En el funcionariado
Como no tenía nada que hacer esa mañana, me levanté temprano, me puse la barba postiza de tres días y el sombrero de copa de vino y me dispuse a salir de casa para entrar en la calle sin un rumbo ni concierto. Un sol tímido, apenas desdibujado, se adivinaba entre unas nubes empeñadas en apelmazarse y empezar a llorar con lágrima viva. El aguacero no fue tan tormentoso como prometía, sin embargo, sino un calabobos insistente que amenazaba mi chaqueta de los domingos estrenada ese jueves que no tenía nada que hacer y me dispuse a perder el tiempo. Una tienda de todo a cien me guiñaba desde la otra acera mientras a mis pies se disolvía una tertulia de gorriones a causa de la llovizna. No venía nadie, la calle estaba desierta como aquella playa de la canción. Crucé sin mirar y subí los dos escalones que alzaban el baratillo en el mismo momento que un cuatro por cuatro racheaba rechinando en el charco número ocho y por poco acaba con mis sueños de ese día. El tendero, de alguna nacionalidad lejana, me preguntó con voz cantarina qué quería. Cogiendo un paraguas que hacía juego con mi estado de ánimo pregunté su mecanismo, pues no hallé manera de extenderlo. Poniéndose los impertinentes y examinando el artilugio, el hombre me dijo que no se podía abrir, que era un ejemplar único de paraguas unamunionamente cerrado. Cuando fui a pagarlo, al tiempo que lo envolvía, pues decidí no llevármelo puesto, me preguntó sobre el partido de anoche. Lo siento, le dije, no entiendo de fútbol. Pero él sí controlaba los equipos y las alineaciones, los campos y los partidos, los linieres y los guardametas. Con una parsimonia semanasantera me fue explicando que un equipo de segunda be había ganado a uno de primera que bajaría a no sé dónde, y otro de tercera regional subía a segunda efe, y otro de cuarta estaba a las puertas de subir a primera. Con una idea confusa del mundo de los ascensores egresé al asfalto. Había escampado y alguien había pasado papel secante por las calles donde ya no había ni rastro de agua y los pájaros reanudaban su algarabía. El paraguas se lo ofrecí a unos niños que alcanzaran algún objeto que se le había colado en una alcantarilla y me dirigí al funcionariado. El calor era mayúsculo en su interior, aunque todos andaban con suéter de pico sobre la camisa pastel o a rayas o bicolor y camiseta debajo. Unos andaban —los menos— llevando papeles de un lado a otro que después devolvían de nuevo en un correveidile a su lugar original. La mayoría de los que estaban sentados llevaban gafas y tenían forma —dependiendo de su opacidad— de bombilla o de pera. Pedí número y me senté a esperar. Un hombre de color que había antes de mí tamborileaba sobre la mesa con la yema de los dedos y una señora a su lado, con un cigarro apagado entre los dedos, marcaba el ritmo con sus tacones. Cuando tocó mi turno, el funcionario de la mesa cinco me preguntó de dónde venía. De la sala de espera, le dije. Con buenos modales me mandó al piso de arriba, a la mesa catorce, donde me darían una instancia para llegar como dios manda. Tuve que aguantar una breve cola, donde un niño lloraba en la sostenido en brazos de su madre, antes de llegar al nuevo control. La chica que me atendió, con el pelo largo, muy rubio, olía a frutas y tenía los labios pintados por encima de los labios. Me dio un visado que por suerte me valdría para cualquier mesa, de la uno a la nueve, menos la cuatro que estaba vacía. Bajé de nuevo a la mesa cinco. Esta vez sólo aguardé de doce a quince minutos. El hombre-bombilla, con barbita perfectamente rasurada y pelito de punta, me dijo que ahora sí, que todo estaba correcto y me mandó a la ventanilla tres be. El secretario de dicho apartamento un era joven y sin gafas que me dio un impreso con papel autocopiativo para rellenar con letras de molde y me indicó un rincón habilitado para tal efecto. Un bolígrafo con muelle gravitaba en la única mesa que quedaba libre en el recinto aludido. Al lado un hombre con mono de trabajo escribía con la lengua fuera, como si la boca tuviera un papel importante en el proceso de hilvanar letras. Más allá una chica repetía en voz alta conforme leía las preguntas —nombre, domicilio, estadocivil, correoelectrónico…— y se alegraba de saber las respuestas, como si fuera un examen de reválida. Con el impreso relleno regresé a la mesa cinco donde lo sellaron y me dieron cita para la semana siguiente, alrededor de esa misma hora. Así, con el convencimiento de que había aprovechado la mañana, volví a casa.
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