Muerte de Esquilo
Debía ser por esta fecha, cuando todo se paraliza, cuando no ocurre nada o todo acontece, cuando las noticias parecen bromas o de una realidad, de una veracidad, aplastante, tanto que nos desborda por lo cruel, por lo absurdo, porque sí o porque no.
A Esquilo, gran dramaturgo de la escena griega, junto con Sófocles y Eurípides, del siglo quinto antes de nuestra era (el Siglo de Pericles, para situarnos), le anunciaron los dioses que moriría aplastado al caérsele la casa encima.
El poeta heleno, negándose a su destino, lo deja todo y se abandona errático a vagar por el campo, al puro raso, donde no hubiera construcción alguna que pudiese caerle.
Entonces un águila, un quebrantahuesos según otras versiones (en realidad un Guyapetus barbatus, 'buitre/águila barbuda'), buscando firme roca para romper el caparazón de una tortuga que había asido con sus garras, vio clara y lisa la redonda calva de Esquilo y, creyéndola la piedra idónea, le lanzó con tal puntería la preciada carga que el vagabundo cayó muerto ipso facto.
El azar y la fuerza de gravedad, la casualidad al fin y al cabo de que en el momento en que el autor de Los Persas paseara justo por donde un ave de presa estaba cazando y, por muy aguda que tuviera la vista, confundiera el brillo de la testa con una roca pulida, hicieron que se cumplieran los designios de los dioses, la profecia, el destino.
Dice Ferrer Lerín en su impagable Bestiario "que aunque alimentada normalmente de huesos aprovecharía en aquellos tiempos -en los que los quebrantahuesos y tortugas frecuentaban el arco mediterráneo- otras fuentes alimenticias a las que trataría de igual manera: lanzándolas desde el aire hasta las rocas para quebrantarlas y devorar su interior, aquí no tuétano sino tortoise soup".
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