La danza de la lluvia
Llevamos ya varios días de primavera que ha venido cargada de lluvia, ese elemento líquido que cae del cielo en forma de constantes gotas. Nunca llueve a gusto de todos. Llueve ahora, en Semana Santa. Y llueve en los ojos de los cofrades que no pueden sacar su paso.
La lluvia, por lo general, en mi tierra, nos encuentra desacostumbrados por los largos meses de sequía que la anteceden. Tanto es así, que se nos olvida cómo caminar debajo de ella. O quizás, nunca hemos sabido cantar bajo la lluvia en una ciudad tan seca como Granada.
Las bajas temperaturas, cuando ya nos sobraba la rebeca, el ambiente húmedo, tras el lengüetazo seco de la Sierra, los innumerables charcos, después de pisar las desérticas calles, nos sorprenden como la visita de alienígenas.
Los coches, a los que antes nos acercábamos como toreros, ahora nos salpican sin compasión. De una vez a otra no nos acordamos que hay losetas sueltas en las aceras, rellenas de agua que salta, que son bombas de relojería para quien las pise.
Y entre otras cosas, el paraguas. Sí, el paraguas, eso que venden los nigerianos por las esquinas. Cerrado, decía Unamuno es de una elegancia completa. Pero su utilidad sólo se encuentra cuando está abierto. A veces un paraguas sin lluvia, cerrado y en la mano, pasa a ser algo ridículo.
Se deberían dar unos carnets especiales para portar paraguas. Las normas más elementales de levantar el brazo cuando se nos cruza otro paraguas más bajito, ceder las marquesinas, lo cubierto, a los peatones sin protección, cuidar de las gotas que resbalan por sus varillas... parece que se nos ha olvidado.
De cualquier forma -propongo-, podíamos salir descubiertos a la calle y disfrutar del agua que tanto se ha hecho esperar. Granada, debería dedicar un día a la lluvia, el primer día del año pasado por agua, y salir todos a mojarnos. Y chapotear alegres como Gene Kelly.
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