La soledad como refugio
Ayer, en una obra de teatro que nos propusieron en el salón particular de una casa, de la compañía Bajo tierra, una de las actrices apuntaba la necesidad de subirse a un monte para ordenar el mundo. Gritaba, desde la ventana, en el patio, insultando al prójimo, para que la dejaran en paz.
Txemi, después, tomando una cerveza, comentó que haría ocho o diez años estuvo mirando islas y atolones que se vendieran perdidos y solitarios. Pedía un precio sensato y unas condiciones razonables de habitabilidad. Cuando se interesó por un cayo a medida, resultó que hacía unos años entraba dentro de una ruta frecuentada por piratas. (No era cuestión de rodear la isla de radares y de misiles de corto alcance.)
Porque, visto lo visto, es preferible estar solo que acompañado (mal o bien, pero por si acaso). Es como quien dispara y después pregunta. O como decía Cunqueiro de los gallegos, que no han inventado nada en materia de cocinar, porque, antes de peguntarse si algo, animal o cosa, era bueno para comer, ya se lo habían comido.
No hay que irse a un monte, a una isla o a una cueva, como los eremitas (san Simeón pasó los últimos treinta años de su vida encaramado en la cima de una columna), basta con seguir el método, que podemos llamar ‘del avestruz’, y aislarse en sí mismo.
En El turista accidental de Anne Tyler se propone que, para que no molesten con conversaciones o preguntas intrascendentes, los compañeros de asiento en un viaje, lo mejor es sacar un libro de grandes dimensiones y hacer que leemos (o leer en realidad) desde el principio.
También tengo recogida otra experiencia en este sentido, que, aunque no está localizada ni firmada, estoy casi seguro que pertenece a La casa de Lúculo de Julio Camba, titulada Un método original para comer tranquilamente en un banquete:
“Generalmente te colocan entre dos damas y te encuentras enfrente con otra. El método del gran gastrónomo Kaben -lo cita Curnonsky, y me parece que es un alias suyo- es el siguiente.
Se dirige a la señora de su derecha.
—¿Está usted casada, señora?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—Sí.
—¿De quién?
La señora, enfadada, no le dirige más la palabra.
Se inclina Kaben hacia su izquierda.
—¿Está usted casada, señora?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—No.
—¿Cómo lo hace?
Ofendida, la señora, no le habla más.
Kaben habla con la señora de enfrente.
—¿Está usted casada, señora?
—No.
—¿Tiene hijos?
Otra mujer ofendida que no le habla durante toda la comida.
Y así Kaben-Curnonsky puede saborear el menú sin ser molestado.”
* Portada de El turista accidental de Anne Tyler.
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volandovengo -
Txemi -
maría angustias -