Propaganda otoñal
Una de las imágenes definitorias de la soledad, el desamparo y el abandono en el antiguo Oeste son esas grandes bolas vegetales rodando, por el polvo que las acompaña, a merced del viento y los postigos de las ventanas descontroladas golpeando sobre sus marcos desencajados.
La calle en la que se ubica mi casa (número 13) se parece a esos paisajes desérticos de las películas cuando el viento sopla.
El otoño ha acabado. Los árboles no tienen hojas ya con qué alfombrar el piso. Pero los folletos de propaganda (sin cosido de ningún tipo) siguen cayendo por fuera de los buzones, en las escaleras o en el puro suelo.
Basta un poquito de brisa, un empujoncito fresco, para que se liberen y corran libremente, asemejándose a esas plantas rodantes (tumbleweed), a esas bolas de paja que tanto tienen que ver con el descuido.
Toda la calle se empapela multicolor. Su limpieza es un poco inútil, porque al día siguiente vuelve a llover propaganda, ofertas imprescindibles (no sé cómo hemos estado media vida prescindiendo de ese aparato que, además de asequible, se puede pagar a plazos, para empezar su desembolso dentro de dos meses).
Ahora, cuando llueve, mi barrio es peor. Recuerda el taller de papel maché después de un largo día de infructuoso trabajo.
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