En la fábrica de ruido
XVI Festival Flamenco “Frasquito Yerbagüena” de Cúllar Vega
No tenemos perspectiva suficiente para evaluar a nadie en un festival, por las condiciones adversas. Sería injusto clasificar a cualquier flamenco por una actuación multitudinaria y mariatoniana. No siempre ha sido así. El festival, aparte de la peña, era el único sitio donde se podía escuchar en directo a un cantaor. Las cartas estaban echadas y las circunstancias eran tan intrínsecas a la función como puede ser el acompañamiento de la guitarra. Hoy, por suerte, podemos disfrutar de una voz, de un sonido, de una imagen en foros reducidos y acondicionados. El flamenco desde que entra en el teatro, en la intimidad de las doscientas o trescientas personas es otra cosa. Quizá pierda espontaneidad y pellizco. Pero gana fuerza y genera verdad.
Hay festivales, sin embargo, muy cuidados, que almohadan y engrandecen a los artistas. Hay otros que parecen carreras de obstáculos, que piden un sobreesfuerzo a los actuantes, para salvar los escollos, y piden un sobreesfuerzo al público asistente para comprender y desmenuzar lo que están viendo.
No sé por qué regla de tres el Festival Flamenco de Cúllar Vega se tuvo que celebrar en plena feria, cuando el chichimpún de la caseta de al lado vencía cualquier deseo de concentración y el vocerío amplificado de los columpios, de la tómbola o de la churrería era más fuerte que el sonido en el escenario. Para colmo, se sumaba a esto, el continuo murmullo, subido de tono para entenderse, de la gente en la barra, que flanqueaba toda la carpa. El técnico del festival, quizá con buena voluntad, saturó el sonido, queriendo que se impusiera en aquella torre de Babel. La distorsión, los acoples, los excesivos agudos… llegaban a hacer daño. Incomprensible todo esto en una localidad que tiene un excelente teatro, con una acústica envidiable. Incomprensible entre unos lugareños que pretenden dignificar el flamenco y recuperar el nombre que Cúllar llegó a moldear. Me gustaría ser uno de esos marcianos con muchas orejas para dedicar cada una a un sonido y tapar con cera las estridencias.
Dicho esto, los comentarios serán marginales. Sí podemos destacar la actuación de ‘El Polaco’, cantaor curtido en los festivales más adversos, aunque su previsible entrega y su remedo morentiano le restan interés. Más en su sitio estuvo Antonio Gómez ‘El Colorao’, prudente, largo, dominador, en buena forma. A Montse Pérez le venció el ambiente, aunque brillara por fandangos. José Fernández, que le tocó abrir el festival, también está por encima de los contratiempos, pero su buen gusto lo tuvimos que buscar buceando entre los ruidos, leyendo en los labios.
Reconocimiento merecen también los tocaores José Fernández ‘hijo’, tan flamenco, tan exacto, apoyando a su padre; pero, sobre todo, Ramón del Paso, acompañando a Luis Heredia y a Montse. Él solo es el espectáculo, limpio, certero, impasible.
El baile de Silvia Lozano, como siempre, flamenco y elegante, muy medido. A veces falto de pellizco. El dúo “La Sabica”, por su parte, se sujeta con alfileres. Tienen trasfondo, pero los descuidos y vicios de un baile demasiado académico pasan factura sin contemplaciones.
* Antonio Gómez 'El Colorao' en La Platería.
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