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Palabras devaluadas

Palabras devaluadas

Si rebusco en mi memoria quizá halle bastantes palabras y expresiones que, por un frecuente uso específico, han adquirido en determinados ámbitos o latitudes connotaciones diferentes a su desnudo significado.

Existen agrupaciones de todo tipo que adoptan un término y lo monopolizan, a conciencia o sin querer, como identidad corporativa.

Ejemplos meridianamente claros los tenemos en la política, empezando por los colores, como el azul, el rojo y aún el negro. Por no hablar de conceptos como ‘patria’, ‘populismo’ y ahora ‘ciudadanos’.

Sin querer abundar más, se me ocurre también el nombre de Ariel, que asocio impepinablemente a un conocido detergente, siendo originalmente un bello ángel caído de la teología judeocristiana, que en hebreo significa león de dios. (Uno de los miembros del grupo de rock argentino Tequila y después de Los Rodríguez se llamaba Ariel.)

Haciendo canastas

Haciendo canastas

Flamenco Viene del Sur. ¡Pastora baila!

Pastora llegó este lunes con ganas de bailar. Quiso darlo todo para un público que la busca, que vibra con ella. Porque Pastora es muy canastera, con un baile gracioso, lleno de pellizcos y fantasía.

Trajeada con vestido negro, de vez en vez maculado con chaquetilla corta, pañuelo o mantón, no abandonó en ningún momento el escenario, como si estuviera en una fiesta, una divertida fiesta entre amigos, y ella fuera la anfitriona.

Su danza es tradicional, gitana y olística, aunque participa puntualmente del toque rompedor que impuso su hermano, Israel Galván, sobre todo en algunas posturas, en alguna instantánea o cuando en los tangos volcó la silla en la que descansaba en sus silencios, haciéndola rodar y sonar a voluntad.

Ramón Amador, a la guitarra, goza de ese clasicismo, de esa fuerza, sobre todo en el rasgueo, y de esa disciplina necesaria parea un baile hilvanado prácticamente de principio a fin, lleno de cortes y de efectismo.

La noche comienza por pregones. Los dos cantaores, Cristián Guerrero y Jesús Corbacho, se suceden en la copla e interactúan con la sevillana entrando y saliendo del escenario. Ella muestra sus cartas y termina voceando el último pregón, que pronto se convierte en seguiriya, donde se muestra más introspectiva y más enraizada.

La mariana termina por corraleras tildándolas con un punto simpático, antes de abordar las malagueñas, que son territorio de Corbacho. La eficacia de este cantaor se tambalea con un babeo incomprensible.

Cristián toma el testigo y propone unos fandangos, que acercan el final en forma de soleá por bulerías, donde se supera a sí misma. Sus manos son palomas y no abusa del tacón punta. Es una pieza generosa y rebosante de sal. Sin duda la mejor entrega de la noche.

La fiesta continúa por tientos-tangos, trianeros pero también extremeños y de la tierra, que, con mantón arrollado al cuerpo, vuelve a seducir con su roneo, su controlada bastedad y sus caídas.

En un fin de fiestas por bulerías, Jesús Corbacho se convierte en partener de la bailaora que así despiden la noche granadina.

* Foto de Manuel Montaño©.

Un paso decisivo

Un paso decisivo

El joven cantaor paduleño, Tomás García, que el viernes pasado debutó en el teatro Isabel la Católica, ha dado un paso decisivo en su carrera, un salto sin retorno. A sus diecisiete años se viste de largo y actúa en solitario ante doscientos espectadores, tal vez más. Desde este momento, el cuidado de su persona y el uso o abuso de su voz, entran en una nueva dimensión.

La apuesta solapada en general hablaba de inmadurez y apremio. Los dedos estaban cruzados tras los primeros compases de Luis Mariano, a la guitarra, animando la malagueña, que Tomás aborda con seguridad y prestancia. Se sabe la lección y un momento no es mejor ni peor que otro. Comienza por la Torre de la Vela, haciendo honor a su tierra, y termina por Los peces de Gayarrito, que popularizó Bernardo. Se abandola por jaberas y rondeñas.

Ya, templado, borda seguidamente la soleá de Cobitos, en la que demuestra haber sido fiel ganador del ‘V Certamen Andaluz de Jóvenes Flamencos’ en la última edición del concurso del Instituto Andaluz de la Juventud. Puede que sea su entrega más flamenca. Se siente bien arropado entre la enorme guitarra de su veterano partenaire y la percusión considerada de Chema del Estad.

Para los tientos-tangos, para las alegrías y para los fandangos de Huelva requiere la presencia de dos jóvenes cantaoras, Nazaret Marcos y Aroa Palomo, que vigorosas le escoltan con las palmas y a los efectivos coros. Hay que destacar en estos temas festeros el guiño simpático de elegir letras tomadas de palos distintos de los que habitualmente se cantan; por otra parte, en momentos, aparecen coplas gruesas para cantaor tan joven.

Hay que decir en este punto que, quizá con el jaleo y la velocidad de las palmas, la percusión y una guitarra habituada sobre todo al baile, la voz del protagonista de la noche osciló brevemente, aunque bien supo colocarla en su sitio con asaz profesionalidad.

De nuevo a solas. Luis Mariano introduce con generosidad los preliminares de la zambra de El gitanillo errante, de Luis Mejías, que interpreta Estrella Morente en su trabajo Mujeres (2006), que da pie a una breve zambra caracolera con temática de Semana Santa.

La pareja prosigue musicando, con aires de bulerías, la conocida canción Lucía de Joan Manuel Serrat, grabada por primera vez en su disco Mediterráneo, en 1971, rompiendo una vez más la ortodoxia y demostrando la versatilidad y la firmeza de mirar hacia delante sin olvidar las raíces.

