¡Ay, que me pica!
¡Ay, que me pica! Dicho así puede tener una carga erótica que, en este momento, no pretendo.
La picazón se alivia con la rascadura. No hay mayor fatalidad que no poder hacerle frente a un picor. Picaduras, puede haber muchas; picores, sin venir a cuento la mayoría de ellos, hay muchos más.
Que te pique el pie cuando calzas una gruesa bota, que te pique la espalda justo donde no llegas, que te pique un brazo cuando está escayolado, que te pique la nariz o la cabeza o un ojo cuando tienes las dos manos ocupadas, que te piquen los genitales cuando estás hablando con tu suegra...
Un martirio, ya lo he dicho. Enunciamos así una de las leyes fundamentales del oso: "La intensidad del picor es directamente proporcional a la imposibilidad de rascarse".
Comer y rascar, todo es empezar, reza un dicho muy español. Se trata de dos placeres de cualquer ser animado (pueden ser dos placeres) (que se lo pregunten a un perro) (o a las pulgas).
Mi niño se tumba en mis haldas y, levantándose la camiseta, dice: "hazme cosquillitas". Porque sabe que, si rascar es un placer, que te rasquen es un placer doble.
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