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Pequeñas perversiones

Pequeñas perversiones

Cuenta un conocido y viejo chiste, aunque no por ello menos efectivo, que una señora lleva a un inspector a su vivienda con la indignada queja de que su vecino se pasea escandalósamente desnudo por su casa. El agente, después de mucho mirar, aclara que, por muy desnudo que se encuentre el exhibicionista colindante, desde la ventana del dormitorio de la buena mujer no se ve nada. La señora indignada explica que hay que trepar al armario para poder verlo en toda su extensión.

Y es que el arte de mirar lo tenemos todos bien arraigado, aunque no lo reconozcamos. El hombre es mirón de nacimiento. Somos voyeur sin remedio. Y, en gran medida, también exhibicionistas. Pues estas dos pequeñas perversiones de cada día van tan unidas como la movida al escándalo.

Ya no esperamos para mostrar nuestras rosadas redondeces a la canícula de una discreta cala en el verano o a un febril tiempo de carnestolendas. Cualquier ocasión es buena para lucir nuestro palmito y para admirar el cuerpo serrano del vecino con la brandónica camiseta sudada.

Nunca hemos sentido más la necesidad de gustar. Nunca hemos sentido con más delectación la necesidad de ver. De verlo todo, de que nos vean, de observar y de criticar, sin connotaciones positivas o negativas (que casi siempre es el objetivo del ojeador).

Hace unos, en Inglaterra se hizo la experiencia de exhibir una casa transparente con una inquilina dentro durante algún tiempo. (Recuerdo la noticia, no los detalles.) La chica hacía vida normal y los transeúntes la observaban. Ella se levantaba y se duchaba, desayunaba y realizaba las labores más habituales, se desnudaba y se dormía. Todo con la mayor naturalidad. Y la gente miraba con curiosidad, con asombro, con alarma o con morbo. Provocó aplausos y escándalos, pero la performance (el hapening, dirían los hijos del 68) estaba consumado. (Me abstengo de comentar Gran Hermano, La Isla de los Famosos o La Casa de tu Vida.)

Ignoro si, en el tiempo en que duró la experiencia, la chicha metería algún amante en su cama. Pero, si así fuera, esto no aumentaría el efecto causado. Pues el exhibicionismo consistía más en violar la intimidad de un ser humano que en actos concretos, como ponerse el pijama, untarse crema o defecar.

Esto demuestra:

Primero: el mirón no sólo fisga la desnudez, o sea, que nuestra ansia de espectadores dista mucho de encontrar en el sexo su argumento exclusivo. Miramos con igual intensidad a alguien que se desnuda, como a un accidentado, como a alguien que trabaja.

Segundo: una condición impepinable del mirón es ser anónimo. Tanto la chica del fanal, como la película en la televisión, como la ranura de la llave en la puerta, nos permiten ver sin ser vistos, pasar desapercibidos, ocultar nuestros deseos.

Tercero: siempre que alguien se exhibe es muy probable que haya alguien dispuesto a mirarlo. Es decir, el que se muestra lo hace porque sabe que lo van a mirar. Confirmándose así una tácita teoría de los contrarios. Al igual que el sádico encuentra la horma de su zapato en un masoquista, el exhibicionista se complementa con un voyeur, y viceversa. (Si no coinciden las dos inclinaciones en una sola persona, que es de lo más habitual y lo más sano.)

La reina Victoria ya murió y el pudor y el sonrojo pasó a mejor vida. Hoy nos preciamos porque nos vean y por ver a los demás. Hay páginas de internet que muestra fotos de sus poseedores desnudos en zonas poco habituales, como un supermercado o un parking, hay videos de “pornografía” casera que se comercializan con gran éxito...

Quizá el observador y el mirón, el ojo y el cuerpo desnudo, signifiquen el principio de una vida más igualitaria, el comienzo de un mundo sin fronteras. Recemos para que la autopista de la comunicación no sea sólo virtual.

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