La noche acaba por bulerías, dando puntual protagonismo al resto de sus acompañantes. Los bises, como no podían ser menos, son un par de fandangos naturales.

Una velada, al fin y al cabo, sorprendente y prometedora, donde destacan además la puesta en escena, la ordenación de los cantes y el planteamiento genérico del recital.

El crimen más atroz

El crimen más atroz

Dice un proverbio masai, al que me suelo referir con abundancia, que la tierra no es un regalo de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos. Esta puede ser de las sentencias más animistas y comprometidas, ecológicamente hablando, que conozco. Extendería, sin embargo, el dicho keniata, no sólo a los bosques y a los ríos, a los montes y a los animales, sino también a los logros de la humanidad, a su huella en la fabricación y el invento, muestras evolutivas de la climatización del ser humano con respecto al medio.

Dentro de esos logros, se encuentran por descontado las manifestaciones artísticas. El arte es la bella interpretación que realizan los hombres en un lugar y una época determinados. El arte es útil en sí mismo. El arte es lo que perdura. Todo lo demás es humo.

Ahora, para nuestra indignación y la ofensa de todas las generaciones futuras hasta el fin de los tiempos, asistimos atónitos a la destrucción de unas obras que se han conservado, las más antiguas, tres mil años. La televisión y las redes nos acercan los actos vandálicos acaecidos en el museo de Bagdad y en la ciudad asiria de Nimrod, a 30 kilómetros al sureste de Mosul, o la destrucción de los budas de Bamiyan, en Afganistán, en 2001.

En todas las épocas se ha querido acabar con el arte como escarmiento al pasado, a la otredad o los contrarios ideales. La destrucción de estatuas y símbolos de regímenes anteriores es casi habitual y ‘comprensible’, la quema de libros no es nada extraña en nuestra historia, una historia que manipulan los vencedores, un pasado que no es sino el que nos venden, un presente de clausura, un futuro domado.

En nombre de un dios, cualquiera que sea su nombre, se justifica cualquier aberración. En nuestra memoria occidental, o en nuestro olvido genérico, se acumulan las atrocidades de las Cruzadas o de la Inquisición, de la quema de brujas o del holocausto judío. Pero nos revienta lo que está pasando ahora, las imágenes con las que desayunamos todos los días, como nos afectó sobremanera la guerra de Yugoslavia, porque la teníamos al lado, porque se parecían a nosotros, porque era incomprensible.

Tremendamente atroz son todas las guerras, las declaradas y las solapadas, en las que se emplean armas y las más sofisticadas de palabra, vacío, enfermedad u olvido. La religión, como digo, tiene su parte humana y su parte cruel. Una religión que no siempre la preside un dios, sino intereses capitalistas o de poder.

Los radicales islámicos aplastan toda representación figurativa o anterior a la llegada del profeta. El crimen está consumado y es irreparable, como el incendio de la biblioteca de Alejandría. Nuestras generaciones venideras sólo verán fotografías e imágenes de lo que hubo y pudo ser.

Pero el arte no da votos. Las mentes estrechas de nuestros dirigentes dicen, en un comunicado reciente, que el tiempo que le dedicamos a la música o a la plástica, por ejemplo, nos resta lugar para aprender asignaturas más ‘realistas’.

Todas las religiones son extremas. Su interpretación metódica roza el fanatismo. Las creencias radicales pueden ser destructivas, se fagocitan a sí mismas. Se autofragelan.

Los demonólogos cristianos de nuestro reciente pasado afirman que a los espíritus satánicos se les debe hablar en latín. En cambio el árabe es el idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles, según nos recuerda Borges en La busca de Averroes, un cuento de El Aleph. El bien y el mal están en todas partes.

* En 1993 el 90% de la colección de la Librería Nacional de Sarajevo, la cual albergaba la historia de la cultura bosnia, fue completamente destruida durante el sitio de Sarajevo.

Nueva reseña

Nueva reseña

Reseña de Miguel Baquero para Literaturas

Espero no equivocarme, pero creo que fue el gran escritor barcelonés Juan Perucho, con su caballero bizantino Kosmas, que aparece citado en esta novela, el primer autor moderno en merodear literariamente por la Baja Edad Media. Por esos tiempos de concilios ecuménicos y cortes merovingias, años de palomas mensajeras, de alquimistas en sótanos, de mercados tablajeros, y, por qué no, de asombrosos artilugios mecánicos, como los que, con excepcional inventiva, Perucho introduce en sus narraciones.

Es en estos años —recién derrumbado el Imperio Romano, arrianos y católicos en conflicto, Bizancio al fondo del paisaje— que se desarrolla la primer novela de Jorge Fernández Bustos (Granada, 1962). Un texto donde, con la excusa del viaje del protagonista, Septimio —así llamado por ser el séptimo hijo de su padre— de Ilíberis a Toletum, se nos hace recorrer ese espacio entre dos mundos en que aún perviven los mitos y las leyendas romanas, así como los ecos de su antigua sabiduría, mezclados con la superstición bastante rudimentaria, esa que veía el diablo en todas partes, de la primitiva cristiandad, y con los primeros indicios de una estética caballeresca de princesas encantadas y dragones fabulosos. Un mundo donde la imaginación parece haberse desbordado, fluir en diversas maneas a la espera de alguien que la catalogue y la embotelle en su respectivo recipiente…pero entretanto, Septimio realiza su viaje escuchando —y viviendo— diversas aventuras increíbles, como, sin ir más lejos, levantarse un día de —quizás nunca mejor dicho— echar una cabezadita y hallarse sin ella, la cabeza, encima de los hombros, sino al lado, autónoma e independiente, y tener que cargar a partir de ese momento con su testa bajo el brazo, con la consiguiente incomodidad y embarazo de movimientos que ello supone…

A lo largo de su camino, irá viendo —y le irán contando— otras historias prodigiosas, pero con todos los visos de ser ciertas… y de las que el protagonista no duda, una vez tiene  ya su cabeza bajo el brazo. Prodigios tomados, ya se ha dicho, unas veces de la lejanísima, pero todavía palpitante, Antigüedad —autorizados por los latines de escritores célebres—, otras veces del imaginario popular —que avalan los santos recientes y otros padres de la Iglesia—, y a veces de la lejana Bizancio, o de la corte merovingia, de donde vienen con lujos orientales o con el creciente sabor de caballeros de la Mesa Redonda.

