Lulú
Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el actor más cotizado del país. Sí, sin lugar a dudas, mi prestigio, popularidad, caché y demanda así lo avalan. Mantengo un puesto envidiable en la profesión. No dejan de lloverme las ofertas, tanto de cine, como de teatro o comerciales, que suponen un dinero fácil y una popularidad extra. No me es difícil cambiar de registro y adoptar cualquier papel, ya sea dramático o cómico. He sido desde obispo hasta rey, desde romano hasta vaquero, desde empresario de éxito hasta vagabundo, desde Lawrence de Arabia hasta el Judío Errante, desde Hamlet, príncipe de Dinamarca, hasta Cuasimodo, el tullido de Notre Dame.
En una ocasión, cuando contaba ya con un nombre más que acreditado, en pleno rodaje de mi cuarta película como protagonista, se hallaba entre los técnicos una chica morena, muy delgada, que apenas tenía pecho y exhibía un look asaz andrógino. De las que, genéricamente, bajo ninguna circunstancia, me habría llamado la atención.
El personal del equipo de maquilladores se solía alternar para prepararnos y restaurar nuestro aspecto continuamente. Para cada nueva escena, era normal visitar, aunque fuera someramente, el sillón de retoque. Incluso, en pleno rodaje, se hacía imprescindible que se nos acercara un chico o una chica con un algodoncito, tras las órdenes del director, para opacar brillos en la cara o evidenciar el sudor, las ojeras o la sangre si fuera preciso; para pulir esos detalles que dan credibilidad a la expresión.
Se llamaba Lulú. No reparé en ella hasta que no descubrí su extraña torpeza y sus ojos grandes y esquivos, como los de un meloso gato de compañía, que pedían clemencia cuando, en su habitual descuido, resbalaban los tarros o caían las brochas al suelo que, a falta de manos, solía mantener en la boca o sobre las orejas. A veces terminaba más maquillada que el mismo actor.
Sin embargo era eficaz en su trabajo. Una buena profesional que sabía lo que tenía entre manos. Resuelta, veloz e imaginativa, no era difícil que más de una vez, por propia iniciativa, mejorara lo pactado.
Evidentemente, este equipo, como la mayoría, trabajaba a contrarreloj, pues el vértigo de un rodaje así lo exige. El tiempo es oro. Tenían que maquillarnos rápido para dejar paso a los peluqueros, a los sastres y a otros profesionales que también cumplieran con su misión.
Lo que cuento corresponde precisamente a la película de Lawrence del desierto. Rodábamos en el arenal de una provincia cercana que simulaba el desierto de Arabia en el que debía soportar mil penalidades. Era normal que estuviera presente en los episodios más riesgosos. No estaba acostumbrado a que se me doblara. Era temerario, aunque cauto y responsable.
El trabajo tras las cámaras era arduo y concienzudo. Debían mantenerme en un estado de derrotismo extremo, pero con un punto de vigor y entereza que diera esperanzas al espectador. Mi abnegación y el dolor soportado debían de ser de superhombre. No había que desfallecer por muy crudas que se pusieran las circunstancias.
Sugerí que Lulú se mantuviera permanentemente a mi lado para mayor eficacia. Había cogido cierto aprecio a sus formas, a su estilo abigarrado, a su desaliño y a sus manos de alambre.
En una escena de especial dramatismo, donde debía aparecer exhausto y vencido por la sed, el cansancio y el calor extremo, donde me volvía literalmente cadáver andante, con los ojos cegados y la boca agrietada, Lulú, con profusión de utensilios, me iba recomponiendo aquí y allá, los ojos y la frente, los pómulos y las comisuras. Iba cambiando rápidamente de frasco y algodón. Ya no sabía dónde poner tanto apero. Una brocha en cada mano, un bote entre las rodillas, un pincel en la oreja… Había que finalizar los últimos retoques. Sin pensarlo sobre mis labios posó varias veces los suyos para fijar bien las estrías y difuminar la pintura.
Yo me dejaba besar mientras la miraba a los ojos que, ajenos, no perdían de vista su trabajo. Terminó y se fue sin más, tan inocente como había venido, pero a mí me dejó una huella tan indeleble que quise incluirla en la película y que tuviera algún roce, aunque fuera fugaz, con mi persona, o sea, con el protagonista.
Después de varias discusiones con el director y con el equipo encargado del guión, logré que le dieran un papel de una enigmática joven nativa que, sin ningún diálogo, me encontraba una noche, después de salir de un local ligeramente embriagado, y de la mano me llevara a una casucha para hacer el amor conmigo. Después, con toda indefensión, me daría cuenta que me habría robado la cartera.
Esa fue la primera de un gran número de películas que le siguieron con su presencia. Primero en mi compañía, después por su cuenta hasta que acabó adoptando un papel protagonista. Su naturalidad, su imagen frente a la cámara, su estilo descuidado pero eficaz le granjearon el aplauso del público y una impepinable necesidad de los directores de contar con ella.
Ni qué decir tiene que en la primera época, durante sus primeras películas fuimos amantes. En la cama era espectacular, o éramos espectaculares. No se nos acababa la fantasía en la que, como preámbulo, repetíamos el primer beso descuidado que me dio mientras maquillaba mis labios.
Todo estaba bien o casi bien, hasta que me empezó a robar protagonismo. Subió su caché y el mío se estabilizó. Ahora me preguntaban si yo quería participar en una película con ella y no al revés.
Quizá decidiera acabar con ella por celos profesionales más que por convicción. Y aquí comenzó mi tortura. La quiero, la envidio, la admiro, pero ya no hay nada que hacer. Ahora sale con un director de prestigio. Me debo atener a la realidad. Mi carrera es fabulosa. Puede que sea el segundo actor más cotizado del país. La primera es Lulú.
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