Quieres venir conmigo
Hace unos años, Lorenzo Lunar, autor cubano de novela negra, nos propuso a unos amigos que le expusiéramos un caso verídico, un encuentro personal con las fuerzas del orden o con los fuera de la ley, con objeto de hacer una compilación de sucesos reales o una recreación fantástica con lo que recordáramos.
Sin venir a cuento, o por causas por mí desconocidas, este proyecto se frustró. Además, perdí el contacto con Lorenzo o él conmigo. El asunto es que los dos mutuamente nos dejamos. Sin embargo, esos días escribí algo que ahora retomo.
Aconteció poco después de casarme, a poco de estrenar mi nuevo estado civil. La madre de mi hijo, entre otros enseres de mayor o menor importancia, enriqueció la sociedad, que comenzaba a caminar (con contrato eclesiástico), un Renault 11, un buen coche, aunque añoso y con un gran motor. Lástima que la tapa del delco (cosa que nunca he sabido lo qué es) nos gastara tan malas pasadas.
Dimos trote a ese carro hasta el extremo y se lo vendimos a unos sudamericanos dedicados a la venta ambulante, que seguramente acabaron con su trabajada vida de metálico ronroneo.
Cierto día, después del trabajo, fuimos a comprar algunos comestibles para el abastecimiento semanal de una casa apenas habitada (la mayoría de los días comíamos fuera, por razones ajenas a esta historia).
Como siempre, dimos varias vueltas alrededor del supermercado para encontrar un hueco donde estacionar el coche. Cuando encontramos un aparcamiento que había quedado libre, de un auto más pequeño que el nuestro, sin duda, baje para dirigir la maniobra.
Al momento apareció un personaje, rubio y bien vestido, en una moto que indicó que fuera con él. Me alarmé y le pregunté para qué. Lo repitió con la voz algo elevada. Le dije tímidamente que no era mi intención seguirlo a ninguna parte. ¡Estaría bueno! (A esas alturas, había pensado que era un invertido que pretendía sacar algún provecho de mi deslustrada persona.) Así que comencé a hablar con mi pareja para que viera que no estaba solo.
De pronto se asomó él también por la ventanilla y preguntó con tono imperativo si me conocía de algo. Ella dijo que veníamos juntos, que era su marido y, quizás dijera, que me había bajado del coche para ayudarla a aparcar. Él dijo bien. Simplemente bien. Ni que lo sentía ni que disculpara ni nada de nada. Cogió su moto y se marchó con un compañero que lo esperaba más abajo.
En ese momento comprendí que era un policía de paisano y que me había confundido con un aparcacoches.
Agradecí —bromeamos— que ella no hubiera dicho que no me conocía de nada. Aunque, en ese caso, le hubiera requerido un par de euros por la maniobra.
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volandovengo -
Rossy -