumbradas las novelas históricas sino que es un estilo con legítimas, y no engoladas, aspiraciones de convertirse en sutil y de calidad, en un objeto precioso.
Pero no solo por su prosa —diferente e inusitada— es esta novela, lo dictamino ya, un libro más que recomendable, es sobre todo por la sorprendente imaginación que llena sus páginas, la desbordante alegría de sus fabulaciones, de sus invenciones, de sus golpes de efecto.
Aquí va el principio, por ejemplo: estamos en la Baja Edad Media y el protagonista despierta un día sin su cabeza encima de los hombros —literalmente—; lo más seguro es que haya perdido su preciado apéndice (si es que apéndice no es el resto del cuerpo, pero esto ya excede al objeto de esta reseña), lo haya perdido, decía, al soñar con una bella dama.
Sea como fuere, el caso es que a partir de ese momento se lanza a los caminos en busca de remedio… y por los caminos se encuentra con todo tipo de seres extraños, de aventuras prodigiosas, cuando no le cuentan leyendas extraordinarias.
Evidentemente, las primeras páginas en que el libro parece ser una novela histórica al uso ambientada en los primeros años de la España visigótica —recién convertido Recaredo e instaurado el catolicismo en nuestro país—, son solo un pórtico para introducirnos en un mundo irreal y maravilloso, donde todo es posible dentro de una época indeterminada en que corrían y se mezclaban los saberes clásicos con las supercherías cristianas, las primeras mitologías caballerescas y las noticias de la lejana Bizancio.
Un escenario que parece propicio para que vuele la imaginación, para que ocurran sucesos inexplicables —ahora que los concilios no han aposentado el mundo—, para que reine la fabulosa transgresión.
De esto trata Septimio de Iliberis: una deliciosa arboleda, relato de relatos, por la que pasearse, lentamente —olvídate, lector, de la lectura rápida hacia una pronta conclusión—, degustando los prodigios diversos, las invenciones, las quimeras, las «fantasmas», muchas de ellas de tal calidad que no desmerecen en absoluto de un Perucho o un Cunqueiro, esos magníficos escritores que, de haber nacido en otro país con más gusto literario que el nuestro, hoy serían de lectura en los institutos.
Por ello mismo, el que este Septimio de Iliberis haya tardado año y pico en ver la luz y al fin haya salido —me temo— de cualquier forma, solo demuestra que, hoy por hoy, existe un problema con las editoriales, que no pueden, o no quieren, o —sería horrible— no les conviene publicar literatura buena y de verdad para lectores con gusto.