Los higos del hijo del mercader
Hace tiempo, pasando noche en un refugio de la sierra de Cázulas, yendo para la costa granadina, la señora que regentaba aquel pintoresco mesón de montaña, nos contaba cosas de su infancia en ese lugar inhóspito. Nos contó que los últimos bandoleros de aquellas tierras desaparecieron hace apenas cincuenta años. Relató diversos modos de supervivencia y del comercio basado en el trueque. También nos enseñó algunos artilugios antiguos para pesar, medir y calcular (su negocio estaba relacionado con el vino "que da la tierra", altamente alcohólico, pues se le echa azúcar para elevar la gradación).
Entre tantas cosas al amor de lo chimenea, en la que ardían grandes troncos de encina (con poca llama, pero con alto poder calórico y buenas brasas), la anciana nos regaló esta anécdota que, al tiempo, rehíce de memoria, intitulándola apocrifamente Los higos del hijo del mercader
"Se cuenta la historia del hijo de un mercader que, cierto día, viajó en lugar de su enfermo padre al pueblo vecino -a una jornada de camino-, portando en la mula algunos enseres y baratijas, que cambiaría por varias mantas, para a su vez trocarlas al día siguiente por más víveres y cacharros.
Se levantó al alba y preparo la bestia, le dio de beber y llenole los serones con la mercadería y, para sí, colgose una buena talega de higos con los que yantar en el camino.
Aconteció que, entrándole hambre, fue extrayendo los frutos del morral y comiendolos hasta el hartazgo. Cuando ya se encontró satisfecho y no quedole sitio para higo alguno, fue arrojando los sobrantes con guasa a los cuartos traseros de la acémila hasta llegar a su destino.
Habiendo terminado los trueques y los negocios oportunos en la aldea vecina, al caer la tarde, comenzó su regreso el mozo. Y como empezole a entrar el hambre, ya sin nada que comer y hallando en su bolsa más que talega, acordose con lamentos y borborigmos de los higos que había lanzado a las posaderas del cuadrúpedo con tanto jolgorio y mofa. Así que, cuando más le rechinaban las tripas, tragose su orgullo y dispuso recoger y engullir los higos reventados en el suelo, diciendo para sí, “éste no le dio justamente en el culo”, “éste pasó rozándole”, “aquel pegó no más que en su grupa”...
De tal guisa, el mozo hincado de hinojos fue comiendo todo lo que antes hubo rechazado por un momento carente de necesidad. Como el bueno de José que cagose en el manantial después de haber saciado su sed, pero, al acuciarle de nuevo las ganas de beber, tuvo que apartar con cuidado los moñigos, maldiciendose y jurando no volver a cometer tal vileza".
Entre tantas cosas al amor de lo chimenea, en la que ardían grandes troncos de encina (con poca llama, pero con alto poder calórico y buenas brasas), la anciana nos regaló esta anécdota que, al tiempo, rehíce de memoria, intitulándola apocrifamente Los higos del hijo del mercader
"Se cuenta la historia del hijo de un mercader que, cierto día, viajó en lugar de su enfermo padre al pueblo vecino -a una jornada de camino-, portando en la mula algunos enseres y baratijas, que cambiaría por varias mantas, para a su vez trocarlas al día siguiente por más víveres y cacharros.
Se levantó al alba y preparo la bestia, le dio de beber y llenole los serones con la mercadería y, para sí, colgose una buena talega de higos con los que yantar en el camino.
Aconteció que, entrándole hambre, fue extrayendo los frutos del morral y comiendolos hasta el hartazgo. Cuando ya se encontró satisfecho y no quedole sitio para higo alguno, fue arrojando los sobrantes con guasa a los cuartos traseros de la acémila hasta llegar a su destino.
Habiendo terminado los trueques y los negocios oportunos en la aldea vecina, al caer la tarde, comenzó su regreso el mozo. Y como empezole a entrar el hambre, ya sin nada que comer y hallando en su bolsa más que talega, acordose con lamentos y borborigmos de los higos que había lanzado a las posaderas del cuadrúpedo con tanto jolgorio y mofa. Así que, cuando más le rechinaban las tripas, tragose su orgullo y dispuso recoger y engullir los higos reventados en el suelo, diciendo para sí, “éste no le dio justamente en el culo”, “éste pasó rozándole”, “aquel pegó no más que en su grupa”...
De tal guisa, el mozo hincado de hinojos fue comiendo todo lo que antes hubo rechazado por un momento carente de necesidad. Como el bueno de José que cagose en el manantial después de haber saciado su sed, pero, al acuciarle de nuevo las ganas de beber, tuvo que apartar con cuidado los moñigos, maldiciendose y jurando no volver a cometer tal vileza".
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