Como si no hubiera pasado nada
Alicia Altozano, sin pretensión alguna, había asistido al concierto de Alexandro Estévez invitada por el mismo pianista que martes y jueves le daba clases de canto. La exquisita actuación donde se imbricaban magistralmente los “Nocturnos” de Mozart, Chopin y Malher no tuvo nada que ver con la presencia de ella en el patio de butacas. Entre flores y varios minutos de respetuosos aplausos con el respetable en pie, Alicia Altozano se sintió orgullosa en su fuero interno de contar con la estima con un concertista de esa categoría que, aunque pequeño y desaliñado en conjunto, en el escenario se crecía con una elegancia y una personalidad inusitadas. A los camerinos no acudió sin embargo. No deseaba incrementar el número de admiradores que se acercaban a participarle sus felicidades y beneplácitos. Más tarde, quizá más tarde, lo vería en la cafetería adyacente al teatro donde, ya relajado y con el frac enfundado sobre el hombro, acudiría a tomarse algunas copas.
Alicia Altozano tuvo que esperar más de una hora a que apareciera el pianista acompañado de dos de sus allegados y su representante. Ella estaba con el amigo que, con manifiesta complicidad, la quiso acompañar al concierto. Iban por la segunda copa y ajenos hablaban de cuestiones mundanas sin trascendencia cuando entraron el pianista y los suyos. Ella, que platicaba frente a la puerta, los vio llegar, pero no dijo nada de momento, prefirió que en su caso Alexandro Estévez se le acercara.
No tardó mucho el pianista en reparar en ella y se le iluminaron los ojos mientras se le aproximaba con un whisky en las manos, con vaso ancho y dos hielos. El acompañante de ella lo saludó en primer término, dándole la enhorabuena, aunque rápidamente se excusó para ir al excusado. (Parece que hubiera estado esperando este momento para satisfacer sus deseos más perentorios.)
Después del aséptico saludo, la chica alabó la sensibilidad y precisión de la manera de tocar del artista, de su hermosa presencia sobre el escenario y de la divina atmósfera que había sabido trasmitir en toda la sala. ¿De verdad te ha gustado?, preguntó retóricamente el concertista necesitado que le regalaran la oreja, sobre todo una joven tan bella como la que tenía delante, en la que había estado pensando toda la noche. Ha sido una gozada, hasta he llorado en algunos momentos, dijo ella, y se te veía tan a gusto. Sí, admitió él, me olvidé de dónde estaba y toqué para mí y, si me creyeras, toqué también para ti. ¡Anda ya!, exclamó ella. De verdad, le confesó, sabía que estabas en el centro de la sexta fila, no advertiste mi mirada continua. Si tenías los ojos cerrados, repuso ella. No siempre, respondió, además tenía que mirar también la partitura. ¿De verdad te fijabas en mí?, preguntó ella halagada. Te tengo en la cabeza desde el día en que nos conocimos, se lanzó al vacío sin libreto alguno. Eres un sol, comentó ella inclinándose para darle un beso en los labios en el momento que el acompañante de ella tornaba del baño.
El pianista hizo el amago de asirle la mano a ella pero, cuando el grupo de dos se convirtió en multitud de tres, desistió de la idea y se alejó momentáneamente ante el reclamo de sus amigos que le proponían volver a llenar las bebidas.
No pasó mucho tiempo cuando Alexandro Estévez volvió al lado de Alicia Altozano declarándole en un aparte su amor desmedido. Ella, satisfecha por conquista tan prestigiosa, dijo que lo quería como amigo, que lo admiraba como artista y que lo respetaba como maestro. Él, confundido, preguntó por qué entonces le había dado un beso en la boca. Ha sido un beso de pura emoción, respondió Alicia Altozano, un beso de amistad y reconocimiento. Ante la mirada baja del compositor añadió que un beso en la cara le hubiera parecido vulgar, escaso, repetido, que su impulso le llevó a manifestar lo especial del momento.
Pero yo te quiero más que a una simple amiga, siguió confiando mientras intentaba repetir el beso y sellar así lo que podía redondear la noche definitivamente. Alicia Altozano retiró los labios y dejó que la besara en la mejilla. Herido en su amor propio, Alexandro Estévez se dio la vuelta y, cogiendo la funda de su traje, se fue sin despedirse de nadie.
Camino de su casa sólo pensaba en el contraste que sentía entre el éxito tan rotundo en su faceta como artista ante el piano y su fracaso tan escandaloso con la mujer de su vida, a la que el jueves por la tarde volvería a dar clases de solfeo como si no hubiera pasado nada.
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