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volandovengo

Ulah (finales de 235.002 a.C.)

Ulah (finales de 235.002 a.C.)

Cayó la noche tal como puede precipitarse el atardecer del invierno en cualquier ciudad conocida, con la diferencia de que aquí no existían farolas ni tubos de neón que engañasen las tinieblas.

El viento, sin obstáculo apenas, esteparia y libremente recorría el crepúsculo y arrastraba la breve llovizna que caía persistente.

De esta manera sucedía cuando el mundo aún estaba deformado. ¿O se desfiguró después de aquello?

El barro alcanzaba las vencidas ramas de los gruesos árboles, que se cernían lúgubres, alimentando los misterios.

Desvirgando la oscuridad callada, empero, se imponía un punto de luz en la entrada de una cueva, allá entre las rocas. Era la hoguera que calentaba las pesadas y amarillentas manos de las dos hembras de Ulah.

Él terminaría de pulir una punta de flecha con una lasca de sílex para la caza del día siguiente. Seguramente, velando a su vez el sueño de sus robustos congéneres.

Cada vez le costaba menos encender el hogar, el fuego sagrado, casi tanto como la fertilidad de la tierra, de los animales y de las mujeres, que mantienen la especie.

Aprenderían la técnica del pedernal posiblemente por un grupo de nómadas cazadores (quizá con menos pelo), que emigraran tras algún rebaño al más próspero sur.

Los demás cogerían leña, antes de entornar los párpados y dejarse morir un poco por ese día. Los carachata revueltos en su osera, como nido de culebras, entrelazaban feroces sus ronquidos. Sus olores, tácitamente, mantenían la unidad.

La caverna de la roca era sin duda pequeña para tanto homínido, pero revueltos se protegen del crudo temporal que acompañaba esas noches interglaciares.

Ulah se estremece. El hombre sin frente pronto huele a sexo. Se incorpora trabajosamente sin dejar de olfatear el reclamo de su compañera. La más joven, viéndolo avanzar, adopta una postura perruna y sacude el bajo vientre. El macho, sin preámbulos, la cubre (si no es fecunda la arrojará de su lado). Sin palabras, copulan en el lodo, mientras la más vieja, ajena, arranca con uñas curvas y alguna raedera los restos de carne adheridos a un pellejo de venado.

El sol, la luna, marca la jornada.

Al día siguiente se levantará Ulah, que se ha retirado cuando fueron a sustituirlo en la guardia junto al fuego, e irá de caza con el resto de la pequeña horda humana. Quizá les lleve todo el día. Puede que no traigan nada y, con suerte, sólo coman los huevos de algún saurio, raíces y bayas.

Por lo general, cuando el albur les sonríe, dan muerte a las crías perdidas de una manada o al animal viejo o inválido que quedó rezagado o abandonado por su grupo al comprenderlo un estorbo a la hora de cazar o de huir de sus perseguidores. Aunque normalmente acuden a las riberas del río, que se ha encargado, como cómplice callado, de atrapar animales sedientos en el barro de sus flancos.

Si sonríe el albur, como digo, y el animal es grande, su carne puede durar varias lunas, empleándolas más relajadamente en pulir bifaces, hacer punzones y confeccionar vestidos.

Ulah es cazador y es presa a la vez. Uno de los días de su corta existencia será devorado (¿se encomendará a algo?).

Las mujeres también secundaran en la caza de esa mañana y cogerán plantas, gramí­neas y frutas que combinan en su dieta.

Ulah es feo, peludo y chaparro. Tiene las piernas cortas y parece más viejo de lo que es. Ulah sabe que es de noche, pero nunca sabrá que donde encendió su hoguera hoy se alza una fábrica de persianas en Düsserdorf, creo.

* Cuento fechado en junio de 1990.

2 comentarios

volandovengo -

Buen comentario, Rossy. Muy a propósito.

Rossy -

UhhhmmmmAhmmmm