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volandovengo

Otra dimensión

Otra dimensión

Los Veranos del Corral

Manuel Liñán, Manolillo para muchos, es algo nuestro, aunque hace ya una década que emigró a revolucionar la capital de España. Por eso nos agrada ir a verlo, por eso aplaudimos sus logros, por eso nos emocionamos con su baile. Lejos de chovinismos, en los que es muy fácil caer, estamos ante un bailaor tan personal como eficiente. Su concepto de la escena y la esfericidad del espacio, que lo elevan a la categoría de coreógrafo, traspasa todo lodo lo conocido. Quien no lo haya visto bailar no puede concebir esa otra dimensión de la que el baile flamenco hace gala.

Manuel lo sabe, y no duda hacer guiños a los que le precedieron en esas capacidades. Así recuerda a Mario Maya, a Vicente Escudero, a Gades o a Antonio el bailarín; pero también, perdonadme ortodoxos, le podemos ver remedos de Fred Astaire o de artistas del claqué.

Con unos graciosos tanguillos, si se me admite la redundancia, comienza la función. Las dos palmeras (Ana Romero y Vanesa Coloma), desde la balconada, cotillean a capela como en un patio de vecinos gaditano, mientras con los abanicos se hacen compás. Antonio Campos coge el relevo desde escena y se acuerda de los ‘anticuarios’ de Chano Lobato; las guitarras sordas de Antonia Jiménez y Luis Mariano le siguen por detrás. Y, de nuevo, toman la voz cantante las palmeras, alternándose en un continuo hasta el fin. Liñán baila este tanguillo con desparpajo; marcando cada una de sus cadencias y sin repetirse (lo que extraña tras un cante cíclico).

Llama la atención, como siempre, la esbeltez de este bailaor, su precisión y verticalidad; el vértigo de su zapateo y su fuerza controlada. Aunque, a veces, ese arrebato tape las guitarras, aunque ese sin reposo castigue el cante, por otro lado, a su servicio.

Después de este regalo de originalidad y frescura. Luis Mariano aborda a solas con su guitarra, limpia y amarga, una soleá por bulerías, con ese punto de queja que hace al instrumento tomar vida y cantar y llorar y clamar. Los cantaores, Campos e Ismael de La Rosa, le hacen compás y a los postres ilustran el toque con algunas letrillas.

El sonsonete continúa para el baile con brilloso bastón. Son bulerías de Lebrija, arremansás (como dicen ellos) y con mucho sabor, que el bailaor granadino aborda con gracia y desenfreno, extrayendo mil posibilidades de su partenaire de madera. Cuando suelta el bastón, se relaja y los cantaores de pie le cantan a su paso.

Las tonás de Chacón No te reveles serrana, tan morentienas, sirven de preámbulo al apoteosis final por levante, rematado por tangos de Granada. Manuel hace uso de esa elegancia circunspecta que rellena el ambiente de oles y de palmas, para estallar dando una lección magistral por los tangos de su tierra, acordándose de todos, en los desplantes y en los amagos de roneo, de los que no abusa, sino que marca con una pincelada y a otra cosa mariposa.

Una noche redonda. Posiblemente la más autentica de las que llevamos en el Corral, pues se hizo exclusiva y no de retazos de otras obras, como es el caso de las que le precedieron. Sin embargo, dos preguntas me rondan por la cabeza, que en honor de la objetividad debo de formularlas: ¿es necesario bailar con la boca, siendo un recurso que ayuda a llevar el ritmo, pero afea la imagen del bailaor?, ¿es posible, que después de un tiempo por encima del mal y del bien, el bailaor se relaje y le dé más protagonismo a la pierna derecha que a la izquierda?

* Foto de Antonio Conde©.

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