Caminantes
Camina pesadamente. Con paso quedo. Ligeramente vencido hacia la izquierda, como si un brazo le pesara más que el otro. Si hubiese sido más largo arrastraría por el suelo como la flácida probóscide de un elefante cansado.
Aquel, fino y espigado, va dando saltitos cual si caminara en cama elástica o ingrávido en un astro cercano. Muellemente traspasa a los que en su misma dirección avanzan y con regateo etiquetero esquiva a los que se le topan de frente.
Ella repiensa su caminar. Cual tentempié despreocupado, marca el sofoco balanceo de preñada primeriza. Arreboles sonrosados fatigan su cara cuando sonrisas sorpresivas saltan a las chispas de sus ojos. La abundancia de sus nuevos pechos y sus palmas regordetas contribuyen su inestabilidad.
Con punto de apoyo robledo arrastra encorvado su cojera añosa. Inclinado sobre el piso difícilmente visualiza la dirección de la perezosa marcha. Las piernas vienen pesando como plomizas hace ya. Barre el piso sauróctono a cada rumiada huella.
Va y viene. Sus pasos son redondos y cargados de nervios, rebosante de aristas. Esféricos sus ojos en un bosque de piernas. De cuando en vez agarra una mano suave, faro de madre que impone seguridad en la noche de sus pocos años.
Son largas y elásticas sus canillas lampiñas. Deportivo camina remolinando los brazos al compás de su respiro. Impone su juventud la prisa decidida y una mirada fuera de este mundo que antagoniza con los fatigados transeúntes de las esquinas.
Con un pie detrás de otro, guarda una misma línea de equilibrio. Trote cochinero impone su falda estrecha, como si en la calle se sintiera fuera del agua. La precede el rouge estridente de sus labios carnosos y el torso abultado de talla justa o casi y los ojos sombreados de holgadas pestañas que sueñan ante el neón del inmediato escaparate.
Si fuera un animal de hiénido se trataría. Encorvado sobre sí mismo más que alzar los pies los arrastra como la oruga de un carro de hierro. El cuello hundido en unos hombros que preguntan si no camina solo. Si pudiera intentaría menores en las farolas. Su sonrisa lo delata.
Más presta atención a su auricular que a su marcha. Como si fuera un gepeese lo mantiene delante de sus narices y de a ratos se para a contestar con media sonrisa, como quien tiene la mano llena de hormigas, el vértigo de la conversación. Es ajeno a la calle, es ajeno a sí mismo, sólo un cruce, un traspié o el ruido inesperado lo vuelve a esta dimensión.
Copetona camina recién lacada con aires de venado orgulloso. Visones en el cuello tal vez o seda con pedigrí desborda el halo del perfume que precede sus pasos. Es plomiza y apretada aun sin carne apenas. En las mientes le asalta la tarea huera de cada día que le impele su continuo pastilleo.
Sin venir a cuento canta su alegato. Está ofendido con el mundo. No importa si lo escuchan. Camina paralelo a la marea, hacia un lado o hacia otro, le es indiferente, que mira sin cesar. Ya se para y cuenta su leyenda cuando un chaval le huye y otro lo aguijonea. Se agacha para recoger una pava apenas sin fumar.
Con los libros apretados al pecho incipiente recorre soñadora el camino de diario. Los recuerdos de un pasado inmediato la llenan de suspiros. Con sus trenzas amarillas, quizá helénicas, tiene todo el horizonte por delante.
Arrastrado por su can tropieza de esquina a farola, de alcorque a pared con su correa extensible que escolla a los demás trashumantes. Quién pasea a quién, se preguntan estas gentes. Con una prisa que no le asalta, quizá lleva bolsas en las manos o un periódico en la axila.
Torpe, pasea sin rumbo como mosca de otoño. No tiene prisa. Con su cámara al hombro sorprende cada instantánea. Lleva calcetines bajo las sandalias, y pantalón corto aún con la brisa. Sonríe a las aves y a los perros y a los gatos y aun a los cocodrilos.
Con su cara roja y su carne derramada, que se empeña en apretar, jadea a cada instante con el ronroneo abisal de los cetáceos. Las columnas flácidas de sus piernas apenas sostienen su balanceo inestable. Lentamente avanza como si fueran dos y agradece la luz roja frente la calzada que permite un obligado estanco.
Él no camina que espera. Junto a la pared entre las lunas de dos escaparates es todo cuello. Se asoma nervioso hacia los dos flancos como una mangosta en su agujero. Mira el reloj de continuo y arregla sus ropas sobre el arreglo anterior.
Con tacones de vértigo inseguro, más que andar, salta como los pájaros que no están hechos para abandonar el vuelo. La melena corta de moreno inflado marca el compás de sus movimientos. Es elegante en su delgadez, acostumbrada a atesorar miradas. No obstante los demás se apartan de su halo.
Camino caminando el caminar de los caminadores para a vuelapluma esbozar esta minuta de siempre truncada.
* Caminantes de la ciudad©, de Manuel Molano.
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