El Generalife no llegó a arder
Festival de Música y Danza de Granada
Fuego de Antonio Gades
La historia es simple. En un poblado chabolista gitano de los años 70 surge el amor entre Candela (Mª José López) y Carmelo (Miguel Lara), que se lo disputa un tercero, que muy bien pueden ser las sombras de la duda o las cadenas del pasado, a las que Gades llama Espectro (Miguel Ángel Rojas). El sentimiento vence, como es natural, cuando el chico le da muerte a ese fantasma, con la ayuda indirecta de Ángela Núñez ‘la Bronce’, en el papel de Hechicera, con voz destacada y buen juego de manos.
Dos pandas se miden las costillas a garrotazos, cuando la luna de una navaja abre unos labios de sangre en el vientre del competidor. Y así comienza la obra. Empieza por el final donde se ve la mano de Carlos Saura, encargado con Gades de la escenografía, proponiendo una moviola que reconstruye la historia retrospectivamente hasta ese final predicho.
La cinematografía se sucede. Muchas estampas, momentos muertos o excesivamente ralentizados funcionarían a través de las cámaras, pero en escena rozan la impaciencia.
La granadina Stella Arauzo, en la dirección artística, que hizo el papel de Candela hace 25 años, cuando Antonio la estrenó en París, ha intentado mantener el espíritu del coreógrafo alicantino. Nos muestra la obra tal como él la concibió. Pero no está Gades ni su compañía de entonces. Ha llovido, y el compromiso de su amor brujo, al que bautizó Fuego, aparece un tanto diluido.
Fuego se estrenó por primera vez en España, homenajeando a su creador en el décimo aniversario de su desaparición, el pasado 6 de julio, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con un aliciente determinante que aquí no hemos tenido, una orquesta en su foso. No es lo mismo oír crepitar las hogueras en el tañido de un violín en directo que con la música pregrabada, aunque sea bajo la eficaz batuta de Jesús López Cobos. Se van alternando entonces estos momentos enlatados con escenas flamencas y populares en directo, con el cuadro musical y con un coordinado y bello cuerpo de baile. Así contamos en escena hasta veintiséis actuantes perfectamente aleccionados para dejar huella, para que el éxito brille más que la sombra.
Para los flamencos, Gades era clásico, pero un gran bailaor. Para los clásicos, Gades era flamenco, pero un buen bailarín. Su mezcla es lo que nos queda. Sus principios de equilibrio más que de simetría, de líneas puras más que sinuosas y de parquedad más que evidencia, se respetan al cien por cien. Y, sobre todo, la perfección visual, donde el vestuario otoñal, de tierra y fuego (Gerardo Vera), juega un papel muy importante.
Unos tanguillos, pícaros y alegres, sirven para presentar a los personajes, que sólo con canastas y sillas, componen la agradecida ausencia de un decorado. Los jardines del Generalife, la noche estrellada y la creciente luna sobre las tablas, rellenan con creces la carente tramoya.
La deficiencia acústica, sin llegar a alarmar, es una constante en las muestras flamencas de lo que llevamos de festival. Insuficiencia que, en general, se soluciona a los postres. El uso de sonido ambiente, en cambio, distorsiona en algún momento.
La música de Falla y sus canciones, interpretadas por la sin par Rocío Jurado, se alternan con estas aplaudidas incursiones en directo que abusan de lo popular como los villancicos, que se alargaron con Los peces en el río, los de Gloria y los campanilleros, pero sobre todo cuando nos fuimos a un largo Rocío montados en caballo por parejas (buena alegoría, imitada después por bastantes artistas), con abundancia de sevillanas, cansinamente pausadas, que hacían guiños a Tu mirá de Lole y Manuel, en los pasos de los dos enamorados.
Destaco la actuación individual y por parejas de los cuatro protagonistas y las coreografías de conjunto antes que el drama en sí. La historia hace agua de puro tópico atropellado y sin embargo tan calmoso. Destaco la voz caracolera de Juáñares, sobre todo en las tonás. Destaco la Danza del fuego, con toda la compañía, haciendo de llamas en una explosión de sensible elegancia. Coreografía, esta última, que ha servido de base a todos los ballets que se han acercado a la pieza.
Determinante también la voz de la chipionera en las canciones del fuego fatuo o del amor dolido, cuando el final se precipita con la acusación por bulerías, con solo de palmas, la muerte anunciada y la boda gitana, con los novios sobre los hombros, en una graciosa danza por alboreá, y los tangos finales.
Tras los saludos de rigor y los prolongados aplausos, fuera de programa y como agradecimiento, toda la compañía en fila aplaudieron a su vez por alegrías, dirigidos por el primer bailarín, poniendo una sabrosa guinda a la velada.
* Actuación en La Zarzuela (del blog de Alfonso Armada©).
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