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volandovengo

Un paso más en el vacío

Un paso más en el vacío

Flamenco Viene del Sur

La belleza sin igual de las escenas de Questcequetudeviens?, que podíamos traducir ¿Cómo te va?, no ocultan lo enigmático de una obra marginal, bien alejada del flamenco. La Compagnie 111, dirigida por Aurélien Bory, hace un trabajo minucioso e intimista, cargado de oníricos golpes de efecto que embelesan tanto como difuminan el norte.

El lunes pasado, salí del Teatro Alhambra con una satisfacción encontrada. Por un lado, una función de impecable factura saturaba mis sentidos. Por otro, el foro inapropiado para presentar esta obra llegaba a desorientar.

Y van dos. Flamenco Viene del Sur comenzó ajeno y prosigue aferrándose con alfileres a lo que se entiende como flamenco. Sin embargo, vuelvo a decirlo, este espectáculo en otro contexto habría arrasado.

¿El problema cuál es entonces? El problema sigue siendo el de siempre: no se puede vender el ensayo y la vanguardia, la experimentación y el virtuosismo contemporáneo (o no exclusivamente), en un ciclo donde debe prevalecer el flamenco de raíz. ¿O no? Quizá debamos cambiar el concepto y hablar de que el flamenco crece con la vanguardia final.

Era normal, aunque no justificado, nunca justificado, el comentario del público durante el espectáculo. Un personal tan sorprendido como decepcionado que, a los postres, como digo, se llevó una gran impresión.

El anuncio de la obra estaba calificado desde un primer momento como danza contemporánea, así sabíamos prácticamente a qué atenernos. La bailaora Stéphanie Fuster, con una buena base y una plasticidad admirable, lleva el peso de un espectáculo más hermético de lo deseado. José Sánchez, a la guitarra, mantiene un ritmo constante, a veces monótono, con un tempo laxo. Alberto García, desgrana una seguiriya durante toda la velada que impone el pulso dramático del argumento hasta terminar, según el programa, con el “auto-sacrificio auténtico” de la bailarina (pues la llama bailarina no bailaora).

El comienzo es lento y desconcertante. Fuster, con un vestido rojo exento a su persona, interpreta el reiterado latido de la guitarra, con momentos sorprendentes y otros próximos a la contorsión. Acaba con el vestido como peineta, como gran paso procesional, al que una saeta lo ilustra.

Un camerino, como bungalow de fábrica, cobra protagonismo, en el que Stéphanie, de calle comienza sus ensayos. Es una escena repetida, que ya hemos visto en Belén Maya, Isabel Bayón o Rocío Molina, pero nunca desde fuera, como simples espectadores de un teatro en el teatro, lo que le imprime un carácter más encorsetado.

Mientras suenan alegrías y bulerías comienzan los estiramientos y las posturas frente al espejo, hasta llegar a un zapateado frenético donde la cabina se convierte en sauna y se va llenando de vapor. Una vaharada que se va condensando a la par que ella juega con la luz y las sombras, con el azogue y con el cristal empañado que nos da la cara y la huella de su impronta esférica.

La seguirilla, siguiendo repertorios de Carmen Linares, se irá descomponiendo hasta el final. Advertimos un buen timbre y una voz melodiosa, con su pellizquitos, en la persona de Alberto. Más dificultoso “bailando” a su vez con el guitarrista en las sillas de ruedas como de escritorio. Interacción que, francamente, se podían haber ahorrado.

Toda la parte final es apoteósica. Del camerino/sauna empieza a salir agua llenando un pequeño estanque donde la protagonista interpreta las seguiriyas. Entre el chapoteo y las salpicaduras se crean momentos de verdadera hermosura, reforzado por el reflejo de la bailaora en la charca y el taconeo amplificado y el juego de luces, que no nos queda más que aplaudirlo de principio a fin.

Todo se va amortiguando, se va apagando, va “muriendo”, con una toná, con ella tumbada exhausta en el charco donde el cisne cantó.

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