Manolo Osuna y Leonor Leal. Solera y vanguardia
Los veranos del Corral. XI Muestra Andaluza de Flamenco
Manuel Torres, ‘El Niño de Osuna’, ronda los 80 años, poquitos más o poquitos menos, camufla el whisky en una botella de agua y dice los cantes como si estuviera en una reunión y no en un escenario frente a unas trescientas personas. Manolo Osuna se acomoda, saluda sin mirar a nadie y presenta el cante. Comienza por martinetes. Aunque mermado de facultades (habría que verlo hace treinta años o quince o tan sólo cinco años), tiene ese poso de flamencura concentrada que le hace auténtico. Sin reposo pasa a las seguiriyas, que son de Tomás el Nitri, de Curro Durse y de un puñado más de creadores tradicionales. ¿Contemporáneos suyos? Luis Mariano, con su guitarra sigue al maestro. Éste no le echa muchas cuentas al tocaor que tiene al lado, siempre afinado, siempre preciso. El recital continúa con soleares y termina con fandangos. Son sota, caballo y rey. Son sus temas, los que esperamos. No pidamos mucho más. Quizá una caña, una petenera, alguna otra toná. Riesgo ninguno. Pero, a media voz, llena el patio de pureza.
Leonor Leal es la vanguardia. El principal reto de un flamenco, de una bailaora, es encontrar un lenguaje propio. Leonor no sólo lo consigue sino que lo complementa con una estética despejada. Con el pelo corto, muy corto, y sus vestidos poco ortodoxos, su baile está lleno de verdad. Pertenece a esa nueva hornada de bailaores, cada vez más amplia, que dosifican su fuerza, que escuchan el cante, que reposan sus movimientos, que son capaces de danzar el silencio, que tienen la mente despejada y la mirada amplia. También sabe, como saben sus hermanos, que para tener éxito en la propuesta hay que estar bien arropado. Para ello, Antonio Campos dulcifica el cante, Tino Van Dersman compromete su guitarra y Raúl Botella suaviza la percusión.
La vasija, de origen nigeriano, comienza un latido, que introduce la caña. Leonor se muestra elegante en su vestido negro. Huye de toda convención y marca un compás estremecido. Antonio Campos enriquece la pieza con su fraseo y la novedosa soleá apolá que encaja por fiesta. El guitarrista holandés se queda solo con su guitarra para interpretar una marcha de Semana Santa. Es creativo y preciso. Limpio y reposado. Antonio sigue su estela y, desde la balconada, nos canta unos martinetes cercanos a la saeta, que cantaba Chocolate de Granada. Para las seguiriyas, la bailaora jerezana, viste un vestido negro de vuelo con asimétricas líneas blancas, que redunda en la escena, sacando partido a sus vueltas y su emoción. En las alegrías, Leonor desnuda su espalda. Una vez más muestra su esencia. El baile es un paseo. Cuando un bailaor se divierte, es muy posible que el público lo pase igualmente bien. La improvisación también está presente. El pellizco y el duende, no se pueden buscar, tienen que surgir. El cantaor granadino se explaya igualmente. En la fiesta introduce aires de Arcos y, para la coda final, abandona su escaño y canta a capela junto a la bailaora. Terminan haciendo mutis los dos juntos. Un generoso bis por bulerías pone fin a una noche realmente completa.
* Leonor Leal (© Daniel Muñoz).
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