Prodigios como hombres-lobo, palabras que se convierten en piedras, personas que antes fueron marionetas, cabras que de un lado del río son blancos, del otro negras, y al pasar de una orilla a otra cambian de color, hermosas reinas visigóticas de casi dos metros de altura… Todo en este libro es un delicioso ejercicio de libérrima imaginación, un viaje maravilloso por un tiempo incierto en el que sentimos el aliento de las grandísimas fabulaciones del maestro Perucho, ya citado, y de eso otro escritor, no menos grandioso, que es Álvaro Cunqueiro. Casi nada. Los dos jugaron a novelar tiempos pretéritos con libertinaje, por qué no, con una imaginación fecundísima, hipnótica, bastante de la cual hay en esta novela de Fernández Bustos, muy digno seguidor. Incluso, como el gallego, echa mano de anacronismos sorpresivos, si bien en el caso del Fdez. Bustos estos anacronismos no se producen en el mundo novelesco, sino que los va espaciando por el texto el narrador, situado éste en una época indeterminada, lo cual quizás les reste algo de viveza. Como los escritores citados, incluye también al final una lista de personajes del libro donde, en ocasiones, aguarda la última pincelada.

Hay menciones asimismo a Borges, y su concepción literaria del universo, y uno entiende enseguida la cita, entre varias, de Teilhard de Chardin con que se abre el libro: «Sólo lo fantástico tiene probabilidad de ser verdadero».

Novela escrita con un estilo propio, inusual, extraño a veces pero de la belleza de una flor extraña; novela impregnada de humor, por supuesto, también de conocimiento del mundo antiguo; novela de apabullante imaginación que parece retomar la senda —que yo al menos creía perdida, más por dejadez de los escritores actuales que porque no ofrezcan buen camino— de los excelsos Perucho y Cunqueiro, y un tiempo en que se hacía novelas obras-de-arte literarias, Septimio de Iíberis es un libro que, sencillamente, me ha dejado admirado.

¡Arza, Tomaza!

¡Arza, Tomaza!

Flamenco Viene del Sur. Así canta Jerez

Con toda la gracia, los palmeros de Tomasa Guerrero, La Macanita, (El Chicharro y El Macano),  no dejaban de jalear, como parte inherente a la fiesta. Con su acento gaditano, arropaban a una jerezana que fue creciendo con la noche. Puede que sea la primera vez que la viera tan segura y tan a gusto ajena a su tierra que, como pájaro enjaulado, no cantara como cantase.

Empezó con algo de timidez (si se puede tildar con este adjetivo a quien lleva más de cuarenta años alzándose a un escenario). Su cante es previsible y numerado, el ambiente y su estado de ánimo es lo que cambia. Los palmeros, como digo, y sobre todo la guitarra limpia y sin fisuras de Manuel Valencia, en vez de los habituales Morao o Parrilla, dieron la confianza suficiente para sentirse hogareña.

Los tientos-tangos son de su dominio y gloria. Su poderosa presencia, el aguardiente en su voz, el evidente sentido del compás y la galanura de su potente garganta hicieron el resto. Porque La Macanita es lo que es, lo que vemos, lo que esperamos. Es de esas gitanas imprescindibles que hacen del flamenco que sea como lo entendemos.

Un remanso de paz y de quejío es la soleá. Esa soleá que se canta en Jerez, llena de pellizco y de intrínsecos oles que no descansan, pues la cantaora liga los tercios como en un corrido. Es su manera.

“Y ahora tengo flores en la ventana y una nueva vida que me llama, tengo brillo en la mirada”, es el estribillo de unas bulerías emocionadas (Volver a verte), que le escribiera Fernando Terremoto, con las que comienza el disco Sólo por eso (2009).

Los palmeros se ausentan brevemente cuando se recrea en la malagueña de Manuel Torre, con una generosa aportación de la sonanta, pues tornan rápidamente al compás de las alegrías que van presagiando el final del concierto.

De pie, como mandan los cánones, suenan las bulerías, que son generosas, preñadas de cuplé, abandonos puntuales del micrófono, que no desmerecen, y graciosas incursiones en la danza, a modo de Paquera o de Lola. La bulería es ‘patrimonio’ de su tierra y con ella nos quedamos y proseguimos con un fin de fiestas donde sus tres acompañantes por orden se dan una pataílla.

* Fotografía: deflamenco.com©.

Nueva reseña de Septimio de Iliberis

Nueva reseña de Septimio de Iliberis

Reseña de Antonio Altrán en el Heraldo de Henares (28-02-15)

Al final del epílogo de este Septimio de Iliberis, justo bajo el « Vale» —si, en efecto, ese «vale» con que se despachaban los libros antiguamente—, consta un lugar y una fecha: «En Granada, corriendo el día 19 de marzo de 2013». En las páginas de crédito consta el año de edición: «octubre de 2014», es decir, más de un año después.

