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Vindicación del plagio

Un sucedáneo

Un sucedáneo

Hay quien prefiere un sabroso gato de grandes dimensiones a una ligera y modesta liebre de campo, como hay quien no le hace ascos a las redondeces de unos pechos siliconados. Hay personas que, sin ningún tipo de escrúpulos, alimentan su concentrado onanismo con la imagen siempre seductora de la Bibi Anderssen de antaño, aún sabiendo que fue Manolo. Gente antidopaje, que no les importa los estímulos de Ben Johnson (o cualquier otro deportista sobreestimulado), y sólo afirman haber visto al hombre más veloz sobre una pista (o a un campeón sobre la bicicleta o un émulo artificial de Maradona).

Asimismo, reverenciamos el dopaje metafísico de Teresa de Ávila, que hay quien asegura que levitaba varios centímetros del suelo, o el resto de nuestros místicos, que cantaban al amor divino con más carnalidad casi que lo pudiera hacer Iriarte (el padre, of course).

Dejadme que prefiera la venera con la que flota sobre las espermáticas aguas marinas la Venus de Botticelli que la misma concha prendida en el bordón de un peregrino santiaguero, por muy bendecida que esté.

Lo que quiero decir es que a veces lo sucedáneo estimula nuestro paladar antes que el crudo realismo de lo convencional establecido. A veces lo oculto, la arruga, la tara, el desperfecto, la mancha, el exabrupto, la imperfección en suma, es lo que hace a un objeto único, lo que nos hace a las personas exclusivas.

He reivindicado en más de una ocasión el cambio, la diferencia, más que lo estático, la igualdad. ¿Puede que la copia supere el original? ¿Puede que el sucedáneo mejore lo auténtico? ¿Puede que la ficción sea más grande que la realidad? ¿Puede que el mundo no sea redondo, completamente redondo? ¿Puede que yo no sea yo, evidentemente, como reconocía Torrente Ballester?

El escondite de los sentidos

El escondite de los sentidos

Hace tiempo escuché un cuento en la televisión narrado por una argentina de cabello rubio escarolado, de la que nunca supe su nombre ni me molesté en averiguar. Después, por varias esquinas, me he topado con plagiadores que trataban de alcanzar la magia de la chica bonaerense, sin conseguirlo, justo es comentarlo.

Entonces me enganché al carro del recuerdo y quise reproducir este cuento de la manera más veraz y estimulante que pudiera y, creo, que me he acercado a la sombra de su espíritu*:

Se la quedaba la Locura, que cuenta con esa incertidumbre anárquica de quien repele el orden establecido. Siete, tres, veinticuatro, seis, catorce -dice-, dos, ocho y treinta y seis. La Duda no sabe dónde esconderse, si aquí estará bastante oculto o allí hay menos probabilidades de que lo vean o más allá donde los arbustos ocultan el horizonte... La Pereza, por su parte, no va ni a esconderse, piensa que si hay suerte la Locura mirará a lo lejos y no a lo inmediato. La Mentira comenta en voz alta el escondite donde desde luego no se esconderá. La Pasión busca un volcán donde abandonarse mientras goza en su propio cuerpo encendido. El Amor se oculta bajo un rosal donde despoja de sus pétalos una margarita...
La Locura cree que ha acabado de contar y busca a los escondidos. Poco a poco los va encontrando a todos menos al amor que bajo su rosal se ha olvidado del Tiempo. La Envidia lo acusa de hacer trampas y la Maldad con ojos amarillos le ofrece las espinas del rosal para pincharle la cara. La Locura le clava cien espinas en los ojos y el Amor se queda ciego desde ese momento. Entonces la Locura se arrepiente y se ofrece de lazarillo al Amor. Desde ese instante, el Amor y la Locura caminan juntos.

* Si alguien tiene el cuento original o sabe de su paradero (autor, título, editorial, etc.) no dude en volar conmigo.

