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Verted oro viejo en moldes nuevos

Verted oro viejo en moldes nuevos

60 Festival Internacional de Música y Danza de Granada

Oro viejo. Rocío Molina

Comienzo parafraseando a Lope de Vega en el título de este artículo porque es un poco difícil calibrar cómo una ‘niña’ de veintisiete años se pone a divagar o a afinar (el resultado es el mismo) sobre el paso del tiempo, sobre la juventud y la vejez, sobre la tierra que volveremos a ser, sobre todo sabiendo que la obra tiene cerca de tres años de rodaje (XV Bienal de Sevilla, 2008). Pero, tratándose de Rocío Molina, la propuesta está más que justificada. Ella que se ha acercado y ha desmenuzado la obra de Nietzsche, por ejemplo.

Somos el tiempo que nos queda, escribía Caballero Bonald, y eso parece que nos dice la joven malagueña, el tiempo que nos queda y el vértigo de los días que se detienen en una vejez reposada y contemplativa, que nos la va recordando a modo de flashes en una pantalla lateral, en la tela que ofrece al tiempo un sugerente juego de sombras de los danzantes en escena (¿recordará la caverna platónica?).

Junto al lienzo, como único decorado, aparece un banco del parque, testigo inmutable de ese devenir, representante fidedigno y simbólico del otoño de la vida. Un banco de madera que dará todo el juego a una función sin fisuras, si acaso la escasez de luz en algunos momentos.

Sobre una escalera de doble vertiente, Rocío parece contemplar el futuro (también el pasado), y se lanza al vacío, mientras sus bailarines amortiguan la caída. La arena dorada, que aparecerá varias veces, cae inexorablemente como los minutos se acumulan.

Rocío baila el silencio, baila las palabras de un anciano, baila la sabiduría de los años. Las proyecciones se suceden en primerísimos planos llenos de arrugas y verdades. Una guitarra comienza a tañer acompañada por el baterista Sergio Martínez. Esa batería que no abandonará la función en ningún momento, que funciona como latido, como metrónomo irreductiblemente ejecutor. Es el pasodoble Manuela, que se enriquece con tango y bolero, que bailan de dos en dos, y cambio de parejas, como hermoseados por un tiempo anterior.

Vestida de cenachero –antiguo vendedor de pescado malacitano– (aclaración de mi compañero malagueño José Manuel Rojas), Molina cuadra una malagueña, que pasa a ser bulerías, llena de sal y juventud. Su cuerpo de baile (Eduardo Guerrero, David Coria y Adrián Santana) se van implicando en cada una de las coreografías, tomando protagonismo, con su buen hacer, en las piezas más cómicas que suenan en off, como Limeña, la Falsa moneda de Imperio Argentina o el tratamiento clásico de María de la O.

Un momento brillante es la guajira, donde la bailaora, vestida de rosa colonial, con abanico estrecho, se hace habanera hasta prolongar su trasero. Interpretada por Manuel Valencia a la guitarra, tiene un aire sensual y soñador, donde el abanico hace de minutero y ella delicadamente, sin taconeo siquiera, recorre el escenario.

Cambiamos de guitarrista. Ahora es Paco Cruz quien aborda una milonga, cantada por Rosario Guerrero ‘La Tremendita’, aceleradas por momentos, para pasar a los tangos guasones de Ponme la mano aquí Catalina, que contienen un roneo especial (tangos que entraban en el primer repertorio del cantaor granadino David Sorroche).

Enlatada también suenan los martinetes, directamente desde la fragua. Son las voces añejas de Tía Anica la Piriñaca o de ‘El Culata’, que bailan dos de los bailaores, redondos, exactos en su paso, fieles en su entrega.

La guitarra de Valencia de nuevo canta malagueñas de Chacón que son granaínas a su vez, danzadas por rocío con bata de cola negra, descalza, como descalzos van sus partenaires, también de negro.

La caña tiene un tratamiento especial, original. Pasa de un guitarrista a otro, uno es más clásico, lo acompaña ‘La Tremendita’; al otro, más novedoso, la batería le da el contrapunto. La bailaora se incorpora a este último. Es como un diálogo, un peloteo que acaba juntándose en perspectiva de fiesta, animada por las dos palmeras (Vanesa Colomo y Guadalupe Torres). Es la evidente dicotomía de ayer y hoy, despacio o rápido, tú o yo.

Un magnífico fandango a ritmo de bulerías pone fin a una obra cargada de simbolismo y sugerencias, donde Rocío, vestida de rojo, intensifica el momento, se desborda, dice más de lo que quiere o quiere más de lo que dice, cuando risueña sonríe unos segundos en la pantalla y una lluvia de arena dorada se le viene encima, como el tiempo que se precipita, como los pasos que han quedado atrás.

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