Ignoro las circunstancias exactas en que se produjo la edición de esta novela, pero no me cuesta mucho imaginar al autor recibiendo la negativa continua de las editoriales a las que enviase el manuscrito a lo largo de este periodo.

«Raro para una novela histórica» quizás fuese la palabra más usada a la hora de que se lo devolviesen; «no se lee de un tirón», que al parecer, esto del tirón, es el valor literario más usado hoy en día. Al final, el libro ha visto la luz en una editorial pequeña —y quizás a expensas, en todo o en parte, del autor.

Eso que se pierden las editoriales por las que pasara el manuscrito.

Porque Septimio de Iliberis no se lee de un tirón, en efecto, pero no porque la prosa sea densa y enmarañada, sino porque invita a detenerse innumerables veces; no es la prosa funcional a la que nos tienen acostumbradas las novelas históricas sino que es un estilo con legítimas, y no engoladas, aspiraciones de convertirse en sutil y de calidad, en un objeto precioso.

Pero no solo por su prosa —diferente e inusitada— es esta novela, lo dictamino ya, un libro más que recomendable, es sobre todo por la sorprendente imaginación que llena sus páginas, la desbordante alegría de sus fabulaciones, de sus invenciones, de sus golpes de efecto.   

Aquí va el principio, por ejemplo: estamos en la Baja Edad Media y el protagonista despierta un día sin su cabeza encima de los hombros —literalmente—; lo más seguro es que haya perdido su preciado apéndice (si es que apéndice no es el resto del cuerpo, pero esto ya excede al objeto de esta reseña), lo haya perdido, decía, al soñar con una bella dama.   

Sea como fuere, el caso es que a partir de ese momento se lanza a los caminos en busca de remedio… y por los caminos se encuentra con todo tipo de seres extraños, de aventuras prodigiosas, cuando no le cuentan leyendas extraordinarias.

Evidentemente, las primeras páginas en que el libro parece ser una novela histórica al uso ambientada en los primeros años de la España visigótica —recién convertido Recaredo e instaurado el catolicismo en nuestro país—, son solo un pórtico para introducirnos en un mundo irreal y maravilloso, donde todo es posible dentro de una época indeterminada en que corrían y se mezclaban los saberes clásicos con las supercherías cristianas, las primeras mitologías caballerescas y las noticias de la lejana Bizancio.

Un escenario que parece propicio para que vuele la imaginación, para que ocurran sucesos inexplicables —ahora que los concilios no han aposentado el mundo—, para que reine la fabulosa transgresión.

De esto trata Septimio de Iliberis: una deliciosa arboleda, relato de relatos, por la que pasearse, lentamente —olvídate, lector, de la lectura rápida hacia una pronta conclusión—, degustando los prodigios diversos, las invenciones, las quimeras, las «fantasmas», muchas de ellas de tal calidad que no desmerecen en absoluto de un Perucho o un Cunqueiro, esos magníficos escritores que, de haber nacido en otro país con más gusto literario que el nuestro, hoy serían de lectura en los institutos.

Por ello mismo, el que este Septimio de Iliberis haya tardado año y pico en ver la luz y al fin haya salido —me temo— de cualquier forma, solo demuestra que, hoy por hoy, existe un problema con las editoriales, que no pueden, o no quieren, o —sería horrible— no les conviene publicar literatura buena y de verdad para lectores con gusto.

Escritos antiguos

Escritos antiguos

Hace unos años abrí una carpeta en mi escritorio a la que llamé Escritos antiguos en la que ir agregando todas las notas, poemas y relatos que aparecen entre las carpetas y papeles que conservo. Llevo unos días alimentando este archivo y fechando lo más acertadamente posible estos textos que, en la mayoría de las veces, aparecen como una frase suelta, un aforismo o una idea.

Ayer añadí al título del recopilatorio la coletilla: “para mi vergüenza”. Hay escritos, la mayoría, que dejan mucho que desear (a veces todos). No hay por dónde cogerlos, están plagados de tachones, faltas de ortografía, incongruencias y carencias de estilo. A veces creo que mi hijo, de once años, lo haría mejor (salvando las distancias). Pero, pienso, que esos eran mis comienzos, hay cosas rescatables, como si fuera una gran base de datos de mi pasado.

Son cuadernos, en general, grapados e ilustrados (antes dibujaba), llenos de erratas y limitaciones, como digo, que abarcan desde los diecisiete o dieciocho años hasta los veinticinco más o menos.

No me arrepiento, pero no creo que trasciendan. Descansaran en la sentina de mi ordenador y haré uso de ellos conforme los necesite.

Gozan, sin embargo, de una frescura y flexibilidad, que quizá ya no tenga, de una agudeza y de un compromiso que la vida me ha hecho olvidar.

Valga como ejemplo esta pequeña muestra, fechada es 1982, cuando tenía diecinueve años. La titulé: No sólo la guerra y leva el subtítulo de: Luchando conmigo. Dice así:

No, no por mucho luchar vamos a vencer, aunque ganemos la batalla. Pensemos por un momento en los otros, en el otro bando, los contrarios, el enemigo. Ellos, como nosotros, sacrifican luchadores, que pierden o ganan, añorando, queriendo, rogando la victoria. Pero no basta…

A menudo nos preguntamos: quiénes somos y quiénes son ellos. A menudo nos preguntamos e interrogamos a nuestro entendimiento: ¿quiénes son los buenos y quiénes los malos? ¿Ellos o nosotros? ¿Nosotros o ellos?…

¿Y si todos hiciéramos el bien, o, por el contrario, todos fuéramos aliados del mal? Unos huyen primero y otros después. A veces nos persiguen y otras tantas perseguimos.

