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La bruja Edelvira

No era la primera vez que Edelvira torcía senderos y enturbiaba la fraternidad vecinal. Hacía pocos años en que la vino a consultar la viuda de un boyero por un asunto delicado. Su prima de ella, también de origen bastetano, cuando dormía fantaseaba con su marido, fallecido de una mala digestión, al que Edelvira conocía bien. Lo supo a su vez por un sueño que ella tuvo en el que yacían juntos y se ayuntaban sin pudor en cualquier cruce de caminos, y unidos de la mano, sin ropa alguna, con los puros cueros, se reían de ella. Musitaban los secretos maritales del boyero en vida y de su legítima y hacían chanzas de ello y, sin vergüenza, volvían a mofarse.

A cambio de un buey joven, buen trabajador, con la nariz anillada de hierro pulido, a ver si alguna justicia de hechicería pudiera ordenar las cosas en su sitio. Que no quiero mal a ella, decía la boyera, y mucho menos a mi marido, que en paz descanse. Que quiero sólo una advertencia, una señal breve pero rotunda para que mi prima, por temor o reflexión, reniegue del difunto.

Edelvira decidió, tras aceptar la mansedumbre del cornudo, que una reprimenda indolora, que una llamada de atención puntual, podría ser el aojamiento de sus gallinas, pues la prima se dedicaba a la venta de huevos frescos que recogía a diario de dos docenas de ponedoras que cacareaban comiendo gusanos en su montaña de estiércol.

Firmado con guiño y palmada, y unas cuantas plumas de las susodichas aves para realizar el embrujo, la curandera no tardó en proferir humeante sortilegio por un tiempo definido de siete amaneceres.

Al día siguiente, la prima de la mujer del boyero, acudió a la vieja quejándose de que sus gallinas habían dejado de poner. Que sospechaba de su prima y de un mal encantamiento hacia su persona, a través de las aves de corral, pues siempre le había tenido celos. El boyero, su marido de ella, a quien la bruja atendió en sus últimos suspiros, aunque un poco giboso por unos flujos de aire interno que le llegaron al corazón, era hombre muy macho que la deseaba, sin que ella empeñara su virtud. Pero las miradas lascivas, el acoso constante y los descuidos en soledad, dieron pie a pensar en que había trato carnal entre ellos sin ninguna duda, porque, cuando el río suena, agua lleva, y piedras, incluso.

Por más que ella renegara de él delante de su prima, por más que jurara su inocencia, la obtusa condena estaba dictada. Para la mujer del boyero, ella era la hetaira que no dejaba en paz a su marido, que se subía la saya en su presencia, aleteándole la entrepierna, y se le ofrecía como quien tiende plato jamonero a su invitado. El boyero, como hombre, carne débil de la creación, no se podía resistir a tan floreciente manjar. Ella, su prima se veía encornada y verde de achares, que hasta después de muerto, seguía sospechando de ella, quien por fin había respirado con la muerte, no porque hubiera fallecido, pobre hombre tan hombre, sino porque ella quedaba libre de la persecución del jorobado y de la brutal pelusa de una prima insegura, que si no le hubiera negado beso y cama cuando él volvía solícito de arrear a los bueyes por esos caminos, esos surcos y esas eras, otro gallo le hubiera cantado, porque él no tendría que ir persiguiendo a ninguna hembra para cometer el pecado del mundo.

La vieja herbolaría oía esto sin llegar a comprender el entuerto y lo que hubo o no con el hombre tan hombre que arreaba bueyes por las cañadas y que se murió de un empacho sin saber que después de muerto se iban a tirar de los pelos su mujer y la prima de ésta por cuestiones de celos en vida y devaneos necrófilos una vez enterrado, que ni morirse lo pudo hacer en paz. Que en paz descanse en el otro mundo, porque, lo que es en éste, continúa en guerra.

Edelvira, primero sin querer y luego conscientemente, decidió sacar partido de esta historia. A la prima de la mujer del boyero le comentó que ella, la hechicera con sus hechicerías, podía hacer que sus gallinas volvieran a poner en seis días, que era el plazo que le quedaba para que pasara el aojamiento, si a cambio recibía dos ejemplares lustrosos de su corraliza y un gallo de buena simiente y exacto en su madrugar, que encrestados se conocían que cacareaban antes de amanecer o cuando el sol ya andaba subido.

La prima de la mujer del boyero se apresuró a decir que añadiría un par de palomos si ella, la vieja Edelvira, además aojaba a una vaca que su prima mantenía en un establo que ordeñaba dos veces al día. La bruja aseguró los dos pichones con una visita de cortesía a la mujer del boyero en la que en un descuido miró mal a la becerra para que se le agriase la leche una temporada.

Así siguieron prima y prima maldiciéndose la una a la otra por mediación de Edelvira, que iba aumentando sus beneficios en esta lucha sin sentido. Hasta que una tercera prima, carbonera por parte de padre, para más señas, enterada en confidencias de los tejemanejes de la vieja adivina, decidió reunir a sus parientes, la prima de los huevos y la mujer del boyero, y contar abiertamente, apoyada por el asentimiento de cada una de ellas, el engaño que sufrían y el provecho que a su costa beneficiaba a la oscura mujer.

Las infelices, rojas de rabia, decidieron denunciar a la malvada y sus oscuras inclinaciones ante las autoridades de la ciudad para que la condenaran después de escarmentarla con los refinados suplicios de la justicia.

Edelvira, a través de un gato negro, o de ella misma transformada en pardo felino, adivinó las aviesas intenciones de sus víctimas, voluntarias por otra parte, y, adelantándose a sus propósitos, un encantamiento les salió al encuentro.

Poco después de atravesar el puente de doble ojo, las dos primas tuvieron que tomar asiento al borde del camino, en el mismo suelo, aquejadas de grandes pesares. A la mujer del boyero se le comenzaron a inflamar los pechos, hiviéndoles de dolor. A su prima, un apretón en el vientre la revolcaba por el suelo. Ésta puso dos huevos, de los que salieron sendas serpientes, que empezaron a succionar de los pezones desabotonados de aquella.

Enseguida, con las lágrimas saltadas, fueron concientes de la responsable de estos tormentos e, intimamente, pidieron perdón y se arrepintieron de haber pensado si quiera en la denuncia. Al momento, los reptiles desaparecieron y las penas cesaron y allí, como estaban, medio desnudas y tendidas en el suelo, entre aulagas, confesaron mutuamente sus sospechas y envidias, al igual que la participación de la bruja entre ellas. Lloraron, se consolaron y prometieron reanudar su confianza y olvidar sus injustificados celos.

Nada dijeron a nadie y menos a Edelvira, que prendió velas con olor a romero, pues había conseguido que las dos primas se hermanaran, como le prometió en el lecho de muerte al difunto boyero.

* de Septimio, el descabezado de Iliberis.

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