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volandovengo

Por qué maté a mi marido

Por qué maté a mi marido

Me cuenta María que estaba harta de un marido tan perfecto. No es que ella fuera boba, retrasada o algo por el estilo. Él podía pasar por un superhombre. No era excesivamente guapo, pero tenía ese irresistible atractivo que atraía a todos los que estuvieran a su alrededor. Era elegante y educado, simpático y gracioso, cuando lo requería el momento. Su humor era fino y discreto, oportuno y con gusto. Sonreía con los ojos y con una perfecta caja de dientes que parecía brillar, sino resplandeciera por entero. No era buen atleta, pero sí deportista. Salía al campo todos los domingos y recorría no sé cuántos kilómetros. Después volvía como nuevo. Las mujeres lo adoraban y los hombres le tenían una solapada envidia que, sin remedio, se convertía en una amistad incondicional. Tenía amigos. Eso sí. Si algo le sobraba eran amigos. No paraba de saludar por la calle, de ver a gente y dialogar con ellos. Sabía hablar a las personas. Sabía lo que decirle a cada uno, en cada momento. Por eso lo buscaban. Por eso también lo buscaban, mejor dicho. Tenía don de gentes.

Y me quería. Podías pensar que el problema es que no me quería. Que tenía una amante, una doble vida o celos compulsivos o razonables. Pero no. Yo no tenía queja de él ni él de mí. Era atento y fiel. Recordaba todas las fechas y advertía mis cambios de peinado. Sus detalles no se limitaban a días señalados, a veces me sorprendía con flores o una cena.

Nunca le pude dar hijos. Al principio, él se echó la culpa. Puso todo lo que estaba en su mano. Consultó a médicos, a psicólogos y se estuvo tomando fármacos. Cuando estuvo claro que la estéril era yo, lloró conmigo y me consoló; le quitó importancia y posibilitó la adopción. Pero yo no quise. Nos acomodamos a la soledad de la pareja. Colaboramos con un grupo socioeducativo para niños y jóvenes y teníamos suficiente. Más tarde nos hicimos con un perro. Le dieron un perro. Un setter irlandés que se llamaba Floro y que lo quería a él más que a mí, aunque fuera yo quien le preparaba la comida y lo sacaba entre semana. Él se lo llevaba de excursión los fines de semana y jugaba con él a la vuelta de su trabajo. Poquito, porque llegaba bien tarde. Lo teníamos en la terraza y ladraba a la calle. Un día perdió el equilibrio y se calló sobre un coche blanco. No le pasó nada, pero al del coche le tuvimos que pagar el taller para que le arreglaran la chapa del techo.

Con mi familia bien. A mi padre le ayudaba con el huerto y con sus manualidades. Lo llamaba muy a menudo con cualquier problema y él acudía raudo. Mi madre presumía de yerno y preparaba la comida pensando en él, cuando íbamos a comer. A ella también le llevaba flores, aunque no la llevara al cine. Mi hermana tenía más confianza con él que conmigo.

En la cama, casi me da vergüenza contártelo, me gusta hacerme la niña (a veces hasta me vestía de colegiala) y que él fuera mi profesor. Me porto mal, le digo. Me he portado mal. Y él me levantaba la falda y me azotaba suavemente y me hacía el amor, mientras yo gritaba como si me hiciera daño. No siempre era así, sin embargo. La mayoría de las veces era un misionero o yo lo cabalgaba hasta quedar exhaustos. Ya nos conocemos. Teníamos nuestro ritmo. Conseguimos alcanzar un punto y mantener el goce durante bastantes momentos antes de estallar. Después hablábamos. No fumamos. No somos fumadores. Sólo hablábamos a media voz, con la luz apagada. Nos quedábamos dormidos en mitad de una frase. Ni siquiera roncaba. Normalmente no ronca. Aunque si bebe o está resfriado… pide perdón y por la mañana nos prepara un zumo de vitamina ce.

Era un buen confidente. Un buen pañuelo para llorar y consolarse. No sólo mío. La gente lo llamaba y lo buscaba, como te digo. Sobre todo las mujeres. Si hubiera puesto un consultorio en vez de una clínica le habrían ido mejor las cosas. No es que le fuera mal la consulta, a ver si me entiendes, es que le absorbía demasiado. Le llevaba mucho tiempo. Hacía más de lo que debía. Además tenía su grupo. Sí, ese al que no le cobra. Los llamaba sus “huerfanitos”. Estaba compuesto por inmigrantes, pedigüeños y personas sin techo. Decía que era su pequeño grano de arena. Unas horas al día, al final del día, lo dedicaba a eso. Todos tienen derecho, me decía. Pues que se ocupe el gobierno, las instituciones públicas. Pero él, que no. Que hay gente sin papeles, que quiere decir sin derechos. O tienen problemas inconfesables. O hay quien necesita otro tipo de atención… Por eso a veces llegaba tan tarde. Yo me enfado, pero en realidad me parecía bien lo que hace. Es una buena labor. Admirable.

