El hombre que aprendió a enamorar sirenas
Delfino. Se llamaba Delfino Sanabria y desde siempre había creído que su nombre encerraba alguna suerte de premonición. Aunque era de interior (había nacido en un pueblo de la Alpujarra granadina), el mar le llamaba la atención sobremanera. Desde muy niño, quizá de bebé, había aprendido a nadar y a sumergirse como si el agua fuera su elemento vital. Cuando podía, conforme iba creciendo, bajaba a la costa y se familiarizaba con todo lo que tuviera que ver con el azul.
En La Herradura, una playa aneja al municipio de Almuñécar, relativamente próxima a su vivienda, entró a formar parte de un club de submarinismo donde descubrió la grandeza y el colorido de los fondos marinos. Nunca quiso utilizar el arpón. Mientras algunos de sus compañeros simpatizaban con la pesca subacuática, Delfino se inclinó por la fotografía. Llegó a participar en alguna exposición colectiva.
Las bombonas de oxígeno le proporcionaban una gran autonomía en el fondo, pero su peso relativo y sus burbujas continuadas, mermaban su libertad, espantaban sus modelos y enturbiaban sus instantáneas. Pronto, a raíz de este impedimento, aprendió a bucear a pelo y a aguantar la respiración como un cazador de perlas micronesio.
Aunque no era rico, sus padres, desaparecidos en un accidente múltiple cuando Delfino era todavía un niño, le habían dejado una pequeña fortuna en tierras e inmuebles, lo que le permitió dedicarse a la mar por completo. Se hizo con un pequeño velero, donde estableció su habitación, en el que salía a navegar días y semanas, casi siempre de cabotaje, aunque alguna vez se aventurara piélago adentro casi hasta Alhucemas, ya en costas africanas.
También fue componiendo una biblioteca especializada para reconocer lo que la práctica le había enseñado. Así supo ponerle nombre a todos los seres que contemplaba y que aparecían de vez en vez en sus retratos oceánicos. La gaviota también se llamaba larus y los mejillones mytilus; el cangrejo ermitaño eupagurus y el pulpo octopus. También aprendió de botánica. Se familiarizó con el musgo de Irlanda y con las lechugas de mar, con los sargazos vejigosos y con las anémonas.
Por el oeste atravesó el Estrecho de Gibraltar y conoció el océano abierto, y, por el este, intimó con una tortuga mediterránea (testudo hermanni) en las islas Baleares, donde arribó un día de mar en calma. Pero donde más disfrutaba era en las aguas límpidas de Cabo de Gata, donde escasísimo se le presentó la foca Monje (monachus monachus) y donde le pareció ver fugazmente los cabellos azules de una breve sirena.
En vano persiguió la estela blanca de su cola plateada, mientras su mente le repetía una y otra vez que no era posible. Un banco de atunes tergiversó su huella y al cabo dio con la aleta dorsal de una tollina que emergía para tomar aire.
Desde ese momento, a Delfino Sanabria no le quedó más entendimiento que para aprender abundoso sobre la sirena. Llegó a conocer desde su nacimiento vivíparo, por eso carecen de ombligo, hasta su canto, distinto para cada ejemplar; desde el color de su cabello y su peine de nácar hasta los arrecifes donde viven y atraen a sus enamorados; desde sus avistamientos más recientes hasta el conocimiento de las sirenas que han existido, tanto de mar como de torrentera.
Supo también de su escasez o de su existencia ajustada a la hagiografía, a la que se resistía a creer, o a no creer, que en este caso es lo mismo. De quedar ejemplares en las costas españolas, aparte de la joven almeriense de cabello índigo, que no volvió a ver, se hallarían en el norte de Portugal y en el litoral gallego, próximo a las rías. También entendió que aún existían entre sus habitantes descendientes de sirenas, desde que el paladín Roldán tuvo tratos con una sirena en la playa de Arosa, que actualmente abrazan los apellidos Mariño de Lobeira o Cunqueiro.
Se interesó por varias cuestiones. Cómo encontrarlas, cómo comunicarse con ellas y cómo enamorarlas, moría por averiguar el sabor de sus besos. Terminó de esta guisa siendo gran experto, no sólo en lo referente a sirenas, sino de todo el litoral que ellas contemplaban.
Había aprendido sin ningún género de dudas minuciosamente sus detalles, incluso a enamorarlas como ambicionaba. Pero el joven Delfino, que ya no era tan joven, nunca vio sirena alguna que no fuera el recuerdo del destello blanquiazul que prendió en el Mediterráneo.
Ya viejo e impedido para el mar, se sentaba en la marquesina de su casita costera, viendo a las olas romper contra las rocas o morir en la orilla, a los pescadores atentos a su faena y a los barcos que fatigaban sus sueños, mientras en un bastidor de bolillos practicaba el arte de componer encajes.
* Playa Dos Espiños, a illa de Arousa.
0 comentarios