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La decapitación de los jefes

La decapitación de los jefes

El Dalai Lama nace cuando muere el Dalai Lama.

En la segunda mitad de los años ochenta, un pueblecito de la Alpujarra granadina se puso de moda. No fue por un asesinato, como suele suceder, sino porque allí nació Osel, reencarnación del lama Yeshe, que entregó su cuerpo mortal en el Tíbet. Ahora, el pequeño budista, tiene casi treinta años y ha decidido renunciar al monacato y crear una familia. Pero eso es otra historia.

Entre los pueblos primitivos, según nos cuenta Robert Graves en La Diosa Blanca, era habitual el asesinato ritual de los reyes remedando en cierta forma a los ciclos de la naturaleza, el sol sustituye a la luna en el firmamento, un año desplaza al anterior, las semillas mueren para que florezcan las plantas cada primavera, etc.

“En todo caso, dice Graves, el mito de Cronos es ambivalente: recuerda el reemplazo y el asesinato ritual, tanto en el culto del roble como en el de la cebada, del rey sagrado al término de su período de reinado…”. Y más adelante, con motivo de la muerte de Hércules, también dirá: “A él le sucede a su vez el Hércules del Año Nuevo, una reencarnación del hombre asesinado, que le decapita y, aparentemente, come su cabeza. Este sacrificio eucarístico alternado hacía continua la majestad real y cada rey era por turno el dios Sol amado por la diosa Luna reinante”, asociando este ‘sacrificio’ a la misa cristiana, a la muerte y resurrección del salvador.

Más tarde, esta muerte ritual se suavizó, llegando a ser tan sólo una parodia, un simulacro de este asesinato y, quizá, de la misma antropofagia.

Entre los visigodos, que reinaron en España por unos siglos, justo antes de la entrada de los árabes, el rey cortaba la mano derecha a sus enemigos inmediatos que quisieran arrebatarle el poder, todo un símbolo que le imposibilitaría reinar. Así Recaredo, a finales del siglo VI, cortó la derecha al rebelde Segga, que se hizo fuerte en Emérita queriendo proponerse monarca alternativo, antes de desterrarlo a África

En estos días, leyendo a Italo Calvino, me encuentro con el cuento La decapitación de los jefes. En nota a pie de página, el mismo autor italiano, nacido en Cuba, explica: “Las páginas que siguen son esbozos de capítulos de un libro que proyecto desde hace tiempo, y que quisiera proponer un nuevo modelo de sociedad, es decir, un sistema político basado en la matanza ritual de toda la clase dirigente a intervalos de tiempo regulares”.

Calvino afirma que la aniquilación regular de los poderosos: “Es la única doctrina que cuando haya conquistado el poder no podrá ser corrompida por el poder (…). Nuestra doctrina sólo puede escribirse con el tajo de una hoja afilada sobre la persona física de nuestros amados dirigentes”.

No tan extremo (ya dijimos que con los tiempos todo se va dulcificando) me recuerda a la democracia ateniense, cuando, una vez al año, si una asamblea ordinaria así lo decidía, se votaba el ostracismo (que viene de ostraca, que viene de ostra), es decir, se condenaba a una persona al destierro preventivo durante un periodo de diez años. El elegido solía ser algún personaje popular susceptible de conjurar o convertirse en tirano, pues el desterrado no había cometido delito alguno. Así, fue desterrado, por ejemplo, Jantipo, el padre de Pericles.

A este respecto Plutarco cuenta la anécdota del "insigne magistrado" Arístides, llamado el justo, pues cuando se dirigía a la Asamblea se encontró a un campesino analfabeto que seguía su mismo destino. El rústico le pidió un favor a este antiguo general de los enfrentamientos púnicos. Extrajo de su jubón un tejuelo en blanco y dijo que escribiera en él a quien pensaba votar para el exilio. Con mucho gusto, Arístides se dispuso a apuntar. El joven agricultor dictó su mismo nombre. Arístides, sin identificarse, preguntó qué tenía en contra de ese hombre. "Nada en absoluto, contestó, ni siquiera lo conozco, pero estoy harto de escuchar que todo el mundo lo llama el justo". Arístides sin más escribió en la piedra su propio nombre y se lo devolvió al campesino.

Cuando acabó la Asamblea, efectivamente, Aristides tuvo diez días para despedirse de sus seres queridos, para pasar después diez años fuera de su patria. Antes de irse, cuenta Plutarco, alzó sus manos y rogó a los dioses que los atenienses no sufrieran ningún peligro que les hiciera recordar el nombre de Arístides.

* Arístides el justo, camino del ágora.

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