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Las braguitas de las bailaoras

Las braguitas de las bailaoras

Un fotógrafo amigo, dedicado al mundo del flamenco, me comentó en confidencia que tenía una colección de fotos de baile en las que la artista se subía la falda en extremo. El baile flamenco siempre ha sido sensual y seductor. Es un conjunto de insinuaciones y desplantes que, como en una ceremonia de trance, llega a abducir la mente del espectador a través de sus ojos.

Desde siglos pasados, una de las atracciones que ofrecía la danza era su desparpajo, su descaro, su picardía. Los visitantes acudían a un tablao o a las cuevas del Camino del Monte para dejarse atrapar por esos movimientos distendidos con ropas desceñidas (el soniquete de unos tangos ’paraos’ complementaban el roneo). Con advertir la esclavina del tobillo o incluso el pie desnudo ya era una apuesta de libertad, que se enriquecía, en noches aciagas, a la luz de una fogata, con la pierna ennegrecida de gitana trabajada, o incluso más arriba, donde la carne y el encaje se confunden.

Por eso, al presentar Rafaela Carrasco su visión de la zambra granadina, con La mosca a su final, echamos de menos ese revoleo de faldas y palmada en el muslo que incita al libidinoso sueño, por otra parte inocente, que termina o empieza con la puntilla, la blonda o el elástico de una siempre perfecta braguita.

No así como entre las bailarinas de contemporáneo, donde la muestra de sus interiores parece formar parte de la danza en sí. Una de las preocupaciones que manifestó Blanca Li cuando presentó hace años un ballet en el Carlos V —que no intento datar, por no forzar la memoria—, era la necesidad de comprarle a todas las artistas, que se contaban entre la decena, braguitas iguales para, en el momento de enseñarlas despreocupadamente, que no desentonaran en su conjunto.

Para la bailarina de clásico, con el tutú enhiesto sobre la cintura o la faldita de de vuelo ancho, forma parte de su vestuario el intocable níveo culero.

Barajo entre los primeros recuerdos de pequeño, en una caseta del Corpus, cuando la feria ocupaba los terrenos del Salón, en la ribera del Genil, de la que mis padres eran socios fundadores, que una niña de mi edad, con un vestido de volantes, que en mi memoria aparece de color claro, daba vueltas al ritmo de la música, con los brazos elevados y juego de muñecas sobre el tablado postizo. Su padre se le acercó entonces levantándole las faldas hasta el cielo, diciendo que para bailar flamenco se debían enseñar las piernas. Creo que fui el único que advirtió la lección y el tenue rubor de la niña, arreboles sonrosados en su carita suave, que contrastaba con el encaje inmaculado de su ropa interior.

Guardé ese recuerdo privado como el regalo sorpresivo de un joven voyeur, hasta que en este momento, venido al cuento de la distancia, lo expongo a la luz de mis contados confidentes.

Hoy quizás los robos de la instantánea visión hayan perdido su fuerza. El destape manifiesto de nuestro tiempo ha emborronado el deseo fugaz del atrevimiento. Puede que la pornografía haya desbancado al erotismo, aunque, permitidme que me incluya en la amplia minoría de población ‘trasnochada’ de los que preferimos lo que se adivina a lo que le enseña, lo soñado a lo evidente, la captura efímera del sin querer queriendo al manifiesto escaparate.

Pienso, en esta misma suerte, que, entre las muestras más sublimes del erotismo, se encuentra ese triangulito blanco (siempre blanco, aunque también se admite el negro y, en ocasiones, el rojo o el rosado) en la entrepierna de la femenina diosa.

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