Ahora, cuando la batalla está en ‘auge’ (seguramente por el elevado número de miseria, muerte y dolor), miramos en nuestro interior y nos encogemos de hombros ante nuestro inmaduro corazón y, sin esperar respuesta alguna, le preguntamos si luchamos por y para nosotros o por y para otros, o para nada, para intereses ajenos. ¿La guerra es nuestra o no nos pertenece?

No, no sabemos quién lleva más razón y quién menos. No adivinamos quién tiene más derecho a ganar y quién menos. No nos explicamos por qué estamos nosotros aquí y ellos allí…

Preguntamos y volvemos a preguntar, y ¿quién responde?

Yo lo sé, nadie responde.

¡Si en la pelea no sabemos cuál es nuestro bando es inútil luchar!

Me encuentro un compañero herido. ¿Qué hago? Me tropiezo con un enemigo herido. ¿Qué hago? Hiero a alguien. ¿Qué hago? Me hieren. ¿Qué hago?

Y, en mi interior, mi corazón, Jorge y yo nos lamentamos y gritamos: ¿por qué?

Dos guitarras, doce cuerdas

Dos guitarras, doce cuerdas

Flamenco Viene del Sur. Diego de Morón y Pepe Habichuela

Entrevisté a Pepe Habichuela para la radio, el jueves pasado, y me aclaró que lo que íbamos a presenciar eran dos recitales de guitarra y no un espectáculo conjunto, que cada uno iría por su lado y no tendrían ninguna colaboración o un fin de fiestas que fusionara a los dos guitarristas, tan identetarios cada uno de su tierra.

Ayer, lunes, dio comienzo el ciclo Flamenco Viene del Sur, en el Teatro Alhambra, como siempre, con este concierto a que me refiero. Para copar el tiempo con sólo guitarra, apenas ilustrada puntualmente con algo de compás, resultó tan ameno y brillante, que hasta se hizo corto.

La primera parte la presidió Diego de Morón. Comenzó y terminó por bulerías, con el apoyo de las palmas del bailaor Pepe Torres. También hizo soleá, alegrías, rondeña y seguiriyas.

Por su lado, Pepe hilvanó soleares, tarantas, tientos-tangos, seguiriyas y alegrías, estas dos últimas piezas con Juan Carmona a la percusión.

Fueron dos grandes muestras, que pueden avalar cualquiera de los guitarristas que estaban presentes en el teatro.

Cada uno a su estilo: el de Morón, con un soniquete argénteo, se aferró al clasicismo; Pepe, con su reconocido rasgueo, busca un nuevo lenguaje, sin olvidar la tradición. Sin embargo, en las alegrías, el de Granada, fue menos contemporáneo. Los dos bien jondos. Pepe, bastante conocido y esperado. Diego sorprendente por lo ignorado, aunque la herencia de su tío, Diego del Gastor, estaba presente.

Ambos sin cejilla, aprovechando las bondades del mástil en su extensión. Ambos afinando de oído, como antes, al principio de cada pieza.

Diego desnudo. Habichuela a veces con excesivo reverb. El de Morón, con improvisadas aristas. Nuestro paisano redondo en su entrega.

Contemporáneos los dos, de 67 y 70 años, respectivamente, representan una generación imprescindible en el toque flamenco, que, si bien se hallaba encubierta por la figura de Paco de Lucía, hay que tener en cuenta en la historia grande del flamenco.

Por lo demás, una noche cargada de duende y de sentimiento en la que Diego nos recordó a algunos cantaores occidentales, no sólo de Morón, sino también de Jerez o Utrera, que hubiera acompañado, en su tiempo, Diego del Gastor; y Pepe, inevitablemente, invocó entre sus cuerdas al inolvidable Enrique Morente, del que fue compañero, de grabaciones y escenario, desde los años setenta.

Muertos de Risa

Muertos de Risa

Un extremo irrisorio, cruel, infame, es morir por exceso de alegría, por infinito amor. Lo leí en Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski, puesto en los pensamientos de Dmitri: “Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entu­siasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría...? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda...”.

A veces sucede que duele el alma de ser feliz y el deseo pugna por quedarse en ese estado de por vida o que rubrique su punto final antes de abandonarla. Si ahora muriera, no pasaría nada, se instala en nuestra mente. Pero, por otro lugar, como Dimitri se cuestiona, no voy a truncar este estado de felicidad que, aunque pasajera, tiene visos o esperanza de que continúe o se repita.

Otra cosa es morir literalmente de risa, como le ocurrió a Charlie Parker, el fabuloso saxo alto neoyorquino (1920-1955), mientras veía el televisor en una habitación de hotel, creo (hay una película sobre su vida).

El adivino Calcas, que aconsejó la construcción del Caballo en la guerra de Troya. Al tiempo, mientras plantaba unas viñas en su propiedad, un vecino le pronosticó que no viviría lo suficiente como para beber el vino de aquellas uvas. Cuando el susodicho vino estuvo listo, Calcas invi­tó al agorero. Con la copa en la mano, y a punto de celebrar su victoria, el vecino repitió su premonición, lo que provocó tal ataque de risa al infortunado Calcas que, incapaz de reprimir las carcajadas, murió ahogado allí mismo.

El filosofo Quilón de Esparta (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios de Grecia, murió de alegría al ver a un hijo suyo ganar una prueba de los Juegos Olímpicos.

Cuando el pintor griego Zeuxis (siglos V-IV a.C.), terminó el retrato de una anciana, comenzó a reír de tal forma que se le rompió un vaso sanguíneo y murió por hemorragia inter­na.

El poeta cómico griego Filemón (361?-263? a.C.), considerado como el creador de la comedia de costumbres, murió al no poder reprimir la risa al ocurrírsele una broma (aunque, según otra versión tradicional, murió en el mismo teatro, al ser coronado como rey de la comedia)

Otro poeta cómico heleno, Filipides (siglo IV a.C.), murió de alegría al conocer el triunfo alcanzado por una de sus obras.

