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El soñador del hammam de Granada

El soñador del hammam de Granada

Cuando cierro los ojos con fuerza me sumerjo en el siglo quince. No se lo he contado a nadie y no creo que lo haga. Me tomarían por desequilibrado o bebedor. Pero, desde la primera vez que entré en los baños, sentí esa llamada.

Nunca quise participar de la afición de mi amigo Juan a las aguas salutíferas. Todos los domingos solemos ir a la montaña, para respirar aire puro, hacer ejercicio, descubrir sitios nuevos, disfrutar del paisaje. Es una inyección de vitalidad. Es como recargar unas pilas que se van desgastando durante el resto de la semana. El campo es vida. La naturaleza es el mejor estímulo para continuar avanzando.

Cuando regresamos de la excursión, a eso de media tarde, nos despedimos. Mientras yo me voy a casa a descansar, relajarme y prepararme mentalmente para el fatigoso lunes, Juan se va a los baños árabes para hacer lo mismo. Siempre insiste en que lo acompañe. Yo le digo que no, que no me atrae, que dudo que me relaje tanto como mi casa, mi ducha y mi tele.

No obstante, un día de verano, cuando la luz es duradera y el sol se rezaga para que la luna pueda descansar un poco más, decidí acompañarlo con poca convicción. Me invitaba a entrar y atendería mi súplica cuando deseara marcharme.

Nos desnudamos. Nos dieron un masaje. Juan prefería que fuera un hombre quien amasara su espalda. Gustaba de su fuerza. Recibir una amigable paliza. A mí me tocó una chica que fue un valor añadido. No me preguntéis cómo era porque no me fijé. Sólo puedo decir que tenía unas manos de oro, que entre friegas y olores pude visitar el séptimo cielo.

De cualquier forma prefería haber ido a casa. Bueno, por una vez no iba a protestar. Además, no estaba obligado a repetirlo. Le daría las gracias diciendo que estuvo bien pero eso no era para mí.

Entramos al agua fría con satisfacción, pero seguía pensando en mi ducha y en mi sillón. No duramos mucho. Rápidamente me llevó a otra piscina sensiblemente mayor aunque menos profunda.

El agua estaba caldeada y la sensación de relax se hacia evidente. Tumbado, cerré los ojos hasta quedar ligeramente traspuesto. En mi mente se dibujó la imagen difusa de una dama que pedía socorro.

Desperté acalorado. Tuve que orillarme un rato antes de volver a entrar en el baño. Juan, feliz y ajeno, sonreía. Con los ojos cerrados, volví a contemplar la chica de tez oscura, envuelta en velo blanco. Alzaba las manos hacía mí diciendo que la salvara y repitiendo mi nombre: Jaime, Jaime, Jaime…

Jaime, me zarandeó mi amigo, debemos irnos, dijo. Algo trastornado me vestí, salimos a la calle y nos despedimos. No volví a pensar en ella ni entreverla en mis sueños. Es más, al día siguiente era tan sólo humo.

El próximo domingo, aunque me lo pidió, no quise repetir la aventura. Mi casa es mi casa, por muchos paraísos externos que existan. Hogar dulce hogar. Pero tras la siguiente excursión fue más la insistencia que la resistencia. Así que repetimos masaje, baño y, por mi parte, sueño. Nada más cerrar los ojos descubrí a la cautiva.

Los pocos mechones que se escapaban bajo el pañuelo de su cabeza eran azules de tan negros, los ojos grandes y almendrados, verdosos, con un mirar ligeramente estrábico que reforzaba su profundidad e interés, la nariz helénica y redondeada, los labios carnosos, y en su mano un anillo con una hermosa piedra de jade. Cuanto más fuerte cerraba los párpados más nítida la veía.

Juan me despertó. Era un misterio surrealista. Por muy claro que lo viera no dejaba de ser un sueño que se asomaba a mi subconsciente en aquellos baños y sólo allí.

Tuve que volver el siguiente fin de semana para concretar esta historia, este reflejo de mi mente producido sin ninguna duda por el ambiente donde estaba. No se lo quise contar a Juan ni a nadie. Era una paranoia mía y como tal yo debería encontrar solución.

Mi compañero simplemente pensaba que me estaba aficionando a los baños árabes, que ya sabía que… Lo que no llegaba a entender, sin embargo, es cómo aguantaba tanto en el agua caliente, que a veces me saltaba hasta el masaje.

Es posible que a esas alturas ya se hubiera convertido en una obsesión, en un capricho de soñador. Y la verdad es que cada vez entreveía un poco más. La vaharada de un principio se estaba esfumando y ya veía desde sus manos suplicantes hasta sus pies pequeños.

No sólo me hice fijo los domingos, sino que empecé también a ir los sábados. Y después tres veces por semana. Hasta que al final asistía a diario. Como era un cliente fijo empecé a gozar de algunos privilegios, como el de prolongar la estancia bastantes minutos más.

Juan no llegaba a comprender esta dependencia. Alguien reacio a todo lo que no fuera su poltrona, era imposible que cambiara de parecer de la noche a la mañana. Llegó a pensar que me gustaba alguna chica de entre las masajistas o la recepcionista. Pero éstas iban cambiando de día en día y yo iba a diario. ¿Sería alguna clienta?

Se fijaba cuando iba pero observaba que yo no le hacía caso a nadie y, sin embargo, andaba acertado. O sea, su amigo Jaime se estaba enamorando. Pero no de una trabajadora o de una usuaria de los baños, sino de un sueño, de una fantasma que pedía auxilio encerrada entre cuatro paredes, a quien yo llamaba Ada.