** Ignoro la autora o el autor de la ilustración. Pertenece a la portada del cuento "Jugando al escondite" de la COLECCIÓN DE CUENTOS DEL SIGLO XXI de la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León

El calígrafo

El calígrafo

Hace unos años trabajaba en una empresa de diseño gráfico para un grupo empresarial con mi compañero (y sin embargo amigo) Nono. Allí, entre muchos productos, editábamos un boletín de noticias para dicho grupo. Los clientes de Trazo, como se llamaba el estudio de diseño, además de impacientes, eran tremendamente suspicaces en cuanto al precio final al ver la simplicidad que nos planteaba el resultado.

Nosotros, muy amablemente, explicábamos que lo que parecía fácil a simple vista era el resultado de un amplio proceso de pruebas y errores hasta llegar al producto deseado. Me acordaba de este cuentecito que, adaptándolo a mi manera, publiqué en la revistilla antes aludida.

 

El calígrafo

Hace muchos, muchos años, en la antigua China, un señor principal que vivía entre los ricos propietarios del norte de una ciudad milenaria, decidió escribir su nombre en bellos caracteres para colocarlo en el salón de té de su fructífera hacienda. Para ello, como era tradicional entre las familias ricas del país, se dirigió al calígrafo más prestigioso de toda la China que por casualidad tan sólo vivía a unas pocas horas a caballo desde su casa.

De esta manera, su real persona se presentó ante el escribiente y, con mucha parafernalia y pavoneo, le instó para que compusiera un lienzo de la mejor seda con su nombre en caracteres clásicos de bella factura y mano suelta que fuera la envidia de príncipes y reyes que de visita acudieran a sus tierras. Y aún más, que fuera un llamado para todas las gentes del país y motivo de envidia para sus iguales.

Conforme el señor con las condiciones del artista, quedó en mandar periódicamente a un mensajero a preguntar cómo se desarrollaba el trabajo.

Pasaron las semanas y un poco más y la repuesta en cuanto a la finalización del encargo era negativa. Hasta que un buen día, cansado de esperar (y por lo desacostumbrado de la dependencia ajena) se presentó en el taller del calígrafo para pedirle explicaciones. Rojo de cólera conminó al viejo artesano con que se llevaría el encargo a otro lugar, que escribientes había muchos, que lo denunciaría y que con sus influencias como mínimo lo condenarían a trabajos forzados en la Gran Muralla.

El calígrafo, antes de alterarse, cogió el bastidor donde se tensaba nívea y fina seda, el pincel y la tableta de tinta china y al momento, en presencia del grueso señor, dibujó sin titubeos el nombre de aquel cliente, lo que sacó de quicio al adinerado, que le preguntó irascible cómo había tardado tanto en escribir un texto que era capaz de realizar en el acto. El anciano artesano, con toda la paciencia del mundo, abrió un armario donde cayeron cientos de papeles con pruebas fallidas del nombre de aquel señor.

 

Los higos del hijo del mercader

Los higos del hijo del mercader Hace tiempo, pasando noche en un refugio de la sierra de Cázulas, yendo para la costa granadina, la señora que regentaba aquel pintoresco mesón de montaña, nos contaba cosas de su infancia en ese lugar inhóspito. Nos contó que los últimos bandoleros de aquellas tierras desaparecieron hace apenas cincuenta años. Relató diversos modos de supervivencia y del comercio basado en el trueque. También nos enseñó algunos artilugios antiguos para pesar, medir y calcular (su negocio estaba relacionado con el vino "que da la tierra", altamente alcohólico, pues se le echa azúcar para elevar la gradación).