Crísifo, filó­sofo griego del siglo II a.C., murió de un acceso incontrolable de risa al presenciar cómo un burro se comía unos higos (¿?).

El escritor italiano Pietro Aretino (1492-1556), murió de un ataque de apoplejía al caer de la silla por una broma de tono picante que le había contando una de sus her­manas.

La viuda londinense, Lady Fitzherbert, asistió una noche de abril de 1782, en compañía de unos amigos, al teatro de Drury Lane a presenciar la representación de La opera del mendigo, de John Gay. Cuando Bannister, el protagonista, salió a escena vestido de la forma extravagante que exigía su papel, Lady Fitzherbert tuvo que abando­nar el teatro antes del final del segundo acto por un convulsivo ataque de risa. Día y medio después, sometida todavía a los estertores de la risa histérica, fallecía en su domicilio.

Si seguimos rebuscando, aparecerán más casos. Valga esta muestra para ilustrar tan gentil despedida de este mundo que, sin ir más lejos, se asemeja a la sonrisa del que muere congelado.

* Charlie Parker sonriendo.

Bámbola

Bámbola

Me lo contó como algo trascendental mientras paseábamos. Del cuerpo habíamos pasado a la razón y, después de manifestar su futilidad, habíamos aterrizado en el alma. En un bar de carretera, acudió al aseo para enjuagar unas uvas que había comprado por el camino y en ese momento le apetecían los granos tintos en vez de tomar cualquier otro aperitivo. Sus amigos se quedaron en la barra apurando sus consumiciones. Frente al lavabo, cuando el espejo reflejaba inconscientemente su imagen y el agua corría libremente entre las frutillas granate, le pareció percibir algo, quizá un reflejo, puede que su propia imagen. Estaba cansada y volvería a dormirse en el coche cuando emprendieran el camino. En el mismo instante de cerrar la puerta con el pie, a dos centímetros de su cara, encontró otro rostro, exuberante, de dientes dorados y exceso de maquillaje, que, saliendo del aseo de señoras, a la derecha, según reflejaba el azogue, con una voz gruesa le dijo: “Cómo estás, preciosa”. Ella, emocionada por la situación, deseosa de no se sabe qué y con algo de miedo, se vio a sí misma en la sombra de esa prostituta drogada buscando sexo a granel. “Cómo te llamas”, continuó la aparición. Ella, casi intimidada, le dijo su nombre, preguntando a su vez el nombre de su asaltante que dijo llamarse Bámbola, como la película de Bigas Luna. Era grande y elegante. Se tambaleaba rosa y carmín. Las manos se le iban de las piernas a los pechos. La chica del racimo, mi amiga, con un miedo inexplicable, para ocultar su nerviosismo, elevó la fruta entre las dos, como si fuera un muro, y le ofreció unos granos —¿quieres uvas? — mientras ella comía igualmente para rellenar la inestabilidad. La buscona, arrancando tres uvas, le dio las gracias y propuso darle un beso. Un no titubeante y sin convicción culminó el encuentro. La joven, que ya había advertido la androginia de un travestido, salió del baño con ideas encontradas, advirtiendo que algo suyo, presente o porvenir, quedaba en aquel lavabo.

* Fotograma de la película de Bigas Luna.

El euro perdido

El euro perdido

No hace mucho, salía mi niño de clase, cuando lo esperaba en la puerta del colegio con otros padres y madres que tenemos esta tarea tan asumida como el almuerzo diario. La sonrisa del rostro se me borró al ver la cara larga de Juan, manifiestamente preocupado. Un enfado que automáticamente me trasmitió y pensé si le habría pasado algo desagradable, una pelea, una regañina, un suspenso. Lo interrogué de inmediato y dijo que había perdido un euro. Mis músculos se relajaron hasta el extremo, diciéndole que no pasaba nada, que un euro no era gran cosa, que se lo daría yo al llegar a casa…

No era eso, insistió. El euro que había perdido era su moneda. La llevaba en el bolsillo al salir al recreo y después ya no la tenía. Había revolucionado a toda su clase sin resultado. Que había visitado otros cursos, a ver si los demás niños… Yo pensaba que, en caso de que alguien se lo hubiera encontrado, era difícil que lo devolviera. Pregunté si había mirado bien los bolsillos y registrado su cartera minuciosamente. Con enfado creciente, mientras nos dirigíamos a la parada del LAC, me afirmó que no estaba en ningún sitio.

Aproveché el cansancio, que lo hizo dormitar en el autobús, para introducirle subrepticiamente un euro en la cartera y, al llegar a casa, después de comer, le volví a aconsejar que mirara detenidamente entre sus libros.

Bastante escéptico y con pocas ganas fue descomponiendo el macuto, sus libretas y lápices, la botella de agua y un sinfín de papeles sueltos, para gritar de pronto: “Aquí está, es el mío, lo reconozco porque tiene un agujero”.

En ese momento, me entró la risa floja. Es decir, allí estaba su moneda y más al fondo estaría la mía. No tuve más remedio que decirle que terminara de organizar la mochila.

Cuando encontró el otro euro lo celebramos y me dijo que sospechaba por mi insistencia que le había metido una moneda.

Él se quedó con los dos euros y yo con esta graciosa anécdota.

El necesario olvido

El necesario olvido

Borges, en Otras inquisiciones, afirma que “sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido”. Por mi parte, estoy para que me metan en el cajón de los objetos perdidos.

