La soledad
José Expósito despierta de su cogorza habitual y continúa bebiendo para aligerar la resaca. Después del ataque de filoxera en 1890, el cortijo del Portuguillo, el de la cuba de las mil arrobas, en la Alpujarra granadina, había quedado desierto. Tan sólo él y su soledad habitaban lo que en su tiempo fue una algarabía de actividad sin conocer apenas el freno. La noche es desapacible. El mosto sin embargo engaña la inestabilidad y las tinieblas. Del relámpago al trueno apenas pasan unos segundos, lo que indica que la tormenta está encima. Un ruido en el exterior hace levantarse al bodeguero. Nada grave. Posiblemente se había soltado la puerta de la empalizada. Habría que volver ajustarla no fuera a ser que se escapara la acémila o entraran cimarrones. José coge un farol y, dando trompicones, se aventura en la noche lluviosa. La oscuridad y la capelina para evitar el aguacero desvían su camino. Cerca de la barranquera pierde el pie y se precipita sobre una gran losa que estalla el fanal y abre su cabeza. Cuando vuelve en sí, más sereno que nunca, con labios de sangre en la nuca, el silencio parece inmenso, casi tan grande como su soledad. Se incorpora lentamente, camina con pies de barro hasta la sala de las mil arrobas y, sobre una viga, advierte su propio cuerpo sin vida balanceándose. Hay soledades que sereno no pueden soportarse.
* Cuento ganador del Primer Concurso de Microrrelatos de la enoteca Di Vino, sobre el vino y Granada (abril de 2013).
7 comentarios
volandovengo -
Amparo -
Enhorabuena por tu premio.
Un abrazo Jorge.
volandovengo -
Galo -
maría angustias -
volandovengo -
Galo -