Entre tantas cosas al amor de lo chimenea, en la que ardían grandes troncos de encina (con poca llama, pero con alto poder calórico y buenas brasas), la anciana nos regaló esta anécdota que, al tiempo, rehíce de memoria, intitulándola apocrifamente Los higos del hijo del mercader

"Se cuenta la historia del hijo de un mercader que, cierto día, viajó en lugar de su enfermo padre al pueblo vecino -a una jornada de camino-, portando en la mula algunos enseres y baratijas, que cambiaría por varias mantas, para a su vez trocarlas al día siguiente por más víveres y cacharros.
Se levantó al alba y preparo la bestia, le dio de beber y llenole los serones con la mercadería y, para sí, colgose una buena talega de higos con los que yantar en el camino.
Aconteció que, entrándole hambre, fue extrayendo los frutos del morral y comiendolos hasta el hartazgo. Cuando ya se encontró satisfecho y no quedole sitio para higo alguno, fue arrojando los sobrantes con guasa a los cuartos traseros de la acémila hasta llegar a su destino.
Habiendo terminado los trueques y los negocios oportunos en la aldea vecina, al caer la tarde, comenzó su regreso el mozo. Y como empezole a entrar el hambre, ya sin nada que comer y hallando en su bolsa más que talega, acordose con lamentos y borborigmos de los higos que había lanzado a las posaderas del cuadrúpedo con tanto jolgorio y mofa. Así que, cuando más le rechinaban las tripas, tragose su orgullo y dispuso recoger y engullir los higos reventados en el suelo, diciendo para sí, “éste no le dio justamente en el culo”, “éste pasó rozándole”, “aquel pegó no más que en su grupa”...
De tal guisa, el mozo hincado de hinojos fue comiendo todo lo que antes hubo rechazado por un momento carente de necesidad. Como el bueno de José que cagose en el manantial después de haber saciado su sed, pero, al acuciarle de nuevo las ganas de beber, tuvo que apartar con cuidado los moñigos, maldiciendose y jurando no volver a cometer tal vileza".

Algo más sobre el plagio

Algo más sobre el plagio

De tiempo en tiempo nos asalta la polémica, el descaro de un plagio al pie de la letra. Han sido muchos. Últimamente la patata está sobre el tejado de Lucía Etxebarría y su libro "Lazarillo de Tormes", en el que además del título, Rafael Reig acusa a la autora en "El cultural" de El Mundo, de copiar Saúl ante Samuel, de Juan Benet (noticia de la que hace eco Enrique Ortiz en su blog). Una cosa es la recreación y otra es la fotocopia.

Muchos han sido  merecidamene acusados de plagio (como Ana Rosa Quintana que, curiosamente, prologa el libro de Etxebarría)  o falsamente, por ejemplo, sin fundamento alguno, Vladimir Nabokov y su Lol¡ta, obra cumbre de la literatura universal y todo un mito de sensualidad y transgresión.

El notas en cuestión es un tal Heinz von Lichberg que a principios del siglo XX escribió un cuentecito de una adolescente afortunadamente llamada Lolita. Aparte de estos dos datos: la condición de 'adolescente' y el nombre de 'Lolita' no hay ningún parecido con la obra maestra que escribió Navokov en 1955. (Parece que 'Lolita' es un nombre la mar de sugerente para los alemanes y otros paisanajes.)

El mayor acierto de este cuentecito, de la editorial Funambulista, además de ser tan sólo curioso, es que está prologado por Rosa Montero que, más que nada, se dedica a desmontar la trama plagística en la que algún crítico teutón, algo descerebrado, quiere envolver al escritor americano, de origen ruso.

Os dejo con un estracto de este preliminar de la autora de Historia del rey transparente:

"En realidad todos los temas ya están escritos centenares de veces, todos escribimos desde lo que hemos heredado, leído, conocido, y el reto está en volver a nombrar el mismo mundo con palabras y emociones tan distintas que lo recreen como si fuera nuevo. La valía de un autor se mide precisamente por esa capacidad de regeneración y de reinvención (...). El auténtico plagio, en fin, consiste en imitar ciegamente los recursos estilísticos de un autor, el diseño y la peripecia exacta de algún personaje o alguna escena, por el mero hecho de copiar, sin añadir nada nuevo, sin ningún afán de renombrar el mundo. Porque es en ese esfuerzo por iluminar tinieblas nunca antes transitadas en donde se reconoce al verdadero escritor. De hecho, la historia de la literatura está llena de novelas muy parecidas (...) y que, pese a una innegable influencia, han sido construidas con tanta potencia creativa, con un mundo propio tan evidente, que a la postre son obras completamente distintas. Como, por ejemplo, Madame Bovary, de Flaubert, y La Regenta, de Clarín. Sin duda Clarín leyó y asimiló la novela de Flaubert, la hizo propia, la convirtió en su carne, como todos hacemos con nuestras lecturas; pero a partir de ahí creó su Ana Ozores viva y coleando, y consiguió escribir una novela espléndida".