El olvido es una táctica —involuntaria tal vez— de supervivencia. Estudiaba yo, en mis primeros cursos de filosofía, que existen tres clases de olvido: por interferencia, por desuso y por voluntad.

La cabeza es un rimero de recuerdos. Los datos se acumulan. Unas vivencias van enterrando a otras si no las refrescamos. La nueva luz oculta la luz anterior. (A veces aparecen sin pensar.)

Pero cuando deseamos olvidar… ¡Qué infierno se vuelve cuando un mal sueño regresa continuamente como el oleaje espumado en la orilla caliente!

El recuerdo puede dormir en nuestro interior, por voluntad, como decimos, o por negación. Cerramos los ojos a nuestro pasado, a nuestro dolor, a veces en contra nuestra. El psicoanálisis lo rescata e intenta que nos enfrentemos a él. Somos víctimas de nuestro pasado.

Cuando el olvido es involuntario, se convierte en una limitación. Hay gente propensa a olvidar —la memoria de pez, comúnmente llamada—, como hay quien memoriza todo. Ireneo —nos recuerda Borges, en Ficciones empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez.

Truman Capote, nos confiesa (A sangre fría, 1966), era capaz de recordar hasta un 94 por ciento de lo que había escuchado o había leído.

Luis Cernuda, en cambio, decía que sólo recordaba olvidos. Afirmación que podría hacer yo mismo. Y, cuando se recuerda —o se olvida— con cierto cariño, damos paso a la nostalgia, que para Luis Alberto de Cuenca no es otra cosa que “el dolor muy maquillado”; y, para Tolstoy, “es el deseo de los deseos”.

De nuevo nos refiere Borges (Otras inquisiciones), que Swift había dicho a Young (el de los Night Thoughts), en 1717: “Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa”.

Dios no juega a los dados

Dios no juega a los dados

Hace tiempo, a punto de saltar de la adolescencia a otra edad que aún no soy consciente de haber alcanzado, concebí la necesaria pluralidad divina o, dicho de otra forma, quise dar en mi magín un espaldarazo a las religiones politeístas, pues pensaba que si dios es dios, es uno y es muchos a la vez (no sólo uno y trino). Dios es todo y es nada; es omnisciente y omnipotente y todo lo contrario, es uno y es muchos, como digo, si no, no sería Dios.

Dios tiene muchas caras. Es el único ser cuya esencia es su existencia. Hesiodo lo califica como el ‘acumulador de nubes’. Nunca juega a los dados, como diría Einstein, nada en él es fortuito. (Aunque quien no juega a los dados es el demonio.) “Un Dios no escribe novelas”, afirmará por su parte Ernesto Sabato en Abaddón el exterminador (difícil autobiografía de 1974).

Dios no escribe ficción, o sea. Nunca descansa y cuenta sus pasos. En las noches de luna llena canta sus hazañas para sí como individuo y como pluralidad. Pero, en la mesa de camilla, no quiere estar solo. Homero, en el capítulo octavo de la Odisea, llega a decir: “Los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar”.

Recuerdo un breve cuento de Khalil Gibrá, llamado Sobre las gradas del templo (El loco, 1918), que dice así: “Ayer tarde, en las gradas del templo vi a una mujer sentada entre dos hombres. Una de sus mejillas estaba pálida, y la otra, sonrojada”.

En una reconstrucción de este cuento, podríamos cambiar a la ‘mujer’ por ‘Dios’. Quedaría como: “Dios sentado entre dos hombres…”, o, para mayor abundamiento, “entre un hombre y sí mismo…”. Es decir, entre las contradicciones del día a día, marcando sus diferencias. Una de cal y otra de tierra inculta.

La soledad del creador es peligrosa. La soledad es adictiva y produce compulsivas obsesiones. Se dice que “cuando el diablo está aburrido mata moscas con el rabo”. Emil Cioran escribe en el Breviario de los vencidos (1993): “Dios, como no tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y enojo, deja yermos los jardines del hombre”.

Mujica Lainez, en El Escarabajo (1982), escribe: “En mi modesta opinión, cuantos más dioses se reconozcan y adopten, mejor andará el mundo, tan necesitado de especialistas sobrenaturales que se ocupen de la multiplicidad de sus problemas”; aunque Saramago, volviendo a la idea de la existencia, hace un planteamiento ateísta en El factor Dios (2001): “Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado”.

Todo es fe, desde luego. Fe, esperanza y, por qué no, caridad consigo mismo, que no es nada más que miedo al punto final de nuestras vidas, enamoradas o no, pero polvo al fin y al cabo.

En caso de duda sin embargo, recurramos nuevamente a Abaddón el exterminador, de Ernesto Sabato, cuando exclama que “Dios tiene teléfono! 80-3001. Llamar en caso de urgencia”.

* Giulio Romano, The Gods of Olympus.

Paso a paso y otro paso

Paso a paso y otro paso

¿La Moneta? Fantástica, como siempre. Bastantes años llevo contemplando a esta artista, sus propuestas y evoluciones. Tengo la fortuna de tenerla cerca y de seguir paso a paso los pasos que ella da. Esta obra, incluso, la he presenciado, desde su estreno en la Bienal de Sevilla, en 2012, tres o cuatro veces, y siempre es distinta. A veces llama la atención más una pieza que otra, pero siempre estremece su entrega, su complicidad y su efectiva factura.

Por otra parte —o siguiendo la enumeración—, posee el grado de humildad y generosidad que tilda a los grandes. Es humilde porque está para todos, es accesible; se autoexige y sabe que, por muy buenos cimientos que tenga, sin el trabajo constante se desmorona el castillo. Es generosa porque no acapara todos los focos, sino que los reparte entre su cuadro y entre sus invitados, sintiéndose ella una pieza más para que el engranaje siga funcionando.

