Vicente de Santamaría Crisol
Para un escrito banal de ocurrencia veraniega quise introducir la figura mitológica de un grifo, que viene a ser un híbrido hagiográfico de varios animales que, según las fuentes, se compone de forma sensiblemente distinta, aunque básicamente suele tener cabeza de águila y cuerpo de león. Algunos le añaden la cola de serpiente y las alas de buitre, lo que hace al Deuteronomio catalogarlo dentro del género de las aves. Es grande animal que puede recordar por su estructura invertebrada a la quimera y por su aspecto formal al fénix asiático.
Para redondear estos datos, evoqué un cuentecito de Joan Perucho, olvidado hacía tiempo, aunque con título pegadizo por extraordinario. Nicéforas y el grifo recuerdo que se recogía en un libro de cuentos, llamado precisamente Cuentos, publicado en Alianza Editorial, en su colección de bolsillo, número 1.148, aparecido en el año 1986. Cuando consulté el índice de esta obra, sin embargo, el relato antedicho no se encontraba en tal compilación. Me vi obligado entonces a revisar otras colecciones de escritos del autor recordado habidos en mi librería por si mi memoria, flaca sin lugar a dudas (porosa, diría Borges), lo habría desplazado a través de los años.
Nicéforas y el grifo tampoco se encontraba en Rosas, diablos y sonrisas ni en La sonrisa de Eros ni en Galería de espejos sin fondo ni siquiera en Minuta de monstruos. Incomprensiblemente comencé a dudar de mis devocionarios e incluso a cuestionarme la autoría de Nicéforas.
Tiré la toalla días después, por agotamiento y por el revés inesperado, hasta que, por casualidad, abrí al azar el primer libro de Cuentos seleccionado, el de Alianza, y me encontré al viejo Nicéforas con su fantástico grifo en la página 46, entre Carcasona, Simón de Monfort y la bella Josette y la Noticia de Madame Eduarda y de un desconocido escritor, lo cual me alegró sobremanera, aunque, al leerlo, no pude sacar nada válido para el texto agosteño referido, que fue lo de menos.
El problema, como se puede deducir, es que tal relato, por una u otra razón, no se hubo incluido en el índice de esa edición, fue omitido, involuntariamente, supongo. Curiosidad simpática, ausente de importancia por otro lado, aunque digna de recordar.
Estos días, a raíz del veinticinco aniversario de la muerte de Borges, decido leer algunos de sus escritos comenzando por Ficciones, colección de cuentos, publicada en 1944, del cual tomo algunas notas que me seducen para su próximo estudio o empleo. Para facilitarme la labor y fidelidad, recurro al documento en pedeefe, con el cual sólo tengo que copiar y pegar (bondades de la técnica). El texto deseado se encuentra en Las ruinas circulares, que es el cuarto relato de dicha recopilación. Resulta, sin embargo, que en la versión electrónica que poseo ocupa el quinto lugar después de una ficción intitulada Vicente de Santamaría Crisol, que antecede al de Las ruinas… y se encuentra justo detrás de Pierre Menard, autor del Quijote. Alarmado analizo la edición de papel que tengo entre manos y alguna otra versión olvidada en los anaqueles. Ningún rastro de dicho cuento postizo. Otras versiones electrónicas tampoco lo reflejan. Busco biografías y referencias, en Internet y en bibliotecas, pregunto a conocidos y entendidos, que a veces coinciden, sin resultado alguno. El texto es un intruso. Vicente de Santamaría es un impostor, aunque, después de leerlo, puede que contuviera un definido elemento borgiano entre sus líneas.
Vicente de Santamaría Crisol, escribe supuestamente Borges, nació en Metapa, hoy Ciudad Darío, en honor a su hijo universal, el modernista Rubén, en la provincia nicaragüense de Matagalpa, en 1862. En el ocaso de su corta vida (murió en diciembre de 1892, dicen que después de un punto de melancolía que se le enquistó en el estómago) llegó a conocer al poeta universal, el cual le dedicó encendidos elogios en un anexo, descatalogado o apócrifo, de su colección de semblanzas Los raros, que vio la luz en el año 1896.
Vicente, con una sola obra (y algunos cuentos de menor calado), se abrió paso entre los autores de su tiempo, quizá la única voz dramática hispanoamericana, que llegó a desvanecerse por el peso prosístico de fines del diecinueve y subsiguientes.
Dicha obra, llamada curiosamente tal como su autor, contaba tan sólo con el acto tercero, pues las dos primeras partes, no se sabe muy bien por qué, fueron suprimidas o jamás existieron, quizá por una clara innecesidad o tal vez un creciente desinterés.
El señor De Santamaría, en unas notas al margen, en la segunda edición, realza su decisión de empezar (y acabar) por el final, puesto que las dos primeras partes mostrábanse exentas (sic) al drama que deseaba proponer.
Tal era, según advertimos en este tercer acto, que un autor teatral, llamado Vicente de Santamaría Crisol, llega a la conclusión de ahorrase las dos primeras partes de su obra y posterior representación, para exponer tan sólo el resultado, o sea, la síntesis de su pensamiento. Así, prescinde de la presentación y del nudo, exponiendo el desenlace como si fuera un todo. Cómo llega a esa conclusión no lo sabemos, ni lo sabremos nunca, pues nos faltan los preámbulos y los argumentos.
El caso es que nos encontramos en el the end de un drama donde un autor de teatro, llamado igual que su creador, escribe un solo acto, el tercero y último, donde alguien de su mismo nombre propone comenzar la pieza por el tejado, desechando el planteamiento inicial y la exposición del problema. Aunque no conocemos el porqué, no más porque nos faltan los dos actos pretéritos.
En esas se encuentra la situación cuando el último de los Vicentes tiene que ausentarse de forma inexcusable a una cita pendiente, que quizá se expusiera, si hubieran sido escritos, en los dos primeros actos, quizá el segundo.
El Vicente que se ocupa del último Vicente siente un vacío incomprensible por dejar a éste en un inexplicable suspenso. El primer Vicente entonces, el autor amigo de Rubén, siente cerrarse sobre su cuerpo las tapas de de un libro mayor, mientras alguien, que quizá se llame también Vicente de Santamaría Crisol, sin miramiento, deja inacabada una obra teatral. Soplaba una tarde fría de invierno de 1892.
* Grifo miniado aparecido en el Bestiario medieval de Siruela. Edición a cargo de Ignacio Malaxecheverría, Madrid, 2002.
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