Atrapado en el laberinto de Rayuela
Llevo años leyendo la novela más conocida del genio argentino Julio Cortázar. El autor propone en Rayuela dos formas de lectura. A saber, se puede abordar convencionalmente, como un libro cualquiera, en orden el correlativo que disponen sus páginas, o de forma discontinua siguiendo una suerte de damero propuesto al comienzo de la obra, donde se van alternando los distintos capítulos de la obra.
Yo, aventurero de principios, me incliné por la segunda opción. De modo que, desde el sector 73, con que comienza la trama, pasa al corte 1, y después al 2, para saltar nuevamente al 116 y así sucesivamente hasta acabar en una especie de espiral, quizá malintencionada, donde del capítulo 131, nos manda al 58, y de éste otra vez al 131, con la lógica misma vuelta en periódico puro que lo hace interminable.
Las secciones son cortas o meridianamente alargadas. Siempre densas y experimentales, lingüísticamente hablando.
No sé cuándo, hará meses que me extravié en su contenido, como la bella dama Egeira, soñada por Perucho, perdida entre las páginas de un códice medieval mientras bordaba en un bastidor de marfil. Señalé una página en un descanso. Intermedié un punto de lectura entre dos hojas, izquierda y derecha, par impar, donde, en ambos lados, daban comienzo sendos capítulos. El episodio de la izquierda comenzaba y concluía en tal página; el título diestro, a saber dónde terminaba.
Al retomar Rayuela, un error, un despiste o la influencia de hados invisibles, inclinaron mi decisión a proseguir la lectura en la parte equivocada y continuar la guía de Cortázar.
Al rato de ir leyendo, reconocí algún pasaje. Dando por seguro que el mundo onírico de esta guisa cojeaba y que los tintes surrealistas que tachonan la obra vuelven como las olas en la orilla, continué saltando a la pata coja y venda en los ojos.
Cuando una frase se me hizo tan nítida y evidente que era imposible su doblez, quise rebobinar el hilo de Ariadna hasta el origen de la confusión que, al no hallarlo fácilmente, los palos de ciego se sucedían a mansalva. De forma que una sección me lleva a otra. Esta la conozco, la otra no. Vuelvo y retomo al azar otro numerito y salto al siguiente. Me voy de nuevo al principio y de nuevo caigo en la duplicidad, en el dilema o en el camino que se bifurca, emparentando así a dos paisanos, coetáneos, contemporáneos.
La palabra fin no existe. Rayuela es una obra sempiterna y yo seguiré perdido en su laberinto.
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