Tenía que haberle pedido el vídeo al japonés
Tres alicientes tenía esa playa perdida a la que sólo se podía llegar en barco. Un pequeño bote a motor acercaba a los pasajeros, a través del canal, hasta el último puerto de aguas turquesas. Todos viajábamos con nuestros mapas, guías de mano y mochilas con algo de comida y sobre todo con agua.
Hasta el día siguiente no emprenderíamos la vuelta en el mismo trasporte. Así que la mayoría, si no queríamos que la aventura nos fagocitase de alguna forma, habíamos asegurado la pensión en aquella remota cala.
Los tres objetivos que nos atraían a todos eran la recogida visita a la ermita de la patrona del lugar, a la que se llegaba en media hora o tres cuartos caminando hacia el este; la subida al lugar más elevado de la península, donde se hallaba semiderruida una torre vigía de tiempos medievales y en la que se había levantado un mirador desde donde se oteaba, en días despejados, los rompientes en la otra orilla; por último, en el mismo centro de la población, se elevaba una mansión señorial, de estilo renacentista, preciosamente conservada. En el palacio había que pagar, aunque su entrada normalmente era adquirida a la vez que el pasaje y la estancia.
Lo aconsejable era subir en primer lugar a la montaña y deleitarse con las vistas antes de que el sol impusiera su dictadura. Así, aprovechando el frescor de la mañana, junto con otros peregrinos, que viajaban en grupo o en solitario, como yo, me encaminé al monte de la torreta, que al final resulto ser todo una fortaleza, en la que difícilmente seguían en pie un par de torres muy deterioradas y un pasador almenado entre éstas. Las vistas hacían que hubiera merecido la pena la ascensión.
Mientras intentaba vislumbrar el otro lado del estrecho, una iguana me miraba sin interés.
Al retornar al valle, donde se asentaba la aldea, una chica me mostró un papelito que, por un precio módico, me resolvería de un plumazo la cena y el divertimento de esa noche. El paquete consistía, como he dicho, en un ligero menú, mientras contemplábamos la actuación de una agrupación local y el derecho a una copa. Tenía buena pinta. Lo rechace, no obstante, y me encaminé a la ermita.
Era pequeña y cuadrada, de piedra, rodeada de flores mustias y una imagen descolorida de la virgen, presidiéndolo todo allá en lo alto. En la guía podíamos leer que la santa se le apareció a unos pescadores que habían perdido el rumbo en mitad de una tormenta y que, sanos y salvos, aunque maltrechos y con la barca destrozada, habían naufragado en aquella orilla. El patrón, con ayuda de las familias marineras de toda la zona, erigió el templo.
A la vuelta, con un calor imperativo, busqué un bar donde tomar una cerveza y picar algo antes de sacar el bocadillo de jamón con tomate que me había preparado esa mañana con pan blando del día,
Mientras saboreaba la pinta, a través de la ventana abierta para renovar el aire cargado del local, volví a ver a la chica de las octavillas. Era muy morena de piel, con el pelo castaño recogido en dos trenzas por detrás de las orejas y una raya derechísima en el centro de la cabeza. Se le veía cansada y, al parecer no había vendido muchas o ninguna de las ofertas que proclamaba, pues sujetaba en las manos el mismo fajo de papeles que tenía en un principio.
En la plaza me senté bajo un roble que dispensaba frescor y penumbra. Sin dejar de observar a la vendedora de actividades nocturnas, di buena cuenta de mi almuerzo. Un pequeño descanso, con cabezada incluida, y un café amargo, me pusieron las pilas para emprender la visita al palacio.
Atravesé la plaza hasta la calle principal y la chica de ojos almendrados seguía allí, ofreciendo lo que nadie quería.
¿Para qué se harían las puertas tan grandes? ¿Esperarían a un gigante? Todos los edificios señoriales están cortados por el mismo patrón. No basta con ser poderoso, hay que aparentarlo. La ostentación de unos pocos repercute directamente en la sensación de miseria del resto.
Cuando volví sobre mis pasos, con idea de pegarme un baño en el hostal y leer hasta la cena, busqué instintivamente a la joven morena. Allí estaba, plantada, con su baraja de papeles de color en el regazo, intentando vender su propuesta a una pareja. Me acerqué a ellos. El hombre había seguido caminando, la mujer negaba con la cabeza.
Cuándo ésta alcanzó a su pareja, la chica dijo mierda y se le saltaron las lágrimas. Comenzó a sollozar en silencio. Agachándome un poco la miré a los ojos y le pedí que me contara nuevamente en qué consistía aquella cena. Sin palabras, me mostró un folleto, que no leí. Le pregunté, cogiéndole el brazo si había vendido muchas. Sorbiendo los mocos, se repuso y me dijo que sólo cinco. ¡Vaya! Que con diez que hubiera vendido, añadió, le hubiera sido rentable el trabajo de ese día. Pues dame cinco, pedí. ¿Con quién irás, si estás solo?, repuso ella, que evidentemente también se había fijado en mí. No creo ni que vaya yo, confesé. En ese momento se alzó y, estampándome un beso en la boca, corrió, sin venderme nada, hacia un joven alto y fuerte, que la cogió de la mano y se la llevó consigo.
Con las yemas en los labios, intentando retener su beso, los vi irse y empequeñecerse calle arriba.
Un japonés, en el que no había reparado, estaba rodando con su digital, quizá desde el principio. Cuando reaccioné ya era tarde. El improvisado cámara y testigo de ese instante fugaz se había perdido entre el gentío.
* Una iguana me miraba sin interés.
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volandovengo -
Jesús Lens -