La noche de la sinrazón
La cabeza es un instrumento delicado. Posiblemente es el elemento definitivo que determina nuestro paso por el mundo y la relación con nuestros semejantes. El equilibrio, más o menos estable, de las neuronas que contiene nuestro cerebro nos hace superar el día a día con la esperanza de un mañana que nunca llega.
Es nuestro leit motiv, es el motor de la humanidad, el principio y fin de las religiones. Un porvenir clarividente, un posible más allá, un paraíso a medida.
Pues la vida existe porque está en la cabeza. El pensamiento abarca cuanto ocurre, lo que ha pasado y lo que llegará a suceder.
¿Pero qué pasa cuando nuestro mecanismo falla, cuando ya no coordinamos esas neuronas, cuando nuestra mente descansa o se muere por las mismas causas que el olvido, es decir, por desuso, interferencia o desinterés?
La noche de la sinrazón, como no dudo en llamarlo, es el estado final. La noche profunda no es tan cruenta como la anochecida, como el avance de esas tinieblas que hacen aún percibir un poquito de luz, unos celajes, un punto cada vez más desvaído, hasta que la opacidad es completa.
Quizá no muere el que muere, porque hace falta morir dos veces para morir definitivo. Quizá el que muere deja un recuerdo anímico y constante. La estela bondadosa del amor de primera mano.
Es el que pierde la razón el que muere definitivamente cuando muere. Es el demente el que se encarga con su ausencia de ir borrando esos recuerdos que le hacían un igual. Tal vez sea el loco el que va difuminando su relación con el mundo pasando paulatinamente del ser al no ser, quemando su memoria en una combustión lenta, pero determinante.
Aquejado de alzheimer, lo realmente duro es el proceso inevitable de esa primera muerte callada, cuando se es consciente de que cada vez menos hilos nos unen a la realidad, cuando somos conscientes de los recuerdos que se nos escapan, cuando sin remedio vemos estrecharse nuestro entendimiento. Lo malo es sentir poco a poco apagarse las bombillas, como al final de una feria, y entrever la ciega escoba arrastrar las barreduras para no devolverlas jamás.
Y, cuando el último hilo se rompe, ¡ay!, la noche inevitable se cierne a la espera de la segunda visita de la señora de la guadaña.
2 comentarios
volandovengo -
Por cierto, leí recientemente tu prólogo sobre Constantinopla de Amicis. Te felicito por ello.
Jesús Lens -