Llama la atención que los escritores más creativos son los que más infuencias se atribuyen. Borges decía que en El Quijote todo estaba escrito. 

Si queremos de verdad rastrear las huellas de Lolita, debemos buscar en una novelita, "El hechicero", que escribió Nabokov en los años 20, pero que no llegó a publicarse hasta transcurridos diez años de la muerte. Aquí está el germen de la joven nínfula y la posible paidofilia de un caballero acomodado y no en otro lugar.

[Castidad y amigos]

[Castidad y amigos]

Es plausible que ocurriera en la Inglaterra de Ricardo I, en la segunda mitad del siglo XII. Seguramente cuando dicho rey de corazón de león y vida legendaria, partiera a la cabeza de unos 8.000 hombres y una flota de 300 navíos hacia la III Cruzada en favor de la religión verdadera.
Acaso entre esos miles de hombres se encontrara un joven bastardo, apellidado Plantagenet, un soldado que ocultaría su nombre, un cristiano, como otros muchos, hijo del pecado de la pasión, del verdadero amor (como calificó Shakespeare a la bastardía, unos siglos más tarde y en ese mismo país). Fácilmente, este cruzado se llamaría Arthur, nombre simbólico de su estirpe, y que fuera caballero, por qué no.

Arthur nacería alrededor de 1170 en Normandía o Anjou, se casaría entre los dieciséis o diecisiete y al año siguiente se embarcaría hacia Tierra Santa a luchar contra los impíos. Su padre no lo reconocería (¡estaría bueno aceptar como suyos todos los hijos del arrebato!) y él tampoco diría nada a nadie (¡cómo reconocer su ilegitimidad!).

Poco antes de su partida acompañaría a su mujer, creíblemente Ginebra, o si no Helena, o Christina, al lecho y se despediría como un soldado de Dios, sin apenas desvestirse. El último coito hasta su vuelta.

La criada, o su solitaria madre, prepararía un baño caliente con aguas aromáticas. El último baño hasta su vuelta.

Un vistazo a su joven esposa, desnuda de cuerpo entero. Una mirada rápida y sobria, para no pecar contra la lujuria. Sería la última vez que se desnudaría íntegramente hasta su vuelta.

Un beso y un abrazo, antes de colocar ceremoniosamente el gélido cinturón de castidad, hermético estrangulador de la doncellez.

Ella se viste con ropas finas y saca el pañuelo de las despedidas más sentidas. Se parapeta al lado del caballo y se convierte en Magdalena resucitada. No sabe si llora por el marido que se va, por ella que se queda, por su juventud truncada o por que no entiende nada. El caso es que vomita lágrimas amargamente con ojos vidriosos.

El marido, en un arrebato de raciocinio, comprende que puede no volver y ha condenado a su virginal esposa al yugo perpetuo de la clausura vaginal. Arthur cae en la cuenta que ella necesitará a alguien que la cuide en su definitiva ausencia. Él recuerda que tiene un amigo, un íntimo amigo, como un hermano, que no va a la guerra porque renquea o porque no es caballero o porque es muy viejo o porque no cree en de las Cruzadas (siempre ha habido insumisos) o, simplemente, porque no queda sitio en los barcos para más valerosos. Está seguro que obra bien al dejarle la llave del cinturón ferroso de la sumisa esposa a este amigo entre los amigos, a este hermano entre los hermanos, sangre de su sangre, primus inter pares de su confianza.

