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Los desnarigados

Los desnarigados

Estábamos de enhorabuena. Esa noche llegarían para cenar a casa los miembros de una de las familias más influyentes en nuestro módulo, incluso en toda el área occidental. Eran de los pocos autorizados a llevar lanzaderas y recorrer los kilómetros a voluntad, atravesando cientos de túneles e incluso las autopistas exteriores. La mayoría de los habitantes de este planeta, nos veíamos obligados a teletransportarnos sin más, de un punto a otro, sin posibilidad alguna de entrever el recorrido, a no ser a través de nuestros monitores espacio-temporales. Hace tiempo, según me cuentan, las autoridades se vieron obligadas a reducir el tráfico rodado, pero sobre todo el volandero, por las continuas disputas, atascos y colisiones que se producían. Tan sólo algunos gremios, como el de los moteros que os comento, consiguieron la licencia para viajar de la forma primitiva.

Los moteros, como digo, fueron unos de estos afortunados comekilómetros. Por suerte (y envidia de algunos vecinos) una de estas familias venía a vernos y a cenar con nosotros la noche a que me refiero. El motivo era que uno de sus hijos iba a unirse con mi hermana y a proyectar descendencia seguramente, que nunca se sabe la conclusión del ayuntamiento. No era normal que un viajante se mezclara con otro grupo, en este caso el nuestro, que nos dedicábamos a la imagen y no teníamos nariz.

Salvador Dalí, un artista de tiempos de Maricastaña, escribió en cierta ocasión que la mujer elegante no tenía nariz. Pero su intención no era literal. Él se refería a las narices menudas, respingonas, casi inexistentes, de las chicas de los años 20 y 30 del siglo XX, y no a la completa ausencia de apéndice nasal, que es lo que orgullosamente caracteriza a nuestra familia. Esas chicas de charlestón carecían de nariz, pero también de pechos y de caderas. Esas chicas además gozaban de una delgadez y una androginia severas, que las vi en el museo holográfico.

Que por qué no tenemos nariz. Esa pregunta se la hice yo también a mi padre hace tiempo y él a mi abuelo y éste a su padre y así durante muchas y muchas generaciones de desnarigados. La respuesta se halla en el primer desnarigado, nacido en el siglo XX, como Dalí, el pintor al que me referí antes.

Este primer antepasado tenía una nariz normal, como cualquier persona de otro gremio. Quizá un poco casi más larga y puntiaguda. Era fotógrafo. Su profesión era la fotografía y usaba gafas, lo que supo trasmitir a todos sus descendientes. O sea, nos legó su inclinación a la imagen, no lo de las gafas. Somos el gremio de los imagineros, aunque también, por razones evidentes, nos llaman los desnarigados.

Entre la montura de las gafas y la distancia que imponían las lentes entre el ojo y la mirilla de la cámara de fotos, en otra persona naturalmente llevadero, para un fotógrafo significaba un engorro, un escollo a vencer. Necesitaba acercar la cámara a su ojo hasta hacer masa, hasta que máquina y mirador fueran uno, hasta que la pupila y la lente fueran uno. La cámara era un apéndice más del fotógrafo, que se empalmaba en su rostro cuan largo y grueso fuera el objetivo que usara.

Un día tomó la resolución de usar lentillas. Era una fase a la que tenía que llegar impepinablemente. Al principio cuesta, pero cuando te haces a ellas, se adaptan con tanta naturalidad como una crema facial o un bigotito, quien lo llevara. Poco tiempo después el problema estaba resuelto, el escollo superado.

Pasó el tiempo sin contratiempo.

Pero, en cierta ocasión caminando por la calle para cumplir su cometido de eficaz imaginero, encontró una amiga de antaño y se saludaron como si fuera ayer. No has cambiado, se mintieron uno al otro, estás igual.

Él comentó sin embargo que algo nuevo se imponía en su rostro, pensando calladamente a la ausencia de quevedos. Ella, mira que te mira, no acertaba a adivinar qué podía ser aquel cambio del que se sentía tan orgulloso.

¡Ya lo sé! Tienes la nariz más larga que antes, disparó a bocajarro, y más torcida hacia la derecha, terminó de clavar la puntilla. Él cargaba hacia la izquierda, pero era otra cosa, y eso en ese momento no tenía nada que ver. Con gran pesadumbre, con ganas de enmendar el entuerto, le dijo que se había quitado las gafas, que ahora usaba lentillas, que era mejor para disparar con la réflex.

Se despidieron emplazándose ambiguamente para un próximo encuentro, besándose ambas mejillas con cuidado de no chocar las narices, sin conseguirlo, como cuando no quieres morderte donde antes te has mordido.

El primer desnarigado, que aún no lo era, llegó a su casa con la moral a rastras, como si formara parte de su sombra. Entró en la sala oscura y comenzó a revelar el carrete de esa jornada. Ninguna instantánea merecía la pena. Todas estaban movidas, borrosas o perceptiblemente ladeadas.