No le costaba madrugar. Esa es otra. Nada más oír el despertador, a veces antes, saltaba a la ducha. Se vestía y preparaba el desayuno para los dos. Cogía su bata y su cartera y se iba de casa dándome un amoroso beso mañanero que me duraba algunas horas. Yo me asomaba a la ventana para verlo subir al coche, arrancar e irse. Siempre tan puntual. Siempre tan perfectamente formal.

Yo me asomaba a la ventana para ver si ese día el coche no arrancaba o tenía algún problema con el vecino que siempre tapa la entrada del parking o le habían roto el cristal para llevarse la radio o cualquier otra cosa extraordinaria que mancillara su exactitud, que ensombreciera su puntual rutina.

Porque no aguanto, no aguantaba, tanta perfección, que me relegaba a mí a un segundo plano, aunque ficticio. En mi familia lo prefieren. Nuestro perro, Floro, lo prefiere. Nuestros amigos son suyos. Yo sólo soy consorte. “Con suerte”, pensarás. Yo también lo pensaba. La vida me sonríe. Tenía al marido diez, una casa a medida, una vida de ensueño. Todas mis ilusiones se hicieron realidad. Mis sueños se han cumplido. Mis amigas me felicitan y envidian mi suerte. Pero yo me veo a rastras. Sabes lo que te digo. Por muy buena que sea, siempre seré la mujer de Alfredo. Siempre creceré a su sombra.

Lo denuncié. A eso que protegen a las mujeres, le puse una denuncia. No me había agredido ni me pegaría en la vida, pero llorando dije que me acosaba, que tenía miedo.

Estuvo alejado de mí mucho tiempo. Por ley no podía acercarse a más de doscientos metros. Me mandaba mensajes por amigos comunes, por mi familia. Hasta me escribió una carta. Que no lo entendía, que qué había hecho. Qué había pasado para tener que abandonar su casa, su perro y a su mujer. Yo no le hacía caso. Aunque lo quería con todas mis fuerzas, no le hacía caso. Y seguía empeñada en mis denuncias. Me acosaba su perfección sin fisuras, su sonrisa sincera, su don de gentes, su éxito en la vida… Incluso me molestaba que estuviera enamorado de mí y yo de él. Ni una mancha en su expediente. Ni una cana al aire, como quien dice. Y yo, la chica más popular del instituto, la superrubia de las animadoras, que podía haberme ido con cualquiera, acabé con él. Para mí el mejor. Pero esta sumisión sin condiciones, esta adoración… Llegó a dolerme quererle tanto. Sus besos me quemaban de puro amor. Había veces que no dormía, viéndolo dormir a mi lado.

Un día me abordó por la calle y lo detuvieron con lágrimas en los ojos. ¿Por qué me querría tanto? Su vida también era perfecta sin mí. Podía rehacer sus pasos cuando quisiera. Podía estar con cualquiera. Sólo tenía que desearlo. Se había alquilado un apartamento cerca de la clínica y se le ensombreció la cara. Me gustaba. Su dolor era para mí una liberación. El resquicio de aire fresco en un lugar poco ventilado.

Me interesé por su vida. Preguntaba a sus pacientes y vecinos. No era el de antes. Cojeaba. Le faltaba algo, que simplemente era yo. Estaba ganando la partida. Mi venganza se estaba cumpliendo.

En el bolso guardé un cuchillo de cocina. No muy grande, pero sí ancho y puntiagudo por si se acercaba otro día. No quería matarlo al principio, pero un arma blanca afianzaba mi condición de mujer acosada. El miedo hizo lo demás. La inseguridad se tornó en tragedia. Tuve miedo de que todo volviera a su sitio, de mi debilidad, de volver a ser la mujer de Alfredo, la que viene con Alfredo, la que va después de Alfredo, del hombre perfecto. Estaba insegura. Era débil. Una palabra suya bastaría para que cayera a sus pies arrepentida, que le pidiera perdón llorando.

Se me acercó y cerré los ojos. Me cogió de los hombros y abrí el bolso. Me dijo te quiero y le clavé el cuchillo en el pecho.

* El viernes escribí este cuento.

2 comentarios

volandovengo -

Muy agradecido por tu comentario, elgato, pero creo que algo exagerado.

elgato -

un pedazo de cuento. enhorabuena. magnífico. agotadora perfección.