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volandovengo

Lectura en la biblioteca 2

Lectura en la biblioteca 2

Una de las sorpresas anunciadas que llevé a la biblioteca fue un adelanto de mi novela que, después de varios meses intentado llagar a su fin, ya está prácticamente terminada. No es convencional, nada convencional. Con un lenguaje algo arcaico se desarrolla una historia entre fantástica e histórica, entre gótica y bizantina, con mucho humor y bastante intención poética.

Llamada Septimio, el descabezado de Ilíberis, se desarrolla a final del siglo VI, época de tolerancia donde las haya, conviviendo en un mismo solar hispanorromanos, visigodos, bizantinos, judíos, vándalos, suevos, etc.

El protagonista, como bien indica el título, literalmente no tiene cabeza, la perdió por amor y no por ninguna consecuencia violenta.

En la lectura, Alberta Gallego, con voz acariciadora y sentido del ritmo, leyó tres pasajes que, como cuentos continuados, se imbrican en el texto para formar el paisaje todo.

Uno de esos textos fue Alejandrinos para una reina, publicado en este mismo blog poco después de que fueran compuestos. Otro de ellos, llamado convencionalmente El negro Botadeo, lo reproduzco a continuación:

Por estos idus abrileños, mismamente, con una carreta cerrada, que más bien parecía una pequeña cabaña tirada por una yunta de bueyes, de narices perforadas, apareció en la ciudad un hombre glabro, obeso y barbado, conocido por Gualberto, como se llamaría el hijo de Guillermo Tell, aunque esto Gualberto no lo supiese y, si lo sabía, no creo que le diera mayor importancia. Vendía un líquido brillante y traslúcido, de color azul, en tarros de medio cuarto, que, con natural facundia, aseguraba que, ingerido o untado, servía para paliar todo tipo de dolencia y solucionar cualquier tara o defecto físico, incluidas la orquitis aguda, la alopecia y la halitosis, en este orden.

El señor Botadeo, vigilante de abastos de la ciudad episcopal de Ilíberis, se interesó por tan milagroso preparado, fascinado por si serviría para decolorar las pecas, que las tenía sinnúmero visitando el cuerpo todo, lo que se evidenciaba en una cara tachonada como noche de estrellas. El charlatán le despachó varios frascos, que al principio parecieron ser eficaces, pero que a la larga tuvieron efecto adverso. Cada día que pasaba, una nueva pinta oscura se abría paso entre las demás manchas que colmaban su piel castigada. Tanto era el número de pecas que se apercibía en el cuerpo de Botadeo que juntándose unas con otras tornóse negro. Fue el primer vecino de color de la localidad. Su leyenda se sumó a las referidas en las abundantes noches junto al hogar. Desde entonces, los tiempos lo conocerían como el negro Botadeo.

Para terminar de convencer al incauto, no obstante, el yuguero tuvo que relatar varias anécdotas increíbles de pelones irremediables que terminaron siendo formidables melenudos, de cojos que prescindieron del bastón, del sostén que los mantenía erguidos, y de ciegos profundos que llegaron a ver nítida la luz del día.

—Sin ir más lejos, señoras y señores —argumentaba Gualberto—, en vuestra misma ciudad hallaréis un caso extraordinario. Este mismo bálsamo, dispensado hace unos años de forma metódica y prolongada, sirvió de alivio a un conciudadano vuestro. En un taller de suelas y tacones, señoras y señores, perdido entre las callejas que se dirigen al foro, colgado de unos hilos, un muñeco de madera lloraba su irrealidad. No tardé mucho tiempo en percatarme de tan cruel destino. Había que insuflarle vida, señoras y señores. Había sin demora que dotar de alma y entendimiento a esa criatura inanimada de ojos tristes. De manera que, poco a poco, siguiendo una costumbre ancestral, trasmitida de generación en generación desde tiempos inmemoriales, y una posología precisa, que no me está permitido divulgar, extendida entre sus miembros y articulaciones meticulosamente, la marioneta fue inhalando del mismo aire que respiran todos ustedes y yo mismo, y, señoras y señores, en apenas tres semanas y media de metódica atención, ese ser olvidado y triste, comenzó a caminar con el nombre de Glauco. Hogaño lo conoceréis muy bien, pues trabaja como mozo en los baños de esta bendita tierra iliberiana.

Un murmullo de satisfacción, asombro e incredulidad recorrió a los presentes. Botadeo, pecoso y sandio, terminó de convencerse de las bondades del linimento, aunque Glauco, el encargado de las aguas termales, nunca llegó a reconocer que la historia del barbado Gualberto fuese la verdadera razón de su existencia aeróbica. El solador de calzado, por su parte, ex propietario del títere, sin ningún tipo de indemnización, con un acopio de arrojadizos guijarros, fue persiguiendo sin descanso la carreta del feriante durante bastantes millas.

Hay quien dice que llegó hasta Anticaria, país de gigantes, en tierras malaquenses, lapidando al milagrero y a su coche boyero; otros que se cansó no más recorrer medio estadio.

2 comentarios

volandovengo -

Me hubiera encantado verte por allí, Susana. La novela, cuando quieras, te la pasaré para leerla, aunque antes tenemos algo pendiente. Besos

susana -

No pude ir a la lectura para escucharte y verte. La novela sé que la leeré. Un beso