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El dragón y la princesa

El dragón y la princesa

Era el príncipe más bello del mundo conocido y, si me apuran, también del desconocido. Sus grandes ojos azul cielo hacían que la luna se ruborizarse y los blondos tirabuzones de su cabellera no tenían nada que envidiar los dedos dorados del astro rey. El dragón de este cuento, pues no lo he dicho pero esto es un cuento, exigía con ahínco, por la fuerza si fuese necesario, el pago de la doncella más hermosa que conociera el tiempo de uno a otro confín. Nuestro príncipe arrojado no lo dudó ni un momento y, vistiendo de dama, con alheña y colorete en las mejillas, se presentó voluntario para dar satisfacción a los anhelos estomacales, y quién sabe si también libidinosos, del enorme reptil, puede que alado. Y, ¡vive Dios!, que resultó ser la joven más exquisita y deseable de aquellos lugares y de los demás por añadido. Su mismo padre incluso se prendó de ella sin adivinar que era él, o sea, el fruto de su semilla. Y si su padre no dudaba en rozar pecado incestuoso, no digamos el escamado que deshollinó sus fauces para llegada la ocasión expulsar alegre llamarada con límpida fumarola a su fin, aromada de jazmín o hierbabuena al uso. El príncipe que pasaba por princesa se acercó al acicalado dragón con daga en la liga, con cacofonía y todo. Pero no alcanzó a sacarla pues el bicho la envolvió con su cola escamada no más sentir su presencia y la encerró en alta torre sin puerta ni acceso, tan sólo una balconada en su cresta para observar a la beldad llorando mientras hacía primores o para acercarle alimento que no comía más que un pajarito enjaulado para cantar. Llegaría su oportunidad, pensaba el bello príncipe, de usar la daga contra su captor al tiempo que, con un golpe de efecto inesperado, desembarazarse de su disfraz de sumisa damisela que el dragón custodiaba. Pero no tardó sin embargo que un apuesto y joven príncipe de blanca montura y lanza en ristre, mirada triste y plateada armadura, con rima y todo, se presentase ante el avieso animal que, al verlo tan dispuesto, quiso darle el pasaporte con todo el honor al que un caballero puede aspirar de sentirse un sanjorge. El monstruo sin embargo no las tenía todas consigo, pues la primera bocanada incandescente que lanzó con gran tino, todo hay que decirlo, le fue devuelta al chocar con el escudo espejado del paladín causándole en plenas fauces un desperfecto irreparable, al menos de momento. Abierta la boca de asombro del monstruo, le fue atravesada por la pica larga del caballero hasta la empuñadura con blanco corcel a la carrera, con que fue derribada la bestia justo en el apoyo de la misma torre, sirviendo de escala improvisa del joven que se izó al ventanuco donde la falsa doncella pedía auxilio con la boca chica. Cuando las manos de la prisionera terminaron de aupar al valiente salvador confesándole a los postres que era varón embozado, el guerrero despojándose de la celada y dándole libertad plena a sus luengas trenzas firmó armisticio perdurable juntando sus labios con los de él pues en un juego de suplantaciones andaban envueltos. Y, colorado colorín… las perdices y todo eso.

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