En una de mis inmersiones, con su voz fina y elegante, dijo llamarse Abda, pero me fue más fácil bautizarla como Ada. Un nombre bello para una mujer bella, aunque triste.

Al saber su nombre consulté a un conocido llegado de Tetuán. Me dijo que Abda significaba esclava en árabe. Que lo escogen los padres para sus hijas con el orgullo de que hagan honor a su nombre y que sea humilde y sumisa, la sierva de sus mayores, de su marido y de sus hijos. Me pareció un cruel destino.

La escena se repetía a diario. Ada, sin moverse del sitio, lanzaba sus brazos hacia delante pidiendo socorro, rogándome que la ayudase. Yo le preguntaba cómo, qué podía hacer… Pero ella no respondía. Miraba hacia todos lados y bajaba la cabeza repitiendo mi nombre. Jaime, Jaime, Jaime… Y Jaime sufría de impotencia por no poder hacer nada.

Pasaron bastantes días y su jaula se mostraba más precisa. Curiosamente se parecía enormemente al lugar donde yo me encontraba en ese momento. Yo diría que eran los mismos baños pero con una decoración diferente. Paredes y suelos estaban llenos de tapices y hachones encendidos en las paredes sustituían los focos que nos alumbraban.

Una de las sesiones de baño, predispuesto a la mayor concentración para dilucidar algo más, para aprender a volver a mi enamorada mortal o hacerme yo etéreo y soñarme en mis mismos sueños, observé a un hombre alto entrar en la estancia y cerrar la puerta tras de sí con una gran llave. Venía ricamente vestido con túnica, joyas y turbante. Gastaba perilla picuda y ojos aviesos. Se sentó en un puf de cuero e hizo que la bella se desnudara intimidándola con una fusta. En ese momento abrí los ojos para no ver. Pero de inmediato volví a cerrarlos para sancionar las intenciones del malvado.

Ada, con su piel canela, de pie en el centro de la pileta se lavaba lentamente con las manos abiertas. Su anillo de jade como única vestimenta. El amo, con los ojos encendidos, animaba a la beldad. El agua que ella vertía sobre su cabeza arrastraba sus lágrimas.

Terminado el baño, secó su cuerpo con lienzo blanco de algodón y volvió a cubrirse con sus vestidos gaseosos. Con un cepillo de púas largas atusó su largo cabello durante mucho tiempo ante la mirada atenta de su guardián y del soñador. Cuando llegó el momento de irme estaba llorando y no supe explicar el porqué.

Durante varios días Ada seguía peinándose entre callado llanto. No quiso hablar, aunque estuviera nuevamente sola. Su raptor había desaparecido.

Entre el sueño y la vigilia comencé a gritar Ada, Ada, Ada… Pero Ada no contestaba. Estaría molesta por mi pasividad, por no liberarla, por no hallar el secreto que la encerraba entre los muros de su celda, entre las telas de mis sueños.

Perdí la cuenta de tantos días teniéndola sin tenerla. Descuidé mi vida real para impregnarme del mundo onírico que me seducía a diario. No podía olvidarla. No podía dejar de pensar en ese cuerpo canela, en esos ojos aceituna que me miraban tiernos y glaucos. En esa boca que volvió a repetir con ansiada esperanza: Jaime, Jaime, Jaime…

No sólo apretar los ojos definía a mi amada, sino la duración del tiempo sumergido evidenciaba su figura y su estancia y su voz y su aroma incluso. Así, aguantando bajo agua, estoy seguro que roce sus prendas, que asió mi mano, que muelle escapó.

Emocionado con la experiencia, volví a repetirla un día detrás de otro. El contacto físico cada vez era más real. Mi permanencia debajo del agua se prolongaba hasta límites peligrosos.

Un día tomé aliento, decidido a no emerger hasta abrazar a mi querida Ada, hasta besarle los ojos tantas veces como lágrimas había soltado esperándome, con mi nombre desprendiéndose de sus labios. Cerré los ojos y hundí mi cuerpo. Cuando empecé a notar cierta ingravidez e inconsciencia, egresé y ya no estaba donde creía. Las paredes del hammam estaban cubiertas de tapices y el suelo de alfombra. Las llamas de las antorchas alumbraban la estancia. Ada entró en el baño donde yo me encontraba y cogió mi mano y haló de mí y me llevó junto a su señor que nos miraba callado levantándose de su escaño.

Llevamos mucho tiempo esperándote, me dijo. Ada no me soltaba del brazo mientras el moro hablaba. Falta poco para que rindamos la ciudad, continuó. Nuestro cuerpo desaparecerá pero no nuestro espíritu. Estaremos en el alma de quien nos sueñe…

Desperté al bode del ahogamiento. Estuvieron un rato haciéndome la respiración artificial.

Al tiempo, ya recuperado, volví a los baños pero no volví a contemplar a mi diosa y su captor. Cada vez más en consecuencia pienso que sólo fue un bonito sueño.

Otras veces me asomo a las aguas calientes del antiguo hammam, cierro los ojos con fuerza, me sumerjo infinito, pero no vuelvo a pensar en fantasmas que, por otra parte, nunca he creído. Aunque siempre conservaré un anillo de jade que apareció en mi puño el día que iba a perecer ahogado.

* Presentado, sin ningún éxito, al Primer Premio de Cuentos del Hammam.

** Fijándose bien, se me puede ver sumergido en el el baño, tomando las aguas calientes.

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