Palabras inventadas
Hace algunos domingos, tomando el té con Juan de Loxa en su casa, y después de intercambiar algún material y bastantes anécdotas, el poeta empezó a leer uno de mis cuentos.
No lo leas ahora, le dije, no hace falta. Sigamos hablando y después, con tranquilidad lo abordas.
Es un vistazo por encima, repuso, sólo para tomarle el pulso al relato. Después lo leeré tranquilamente.
Así que, sin hacerme caso, continuó paseando la mirada por el texto, bisbiseando y haciendo algún comentario y algunos halagos del todo desmedidos (quizá por mi presencia).
En un momento me recalcó el adverbio “legañosamente”. Esa palabra no existe, dijo con su musical característica, entre interrogando y afirmando.
No, respondí con precavido orgullo, es un a licencia de narrador. Un poco más adelante empleo el verbo “pentagramar” y tengo un poema que habla de “despetalar margaritas”.
Es lícito, exclamó. Y nos acordamos de Matías, ese personaje de La Colmena (de la película de Camus, no de la novela de Cela) que inventaba palabras y enunciaba su definición.
Recordé entonces ese verso de Enrique Ortiz, que impera “Señora, almohádeme el alma”. También vino a mi mente un poeta, que casi he olvidado (creo que se llamaba Ángel, Ángel no sé qué), que, aparte de omitir las conjunciones, adverbializaba los sustantivos a voluntad. Así decía, sin ningún prejuicio, nochemente o nubemente.
Cuando viene justificada,
qué bien queda la palabra inventada.
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