Pero, a escasa media hora de su partida, asombrosamente, el caballero siente tras de sí ruido de cascos de caballos y violento polvo que se alza difuminando el horizonte. El cruzado se detiene, se vuelve, seca el sudor de su frente y observa a su amigo del alma que se acerca, el paticojo se les une, el viejo decide hacer la guerra, el hombre común descubre la Santa Causa. Con una sonrisa sir Arthur desmonta de su blanco corcel (o negro, o pinto, o pardo), se quita el yelmo y abre los brazos ante su fiel amigo convertido, quien se precipita a su abrazo y le dice sin preámbulos y un poco indignado que se ha equivocado de llave.

* Ilustración de Pablo Ruiz (exprofesa para este cuento).

Vindicación del plagio

Hace unos días me pronuncié en este mismo foro por una suerte de extensión artistica que es la copia, el plagio, o, más acertadamente, la recreación. No quiero decir que esté a favor de que se fusilen los cuadros, los textos o las ideas. Simplemente pienso que si no llega a ser por las copias romanas de gran parte de la escultura griega, ésta no se conocería. Si no llega a ser por los copistas árabes o la laborr de los monasterios medievales, la mayor parte del pensamiento antiguo se habría perdido.

Así, quiero inaugurar una sección dentro del blog, que no sé lo que dará de sí, en la que recrearé algunos cuentos que me han impresionado, que me han contado y los recuerdo muy difusos o he leido y se han precipitado al abismo del olvido. Son pequeños textos que he adaptado del original por imposibilidad de materializar ese cuento matriz, bien porque se me ha perdido, bien porque en realidad no existe.

Dentro de unos días, plasmaré el primero de estos perdonables "plagios" que comenzaba simplemente manifestando esta "vindicación del plagio":

Puede que fuera Sciacia, el siciliano Leonardo, quien dijera que a partir de los sesenta, toda tu vida anterior se vislumbra romántica. Yo, en cambio, no me esperaría a las puertas de la vejez para apoyar tal afirmación. A veces se confunde la realidad con la fantasía, y lo que cuentan, lo que se ve, lo leído o soñado, se introduce y se funde con algunas de las reminiscencias más ambiguas. Así, los recuerdos, al tiempo, no son más que una gavilla de buenos momentos y desafíos vitales encantadores.

Me adhiero y aplaudo la literatura oral, la cultura del núcleo familiar, historias de los antepasados, contadas tradicionalmente de padres a hijos durante generaciones.

En la Plaza de Jemma el Fna en Marraquech ─y me imagino que en todos los pueblos y lugares que laten en el mundo─ se pueden ver sin extrañeza contadores de cuentos, recitadores del Corán, cantores populares, narradores de su propia vida, vendedores de ensalmos, dichos, juramentos y demás palabrería.

Cuando comenzó la escritura, no cercenó el recuerdo de la palabra, los mitos, las canciones, las sagas o las tradiciones familiares, sino que le dio un soporte para que pasara íntegro y original a los hijos venideros. Aun escritos y registrados, son susceptibles de ser aprendidos y contados, trasmitidos a otros que a su vez se los contarían a otros, quienes los relatarían a los de más allá que, quizá, los escribieran con sus modificaciones. Lo cual, de ninguna manera entraría dentro del plagio, acaso del plagio genial. No sería creación absoluta, sino recreación, que no deja de ser original, enriquecedor y auténtico.

¡Chapeau por las correcciones, las ampliaciones, las acepciones, las versiones, las interpretaciones, las notas marginales, las continuaciones, las redundancias, las antologías, los estudios, los pleonasmos, las explicaciones, los comentarios, los doblajes y las demás formas de recreación de lo que ya ha sido creado!

De esta manera, me atrevo a comenzar algún relato que posiblemente ya esté relatado, que quizás esté empezando en otra época o en otro lugar, igual o distinto, pero siempre diferente. Narraciones que se asemejan y que un día u otro rivalizarán, se complementarán u ocuparán el mismo anaquel en esa librería universal que soñara Borges, en la Biblioteca de Babel.