El haber no existe
Nunca había creído en nada que no fuera el hombre. Ni siquiera en el azar, aunque la mala suerte, aseguraba, era una evidencia. La vida desde el principio se le había mostrado adversa. Con el pie derecho más corto que su contrario, arrastraba una cojera de nacimiento que le hacía ser arisco y cortante, con esa susceptibilidad de los tullidos que siempre están en guardia ante cualquier conato lastimero. Y, aunque en los negocios no le hubo ido del todo mal, con las mujeres no tenía ningún éxito. Hecho que abundaba en su timidez y aislamiento.
El final de su vida era tan triste y desafortunado como el resto de sus días pasados. Al fin, en su lecho de muerte, el viejo Gaspar Palacios me preguntó:
―¿Habrá cielo, amigo? ―siempre me llamaba “amigo” en los momentos trascendentales. Aunque, a decir verdad, era al único que podía llamar así.
―Algo tiene qué haber ―respondí esperanzado de su duda postrera.
―El haber no existe ―sentenció mientras expiraba.
Durante mucho tiempo tuve esa enigmática frase en mi cabeza, intentándome explicar su sentido, desmigando el verbo para comprender el último testimonio de Gaspar. Una sentencia íntima. Un epitafio singular.
El haber no existe, que es como si dijera que no existe nada o que nada ocurre al azar. O quizá, rizando el rizo, se podría pensar que todo es deber, como acto antagónico al haber; es decir, que estamos en deuda permanente; un débito ancestral que pagamos desde el día en que nacemos, quizá por el mismo hecho de haber nacido.
Conforme con mis deducciones, que, por otra parte, encajaban a la perfección con el pensamiento de mi amigo permanentemente resentido, continué mi común existencia de olvidos y recuerdos, no sin antes encargar que grabaran esa frase sobre su lápida, en vez de la cruz, en la que no creía, sin duda.
Tiempo pasó sin volver sobre el tema, hasta que un día de difuntos, aprovechando la visita al camposanto para mostrar mis respetos a algún familiar desaparecido recién, quise pasar por el nicho de Gaspar y abrazar nuevamente su memoria.
Bastante rato estuve sobre la tumba imaginando su cojera y la continua queja que le llevó a exclamar, como testamento inmaterial, que el haber no existe.
Volví a pensar en aquella oscura sentencia mirando el grabado del mármol hasta que las palabras me llenaron por dentro, crecieron y se juntaron. De pronto comprendí que, al igual que creía en la mala suerte y no en la buena, mi viejo amigo Palacios, en contraposición al cielo, no dijo el haber no existe, sino el averno existe.
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volandovengo -
eva chacón linares -