No se trataba de un mal día. Durante varias mañanas de trabajo la merma era evidente. Las fotos ya no eran buenas como antes.

Se miró al espejo. Miró sus mismos ojos que le miraban a través de las lentillas. Miró su nariz. Vio su gran nariz de pisa, inclinada a la derecha, aunque él cargara a la izquierda (instintivamente, sus ojos se desplazaron a la bragueta, mientras se abría levemente de piernas).

Estaba claro, su nariz, su napia, su hocico, su enorme trompa, le impedía hacer buenas fotografías. Le estorbaba como antes le sobraban sus gafas. Lo primero era lo primero. Había que amputar o dejar el mundo de la imagen.

La fotografía, sin embargo, no era sólo su profesión, su medio de vida, sino su pasión, una manera de vivir y de enfrentarse al mundo. La cámara, el objetivo, era una extensión de su propio ser, era un vínculo con algo más que la realidad. Las dos dimensiones de una fotografía se convertían en cuatro, en seis, en cien. Una foto era un mundo. La fotografía era una vida, una filosofía, una ventana al infinito.

¿Prefería perder la nariz o el mundo? No había vuelta de hoja. Perder la fotografía significaba hundirse, vaciarse, inutilizarse. Más tarado quedaría si perdía la cámara que si perdía la torre entre los ojos. Al fin y al cabo el apéndice nasal tan sólo cumplía una función estética. Hay quien pierde el pelo o un brazo, la vista o el oído... Él perdería la nariz pero no el olfato.

Al principio se vería raro. Le costaría mirarse al espejo y reconocerse. Pero lo mismo le pasó al quitarse las gafas definitivamente, cuando se puso las lentillas. Después se acostumbró, como se acostumbraron todos los demás.

Decidido de esta forma, acudió a los doctores y a un gabinete de ética. Estuvo un tiempo en espera. Un tiempo mortal. Un tiempo que se contaba con cientos de retratos fallidos, con miles de instantáneas retorcidas, con fracaso tras fracaso, que se traducía en pérdida de encargos, en ausencia de trabajo, en Titanic sin solución.

El comité de expertos, asesorado por grandes psicólogos, finalmente le dio el visto bueno, accedieron a una petición que tenía tanto que ver con la vida y la muerte, o sea, con la muerte en vida, que es más muerte que la muerte misma si cabe.

El cirujano hizo un trabajo impecable, que vio la luz en una publicación especializada de alcance internacional. No fue tan terrible. Su rostro desfigurado a la larga resultaba amable. Era como mirar a esas personas chatas, con la nariz hacia arriba y las fosas nasales a la vista, pero exagerado. Era como contemplar a esos graciosos marcianos que nos legó la industria del celuloide.

El desnarigado comenzó a retomar su confianza al fin. Su fotografía se fue enderezando. Como una amazona que se amputa el seno derecho para disparar el arco, para poder tensar bien la cuerda sin que ningún obstáculo le estorbe, él prescinde de una nariz que le impide mantener derecha su arma e igualmente abatir su presa.

Y, con la confianza, el enfoque y la exactitud, volvieron los contratos y los aplausos, los premios y los reconocimientos, el amor hacia sí mismo y hacia los demás. El éxito…

Incluso tuvo un hijo que, cuando llegó a la edad de merecer, también se amputó el miembro, aunque no cargara ni a derecha ni a izquierda.

Dos, tres, cuatro generaciones tuvieron que acudir a la cirugía, pero la quinta o la sexta o alguna camada posterior vino al mundo ya sin nariz haciendo un guiño darwinista al destino.

Los desnarigados crecieron y se expandieron, y hasta fueron bellos con sus caras chatas y sus cámaras en ristre. Quien no se dedicaba directamente a la fotografía, por osmosis genética, también nacía sin nariz, aunque con muy buen olfato.

Rápidamente monopolizaron el mundo de la fotografía. No había nadie que pudiera competir con ellos. Era todo un gremio cerrado y endogámico. El gremio de los imagineros. Nuestro gremio. Nuestra familia.

Y ahora, por primera vez en mucho tiempo, nos íbamos a mezclar. Íbamos a compartir nuestros genes desnarigados con quienes caminaban detrás de sus narices, con normales trompeteros. Pues, como ya he dicho, venía a cenar una de las familias del prestigioso gremio de los moteros.

Al descender de sus monoplazas, se les veía no muy altos, pero sí estilizados y elegantes, enfundados en unos trajes de goma antiadherente, para evitar el rozamiento. Unos cascos aerodinámicos cubrían sus cabezas. Aplastados hasta lo indecible. Unos cascos que parecían de puro viento, afilados por detrás en forma de dientes de sierra descendente.

Los moteros se acercaron y nos saludaron dándonos la mano. Ya en la casa, se quitaron los cascos. Debajo de los cuales no tenían orejas.

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