Paso a paso, como ella dice, es fruto de la reflexión. El espectáculo, que se representó el 7 de febrero en Granada, está dividido en tres partes bien argumentadas. En la primera interactúa con la guitarra, desde la farruca a las fantasías morentianas. Nunca me cansaré de encomiar las virtudes de Luis Mariano como músico, compositor y arreglista. Su sonanta huele a la tierra mojada del Camino del Monte.

En la segunda parte —posiblemente la más rica—, abre las puertas a sus invitados y se deja impregnar de otras formas. Así presenta el Laboratorio Coreográfico de Flamenco Urbano, un acertado experimento de fusión e implicación artística en el día a día, que, aunque ya inauguraron la velada, es ahora, con un acercamiento al Sacromonte de Enrique Morente (1982), cuando se viste de largo.

Esta agrupación, que coordina la misma Fuensanta, aunque eficaz, le resta dinamismo al conjunto, haciendo que se alargue innecesariamente. Me parece excesivo, abigarrado, por otra parte, cerca de veinte componentes en el escenario limitado del Isabel la Católica. De todas formas, no deja de ser una buena propuesta. Un aplauso personal a Tomás García con el cante y otro a la guitarra rockera de Paco Luque, perteneciente al grupo de flamenco-metal Fausto Taranto, que ya se acercó al flamenco participando en el disco Omega, en 1996, con los Lagartija, ofreciendo un contrapunto interesante a la guitarra sin fisuras de Luis Mariano.

En esta segunda parte, la intervención del bailaor Javier Latorre, es un bocado de gourmet. En silencio, sólo con su cuerpo y sus pies, introduce una soleá que pronto se hace música, para componer un paso a dos con la bailaora protagonista, vestida de cola blanca. El contraste de la exacta parquedad y la sublime esbeltez del maestro de Córdoba, con la fuerza y la sangre, la continua agitación de la granadina, alcanza bastantes quilates.

La última parte consiste en un acercamiento al cante como pura esencia del flamenco. Suenan, con voz propia —perdonadme la redundancia—, los ecos de tres cantaores de bandera que, en realidad, han ido demostrando su calidad durante toda la noche. El gaditano Matías López ‘el Mati’, con su gusto y aguardiente, ya demostró su buen hacer por malagueñas; el jerezano Miguel Lavi, estudioso y comprometido, es uno de los cantaores más interesantes del panorama actual, destacó en la soleá y, sobre todo, en el corrido en solitario; y el granadino Juan Ángel Tirado, poderío y afinación donde los haya, no deja de sorprendernos con la actualización de sus letras y el control escénico.

Por último quisiera hacer mención a otra de las guindas de la noche, los tientos-tangos, comenzados por zambra, donde La Moneta es la reina.

* Foto de Joss Rodríguez©.

Vidas acotadas

Vidas acotadas

Este blog, volandovengo llamado, se difumina cada vez más en el cosmos del ciberespacio. La información nos satura, las propuestas se solapan. ¡Lo que no esta en la red no existe! No podemos abarcar ni en siete vidas el bombardeo en constante crecimiento en las redes sociales, los blogs o las páginas web que llaman a nuestra puerta internáutica.

Cuatro me leen (por decir un número) por, como refiero, al ruido informático, al interés de otras direcciones, a la necesidad de que nos vean, más que ver nosotros, al descuido de mi cuaderno (mea culpa) en beneficio de promocionar mi novela de papel.

Quiero, sin embargo, romper este monográfico silencio con un tema que siempre me ha rondado por la cabeza y nunca le he puesto nombre. Es la idea de la vida acotada, que podría entroncar muy bien con el jardín borgiano de caminos que se bifurcan o con, quedándonos el punto abstraído, el yo soy yo y mis circunstancias, que preconizaba Ortega.

Quiero decir que somos lo que somos, lo que nos ha tocado (por nacimiento, por entorno, por desarrollo vital…) y por lo que hemos ido eligiendo (por simpatía o interés, más o menos puntuales; pero también por los trenes que hemos cogido o los que hemos perdido o hemos dejado pasar…).

Siempre hay asignaturas que ni nos van ni nos vienen, pero hay otras pendientes, las que nos hubiera gustado asir con todas nuestras fuerzas y complementar así nuestro conocimiento, habilidad, ocio-negocio o amor. Nuestra vida está acotada por deseo, pero también, sobre todo, por impotencia.

Quiero poner un ejemplo. Si pudiera, si me hubiera preocupado, si las cosas hubieran venido de otra forma, me gustaría saber de pájaros o de cine; aunque de ninguna manera, por más facilidades que hubiera tenido, quisiera entender de fútbol o de televisión.

Veo a gente alrededor y quisiera ser como ella. No, mejor, pienso si estuviera en las circunstancias de esa mujer, de ese músico, de ese niño prodigio, de ese anciano longevo, de ese pobre moribundo, de ese feliz bohemio… Y pienso que somos muchos, que la vida es corta o es larga según el día, que el mundo es muy grande, y el universo más todavía, que no somos nadie, que no somos nada, que lo único seguro, aparte de la muerte, es nuestra vida acotada.

¿Cómo lo llevas, querida Marilyn?

¿Cómo lo llevas, querida Marilyn?

Marilyn Monroe

Marilyn Monroe

Marilyn se ausentó de esta vida, o la quitaron de en medio, apenas dos meses después de que yo naciera, aunque ya, por suerte fabuladora, se había leído mi libro. No obstante, al tiempo, en la orilla de mi capacho escribió, con su letra redonda, ligeramente escorada hacia la izquierda, y tinta violácea: "Perdóname por haberme muerto sin haberte conocido".

¿Disney también?

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Cine mudo

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