Los perros no saben leer
Antes de aprender: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor..." y bastante antes de conocer: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...", mi joven memoria recordaba este otro comienzo de novela: "Como «Buck» no leía los periódicos, estaba lejos de sospechar la nube amenazadora que se cernía sobre él...". Es el comienzo de La llamada de lo salvaje (o de la naturaleza) de Jack London.
Como sabéis, «Buck» era un pastor alemán que atraparon en su regalado hogar de Santa Clara (California) para que tirara de un trineo en las norteñas tierras de Alaska cuando estaba en efervescencia la febril borrachera del oro.
¿Cómo «Buck» va ha leer el diario y cuidarse de los desaprensivos buscadores de recios animales para venderlos en el inmenso blanco? ¿Cómo un animal va ha conocer lo que el hombre escribe, comenta o piensa de él?
Así cuando leemos: "Cuidado con el perro", habría que preguntarse si el perro lo sabe, si está de acuerdo en ser agresivo y defender la frontera objeto de su destino y de dicho letrero. O en el zoo, cuando contemplamos el cartel: "No le echen de comer a los monos", por ejemplo. ¿Los macacos sabrán eso? ¿Estarán de acuerdo? ¿Se plantearán regímenes los animales? ¿O harán huelga de hambre?
Un día, creo que ya lo he contado, fui a visitar a un amigo que vivaqueaba al pie de la sierra. Al llegar me saludó una suculenta careta de cerdo que se braseaba en la lumbre y los ladridos de su perra canela que estaba atada al parachoques de su coche rojo (es lo más que entiendo de automóviles). No te preocupes, ante mi alarma al ver los colmillos del can mi amigo decía, que perro ladrador, poco mordedor. ¿Pero él lo sabe?, preguntaba yo sin bajar la guardia.
Dijo que ya lo comprobaría yo mismo. Así que soltó al can. Éste se abalanzó sobre mí. Y, ese día, que yo recuerde, batí mi record de velocidad campo a través y entre los árboles. Y de noche, para más inri. Y detrás nuestra el dueño diciendo: "Párate".¿A quien se lo dices, al perro o a mí?, respondía yo sin ninguna intención de comprobar las buenas intenciones.
Agarró por fin al guardián del erebo, y entre jadeos, le rogué que mientras yo estuviera allí se abstuviera de experimentar tales dichos con esa fiera.
Esto viene a cuento porque estuve en San Fernando (Cádiz) en un viaje relámpago este fin de semana siguiendo las difuminadas huellas de Camarón. Dormí, mejor dicho, pasé la noche en casa de buenos amigos. Una granja de pollos próxima se colaba por la ventana, que estaba abierta para recaudar un poco de brisa. Los gallos cantaron la madrugada, como es debido, pero sin parar desde media tarde hasta media mañana.
O sea que el ki-ki-ri-ki que nos despierta de amanecida era continuo. Los gallos, por mucha tradición que haya, no saben que deben cantar sólo a la salida del sol y hacerlo unas pocas de veces (mínimo tres, según la oreja de San Pedro, que se adelantó algunos cientos de años a la de Van Gogh). Pues según una teoría harto científica "el canto del gallo esta sometido a un ritmo circadiano, es decir, un ciclo diario de 24 horas".
¿Habrá que enseñarle a los animales las normas más elementales de su comportamiento? ¿O tendremos que cambiar nuestro refranero? (Aunque mi refranero personal rece: "el gallo lejano es menos peligroso que un perro desconocido") (por muy amigo tuyo que sea su dueño) (añado).
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